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25-07-2024 Notas

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Por Eric Schvartz

Un profesante de la haraganería y de la arrogancia, aún así un pensador colosal, no sólo de su siglo. Compuso un nítido mapa descriptivo de cómo será (temerosamente por lo que cursa de la historia) el problema de las jerarquías. Un temperamento implacable que lo hace musicalizar, y repele a los que conformes a los dictámenes de sus narices, solo olisquean el carácter. Hay que decirlo, Nietzsche supo dragonear algunas ideas, y blasonar enigmas, pero lo que lo hace brillante y no un neurótico más fue la pericia de digresión para consigo mismo sin descentralizar su carácter de convicción intelectual; escabullirse de su propio nombre, fugarse de incurrir en tautologías, o incurrir en ellas rascando de aquel perímetro que tracciona a achicar fiero hasta reducir al generisicismo de decires monocordes. Así también, Nietzsche era un orillero. Un digresor de tautologías. Ha sido su inquieto e imbautizable Zarathustra, pero jamás encarnó su solemne Superhombre. 

Me sorprende que cada vez que vuelvo a alguna proposición de Federico, veo a autores varios, y muchos de ellos evidencian el paroxismo del ladrón que no se ha forzado en velar la “inspiración”, o irremediablemente los ha influenciado, irrestricto. Todos somos ladrones miméticos del otro a sabiendas o no, ¿sino cómo salirse por la tangente del propio punto que lo comprende a uno? Homologar su inauguración filosófica con la del cuentista clásico Allan Poe no sería una demasía. Su genealogía es estelar, independientemente del edulcorado romanticismo a los antiguos romanos, o sus meollos personales que lo hacen bélico, y temerario a todos los discursos que parecen aplanar lo que él describe como noble. En toda la idea de enemigo, que varía en la percepción del noble y del vulgar (las dos morales formalizadas por Federico), remarca la importancia del adversario, como contrariedad edificante de ideales nobles. Insiste y reinviste con propósito, que detrás de las “cosas buenas” hay sangre, horror, brutalidad, y muchas otras veces, sobrada estupidez. De los pensadores ilustres y contemporáneos, Kant pasa a ser la evidencia de haber olvidado aquello “su imperativo categórico no conoce la sangre”, y la solemne razón, también tuvo su costo, recuerda Nietzsche. Una deuda tan remota que el académico olvidó discutiendo intrascendencias glotonas, haciendo de la Cultura un circo más paroxístico. Su prédica al espíritu guerrero, el varón de lucha (se dirigía a los hombres, indiscutiblemente), el “bueno”, el noble, tiene otro cauce: no es una alucinada fantasía narcisista de alguien que padecía serios problemas de salud, o un deseo sanguinario sublimado en la letra. El “bueno” funda la jerarquía, y ella: el resto. Herencia remota sedimentada históricamente como un valor inserto desde los tiempos prehistóricos. Sucede que la genealogía encuentra que el lenguaje nace como un ejercicio de poder, “tesis dura” dice. 

Parejamente advierte de los historiadores de la moral, son espíritus carentes de historia: los vigentes microscopistas del alma, aquellos doctos que son motorizados a la búsqueda de “empequeñecer al hombre” por un empuje mezquino, incorrespondido, inconsciente; las ascéticas sacerdotales de privaciones que hacen purezas, el plebeyismo moderno del prejuicio democrático que ha mudado su venganza en justicia, y los resentidos, como una coartada al demócrata que solo ven en el noble un enemigo “maligno”, cuando sirve de aval para su propia “nobleza” en pretendida virtud caritativa. 

Nietzsche no desatiende lo espiritual aunque aparente un escepticismo ateo con su crítica al Estado, Dios, la institución académica, y todo divulgador de virtudes (su póstumo Superhombre, viene a intentar restituir una dimensión singular). Critica lo que solventado por una asimetría es obviado o desfigurado discursivamente, que fermenta la mala conciencia o conciencia de culpa. Para Nietzsche la conciencia es un trabajo histórico, como también lo es la culpa. He ahí una posible, y genial fórmula: no hay conciencia sin historización. La crítica que hace, no es concretamente a estás grandes figuras, sino a la posición con respecto a ellas. Así, el demócrata que predica el Estado bautizandose de “librepensador” sin hacer democracia es tan medieval y cristiano como el mártir que resigna su carne por lo transmundano. Así el sentimiento noble, es una responsabilidad sin profetas, ni conductores. Es un “ser juez, jurado, y verdugo de la propia ley”. 

