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Por Pablo Manzano
La relatividad y la cuántica son los dos pilares de la física moderna, y según Fritjof Capra (autor de un best-seller en los psicodélicos años setenta) inducen a ver el mundo desde la perspectiva del misticismo oriental. En sus estudios, físicos y místicos tratan con realidades no ordinarias. Mientras unos exploran niveles subatómicos de la materia, otros exploran niveles profundos de la conciencia. Para Capra, el método místico no es menos empírico, pues también se basa en la observación. Si bien no recurre a experimentos ni un instrumental sofisticado, cuenta con la introspección y la meditación. Tanto la mística como la física consistirían en indagar en una naturaleza inaccesible a los sentidos y alcanzar un conocimiento inaccesible a los profanos. «Para el no iniciado la página de una publicación científica será tan críptica como un mandala tibetano» (Capra).
La relatividad y la cuántica, además, son las dos teorías que jubilaron a la física clásica de Newton. Una acabó con la idea de espacio y tiempo absolutos, y la otra con el sueño de las mediciones controlables. No es que el viejo Isaac estuviese equivocado. Los físicos suelen asumir que no pueden comprender la totalidad (a diferencia de los místicos, que presumen de comprenderla y nada deben explicar), por lo que eligen la aproximación a un grupo de fenómenos acotados. Así descuidan otros, que a veces no son conocidos en el momento. La teoría de Newton, por ejemplo, no contemplaba los fenómenos eléctricos y magnéticos, que implicaban un nuevo tipo de fuerzas para las que ya no valía su concepto de fuerza. Faraday y Maxwell fueron los primeros en ir más allá de la física newtoniana inaugurando el concepto de campo (más abajo su importancia, según Capra).
Como físico y teólogo del XVII, Newton concebía un mundo material creado por Dios, tan inmutable como un mecanismo. Con sus fuerzas fundamentales, sus ladrillos básicos indestructibles. Por si esto fuera poco, un siglo más tarde llegó Laplace con su demonio imaginario para afirmar que en el mundo de Newton todo podía predecirse con absoluta certeza. Bastaba con que su demonio pudiera conocer y analizar el estado y posición de todas las cosas y encerrarlo todo en una fórmula que abarcara desde los astros hasta los átomos. Sin duda (se pensaba) aquel era un mundo que podía describirse objetivamente sin mencionar al observador (llevaría dos siglos más concluir que no se puede hablar de la naturaleza sin hablar de uno mismo), y aquella una física de máquinas muy útil como base de la técnica (aunque dos siglos más tarde se revelaría inútil para los fenómenos subatómicos).
Luego estaban el espacio y tiempo newtonianos, también inmutables. El tiempo, independiente del mundo material, fluía siempre igual, tan inalterable como el espacio. Pero la ciencia se volvió inquieta y contradijo el sentido común. Einstein se sacudiría la herencia euclidiana de «Dios es geómetra» y demostraría que, fuera del entorno terrestre, el espacio no es tridimensional. Con respecto al tiempo, el viejo Albert confirmaría que tampoco era lo que todo el mundo imaginaba (a excepción, según Capra, de los patriarcas zen y otros iluminados de la zona). Al estar interrelacionados, espacio y tiempo formaban un nuevo patrón cuatridimensional que debía aplicarse para grandes distancias y altas velocidades (cercanas a la de la luz).
La relatividad temporal no fue nada fácil de asimilar. Para la experiencia sensorial de personas no afectadas por este fenómeno, ya fueran legos o expertos, era un delirio. En astrofísica, sin embargo, era (es) evidente la curvatura del espacio-tiempo producida por la masa de los cuerpos sólidos. La gravedad ya no era una fuerza, como la definía Newton, sino más bien el resultado de tal deformación: el movimiento de aceleración causado por esa curvatura. Al ser espacio y tiempo inseparables, la curvatura afectaba también a los intervalos de tiempo. Así, el espacio solo podía definirse en relación con otro objeto sólido (estrellas, planetas) y el tiempo dependía del observador. Y es que si bien quedó demostrado que el tiempo no fluye igual en distintas partes del universo, que a mayor velocidad más lento pasa (hasta detenerse), esta percepción estaba condicionada por el marco de referencia. La paradoja de los dos gemelos propuesta por Einstein, en la que el hermano que viaja por el espacio casi a la velocidad de la luz se conserva joven mientras que el que se queda en la Tierra envejece, desató furiosas discusiones entre científicos de la época. Lo dicho: la relatividad no era del todo aceptada. Hoy, en cambio, no solo abunda en Instagram gente hedonista y contenta que vive a mil y no para de viajar para mantenerse joven, sino que podemos ver a físicos de televisión en un late night show validando el rigor científico de Interstellar y explicando por qué los agujeros negros son la manifestación más impactante y espectacular de la relatividad temporal (soslayando, claro, las simplificaciones y exageraciones de la película con fines narrativos).
