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17-07-2024 Notas

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Por Joaquín Gallardo

I

El domingo amanecí con la noticia de que el padre de una de mis mejores amigas de mi pueblo natal, después de años luchando contra una enfermedad, había fallecido. A pesar de que no me tomó por sorpresa, fue doloroso. Este texto, sin embargo, no va a tratar sobre mí, sino de algunas reflexiones respecto al duelo. 

II

En 1958, Lacan ubica que el duelo corresponde a una privación, a un agujero en lo real (es decir, todo aquello que no es simbólico, del orden del lenguaje, ni imaginarizable), lo cual implica que muchas veces una persona sienta una pérdida como algo surrealista, complejo de asimilar o creer que efectivamente sea verdadero. También se presenta como una dificultad para ponerlo en palabras, explicarlo y como algo que implica un tiempo hasta que “cae la ficha”. Elmiger (2010) dice respecto a un sujeto en duelo, que “su trama significante se rompe y no hay respuestas inmediatas desde lo imaginario ni desde lo simbólico para hacerle frente”: se queda sin palabras. Hay una idea que me ayuda a pensar un duelo y es imaginar un rompecabezas completo al que se le arranca una pieza y se mezclan desordenadamente todas las otras. En el duelo de un padre se pierde una pieza que no es reemplazable. 

¿Qué se puede hacer con eso? Pasarlo por lo simbólico: hablar de ese ser querido que se perdió, quién era, qué lugar ocupaba en la vida de uno, qué vínculo tenían y, también, qué lugar ocupaba uno para ese otro. Es algo de lo que se habla poco, pero en un duelo debe simbolizarse lo que de uno se pierde. Recuerdo a una persona que, habiendo perdido a ambos padres, me dijo que dejó de ser hija de alguien y esa era una perdida irrecuperable, lo cual también debe ser elaborado. 

A veces me preguntan si una pérdida deja de doler. A priori, es algo incontestable; dependerá de cada persona, qué perdió y qué posición tomó ante ello. Pero algunas pérdidas son más dolorosas que otras. En una entrevista, una mujer decía que hay un nombre para aquel que perdió a sus padres, pero no para un padre que pierde a un hijo (nada más real que ello). ¿Deja de doler la muerte de un hijo? Considero que de lo que realmente se trata es aprender a vivir con esa ausencia, con ese dolor y ver qué se hace con eso y cómo se lo lleva adelante. 

III

Mi amiga despidió a su papá con unas líneas, de las cuales una me quedó resonando: voy a hacer lo mejor posible para que, de donde estés, te sientas orgulloso. Me remontó a la canción de Jaime Roos, Si me voy antes que vos

Si me voy antes que vos
Si es así que está dispuesto
Quiero que tus noticias
Hablen del aire y del sol
(…)
Y no nos encontraremos
Pues siempre estuve a tu lado
Siempre aunque me vaya antes
Es un milagro de amor.

¿Cuándo se va un padre? La ausencia física es clara, obvia. Pero un padre deja huellas, enseñanzas, recuerdos. Esos son los que acompañan a una persona una vez que lo perdió: un paciente lo recuerda cuando va a la cancha a ver al Rojo, pasión que le fue transmitida; otra en cada viaje que hace, cuyo padre le enseñó a disfrutar; otro cuando tiene que tomar decisiones, sobre las cuales el padre le recomendó que eligiera lo que lo hiciera sentir bien.

Parten, sí, pero no abandonan. 

IV

Como psicoanalista, considero que es importante que un sujeto esté habitado por un deseo, que lo conozca, sepa de él y elija qué quiere hacer con ello. Para que eso ocurra, antes tuvo que haber un padre; es él quién lo transmite. Quiero hacer de este texto un homenaje a Jorge, el papá de Aldana, mi amiga. Él pudo asumir su rol paterno: hizo de sus hijas, no sólo buenas personas, si no mujeres deseantes y eso lo vuelve un gran padre.  

* Portada: «Automat» (1927) de Edward Hopper

 

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