Volviendo a Federico el genealógico: Hombre es Mench en alemán: medida. ¡Cómo no sufrir el hombre!, dice. Si se puede medir uno con otro… fruto del malestar y evidencia las jerarquías de valores que lo habitan a uno escindiendo el alma. Para Nietzsche, el noble no es un sanguinario que abusa de su poder, por comprender una “jerarquía superior”, es quién relanza los ideales a lo alto y por eso es amado y odiado, temido y querido. La palabra superior comprende un problema en su polisemia, y la peligrosa latencia darwiniana para el lector precipitado y pasional, pero Nietzsche era filólogo, su trabajo está en la raíz de las palabras, en los vástagos etimológicos. Logra rastrear en la etimología alemana que “culpa” y “deuda” se desprenden de la misma raíz. “Schuld” y “schulden”. La conciencia de culpa es un síntoma moderno, dice, del animal doméstico, pero tiene sus vertientes en una deuda prehistórica

Con la posibilidad de un imperativo estético, el culturizado atado por “el cinturón de fuerza social”, ha devenido en cosmopolita, amanerado y metrosexual (las ultimas dos son agregados míos), mudanza de esa ascesis higienecista arrastrada de la moral vulgar cristiana. El espíritu de venganza en su tesis nace así de ideales enfermizos, en un mal hacer con la conciencia de culpa que fermenta en lo civilizatorio. Aunque el noble acciona en el acto sin mediación, es por destello ético: una ley ética o un noble hacer. Agrega que el noble retorna esporádicamente a la naturaleza, como los mongoles, los escandinavos, los romanos para no pervertirse con la mala conciencia. “Tiene que volver a su soledad con los animales de presa.” 

¿Qué tiene que hacer la naturaleza con lo noble?, ¿con la responsabilidad?, ¿con la conciencia? Esté punto me parece muy interesante, siendo que es un plumazo que evidencia desastres de decisiones, o transas civilizatorias erráticas. Animales de promesas, eso es lo que somos, dice. Y como prometemos, nos podemos proyectar en un futuro, nuestra propia representación, una medida, un hombre. Prometer es noble, dice, claro…El que promete tiene pretensión del derecho de conferirse un futuro para sí. Vale decir que promete también quién puede olvidar -ubica el olvido como una forma activa del psiquismo- sino no habría presente, o sería uno pleno y animalizado (ambigüedad que propone con su Superhombre). La posibilidad de prometer surgió con la posibilidad de observar y medir, que desembocó en la originaria relación entre compradores y vendedores que configuró nuestro pensar. Federico ubica algo colosal acá. La representación que se mide puede ser susceptible de mercantilización por circunstancialidad, y eso inevitablemente configuró las jerarquías en la prehistoria, ubicando la mercancía como transhistórico. Nietzsche advierte el orden del poder desde lo prehistórico. 

¿Qué hay de la naturaleza?¿Su invitación a fugarse en ella, episódicamente? La naturaleza no hace promesas, avasalla inclementemente y recuerda la finitud (otra forma de medida), por esa misma razón, exhorta (graciosa expresión teologal) de la conciencia de culpa, y recuerda que lo bueno, cuesta sangre, que el cuerpo se fatiga, y la razón, no es gratuita, y que comprender la deuda para con todas las asimetrías y la vida habilita el hacer noble, la ética. Así el noble actúa con la pericia del pagano, ve en un posible enemigo un adversario que relanza las potencias, hace de sus palabras una legalidad: un derecho a la promesa, y así encarna un espíritu mañanero. 

* Portada: Ilustración de Gustav Drobner de 1900.

 

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