La relatividad también obligó a modificar el concepto newtoniano de materia, con su famosa ecuación sobre la masa y la energía. Se supo que la energía, además de adoptar diversas formas conocidas por la física clásica, estaba contenida en la masa de un objeto y podía ser liberada (ya sea para crear una central eléctrica o una bomba). Con lo que la masa dejó de ser solo la medida de la inercia, de la resistencia a la aceleración (piedra y pluma), para pasar a ser una forma de energía. «La materia es energía esperando suceder». Así, la masa no solo ya no era indestructible, como creía Newton, sino que ni siquiera era una sustancia material, más bien se trataba de haces de energía. Una idea que más tarde seduciría a físicos poéticos y cósmicos, como Fritjof Capra. Para estos, son los haces de energía que, al formar estructuras nucleares y moleculares, constituyen la materia y le dan su aspecto sólido macroscópico, induciendo a creer que está formada por algún tipo de sustancia fundamental newtoniana. A nivel subatómico, dice Capra, esto carecería de sentido, pues al observar partículas nunca se detecta una sustancia. Lo que se percibe son interconexiones y procesos. Una danza continua de energía. Para Capra, la danza de Shiva, en la que todas las formas se crean y se disuelven.
Hasta aquí la relatividad. Con respecto a la cuántica, dijo Einstein en su autobiografía: «Era como si me quitaran la tierra bajo mis pies, sin ver en ninguna parte cimientos firmes sobre los que edificar». Si en la física de Newton una partícula tenía una posición y un estado bien definidos, la cuántica irrumpía con otra revelación delirante: que la probabilidad sobre el estado y posición de una partícula previo a su medición es tan amplia (superposición de estados cuánticos) que la partícula no existe en un lugar determinado (indeterminación de Heisenberg); solo muestra tendencia a existir. Oppenheimer lo explica así: «Si nos preguntamos si la posición del electrón es la misma, la respuesta es no; si nos preguntamos si ha variado, hemos de decir no; si la pregunta es si está en reposo, entonces decimos no; si nos preguntan si está en movimiento, pues no». Esta probabilidad no reflejaba ignorancia (para Einstein sí) ni limitaciones en los experimentos. Era más bien una indeterminación inherente a la extraña realidad subatómica: un abanico de informaciones superpuestas de la partícula contenidas en una representación matemática conocida como función de onda. Solo al medir, al observar, la función de onda colapsaba y entonces sí, las partículas se manifestaban como lo harían los objetos de la realidad clásica del mundo visible. Pero a Einstein todo esto no lo convencía. Se negó a creer que un electrón pudiera estar en varios puntos y en ninguno a la vez y que fuera la medición lo que lo fijaba en uno. Según él, los resultados de los experimentos cuánticos se debían a variables ocultas que no habían sido descubiertas. Debía haber una explicación más completa y determinista de la naturaleza subatómica. En el mundo de Einstein, como en el de Newton, todo era ley y no había lugar para el azar. «Dios no juega a los dados». Einstein se equivocaba.
A partir de la cuántica caducó también la idea clásica de un mundo objetivo que excluía al observador. Porque al hacer zoom en la materia resultaba imposible no influir en lo observado al observarlo (quizá la realidad cuántica más torpemente extrapolada en el cine y la literatura que se adornan con ciencia). Las mediciones ya no se limitaban a la descripción de la naturaleza, eran una suerte de interacción entre las propiedades de lo observado y su observador. Lo observado ya no era la naturaleza, sino la naturaleza expuesta a un método de interrogación. Capra: «El universo no volvió a ser el mismo. Por eso es necesario borrar la palabra observador, reemplazarla por partícipe, pues el universo es un universo de participación. El conocimiento, tanto místico como científico, no proviene solo de la observación, sino de la participación de todo nuestro ser».
En su best-seller escrito y publicado en los psicodélicos años 70, Fritjof Capra explicaba que si los místicos orientales no desarrollaron teorías científicas fue por su desconfianza hacia el método analítico y el razonamiento lógico. Su intuición y su actitud científica para la observación, sin embargo, los habría llevado a profundas percepciones confirmadas siglos más tarde por la física moderna, como sería la concepción del universo como la telaraña de interacciones de un Todo unificado. Estas interacciones se llegaron a apreciar con la teoría de campos, donde relatividad y cuántica se combinaban para superar el concepto de fuerzas y transformar el concepto de vacío. Mientras que el atomismo de Newton se basaba en lo lleno y lo vacío, en la dualidad materia y espacio, en la relatividad estas entidades ya no pueden permanecer separadas. Donde haya un cuerpo sólido habrá un campo gravitacional, en el que se manifestará la curvatura que rodea a dicho cuerpo. Así, materia y espacio para Einstein forman un todo. En la dimensión cuántica también se redefine el vacío y pierde importancia la distinción entre las partículas y el espacio que las rodea. Las partículas serían simples condensaciones de campos, concentraciones de energía que determinan la estructura del espacio. Aquí tampoco habría lugar para espacio y materia, porque el campo, parece ser, es la única realidad. Un presente continuo que todo lo llena. Un vacío que todo lo contiene. «Un vacío con un potencial creativo infinito, la esencia de todas las cosas y de toda la vida, como el Brahman de los hindúes». (Fritjof Capra).
El cambio de actitud de la física, entonces, habría consistido en romper con la tradición científica judeocristiana: la de la ley (externa, estática, monolítica) en la mente de Dios (Chau Newton). Los físicos modernos asumieron las leyes como creaciones de su propia mente, el mapa más que el territorio, empezando, según Capra, a coincidir con los místicos orientales milenarios. Abandonaron la idea mecanicista de que para comprender todo sistema era necesario descomponerlo en partes cada vez más pequeñas hasta llegar a los ladrillos fundamentales. Empezaron a concebir una red de relaciones en la que ni siquiera existen las partes. Algunos sugirieron que las partículas son sucesos y procesos, y no objetos, negando la sustancia. Se acercaron así a la filosofía oriental más que nunca (Hola Shiva). Sin embargo, aclaraba Capra hace cincuenta años en su best-seller, gran parte de los físicos modernos no vieron las implicaciones espirituales, filosóficas y culturales de sus teorías. Aunque se sustituyó el concepto de partículas como objetos básicos por el de campos, se mantuvo la visión mecanicista y fragmentada del mundo, se siguió tratando con entidades básicas (quarks) y hablando de partículas elementales. Por lo que el cambio no habría dado como resultado otra cosa que nuevas teorías semiclásicas.
Cinco décadas atrás Capra señalaba esta visión como la causa de los principales problemas del mundo, mencionando entre otras cosas la devastación ambiental, la lucha competitiva individualista, la creencia en un crecimiento económico ilimitado, el sometimiento de la mujer… Cada vez es más evidente, decía, que el misticismo es el fondo filosófico necesario para un nuevo cambio de paradigma científico. En las últimas páginas de las 500 escritas, Capra acumulaba eslóganes prescriptivos para unos seres llamados humanos: «limpiar el espejo de la mente, percibir la luz pura, seguir el camino del corazón, levantar el velo de la ignorancia, alcanzar la plena conciencia». En una de las tantas reediciones, explicaba que al escribir su libro pensaba que se venderían solo 100.000 ejemplares y se alegraba de haber vendido millones y de las incontables traducciones. Se podrá decir que desde entonces el mundo ha cambiado (mejorado) o no, lo cierto es que este mercado de humanos (demasiado humanos) se ha mantenido, incluso ampliado: charlas TED sobre mantras y tantras, festivales transformadores, círculos de sinergia, eventos con healing area y lectura de energía, canto orgánico, vibración integral, trabajo personal con ayahuasca, ambil, san pedro y microdosis de LSD, ceremonias de cacao, inmersión sonora, reconexión en agua cósmica, danza consciente y sintiente, cortes de pelo holísticos y bigotes retro que casualmente recuerdan a los años de Capra.
En los años setenta, el viejo Fritjof integraba una minoría científica que proponía incluir la conciencia, en tanto «aspecto esencial del universo», en una futura teoría de fenómenos físicos. Al mismo tiempo sostenía que la física ya no tenía nada que decir, pero la ciencia sí. No solo con respecto a la conciencia, también a otros fenómenos como mente, emoción, memoria, percepción, arte, cultura, lenguaje, sociedad, evolución, creatividad humana y artificial… «El cambio de paradigma en la física fue el primero de la ciencia moderna, pero la física ha perdido su papel como modelo para otras ciencias». Una década más tarde, en los años ochenta, empezarían a sonar nombres como Maturana o Bateson. Una nueva ciencia, con epicentro en la biología, se disponía a avanzar, destronar, cambiar el mundo y presumir.
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