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Por Enrique Balbo Falivene
Es inútil que busque una historia para contar.
Es el lenguaje lo que debo encontrar como he hecho siempre.
Yo no cuento historias, cuento el modo de contarlas.
Non é successo niente. Tiziano Sclavi
Los autores suelen reconocer lo que no quieren escribir pero no saben, con más claridad aún, lo que tienen que escribir. A esto segundo hay que buscarlo, he aquí el misterio profundo de toda manifestación artística; a la postre, inevitablemente, se acaba instalando en el folio en blanco lo que se admira, aunque no se debería incluir en un texto, sea cual fuere el soporte final, todo lo que se admira. Ya lo expresó Menéndez Pelayo en el XIX, en el más distinguido castellano, en la prosa más ajustada: “nada favorece tanto una decadencia como la mezcla de unas artes con otras”.
Sin embargo, máximas como las anteriores -y si te llamas Tiziano Sclavi (Broni, Pavía, Italia, 3 de abril de 1953)-, fueron construidas para abolirse. ¿Pero, qué hizo el autor para contradecir con holgura tanto axioma? Creó un personaje, le sumó miedos, ocultismo, fobias y admiraciones, música jazz y artes plásticas, cine clásico y teatro, cameos y escenas míticas, espanto, mitos y leyendas. ¿Y qué clase de acabado puede soportar tanto barullo? Un cómic, en capítulos terminales y auto conclusivos al que llamó Dylan Dog.
Sclavi crea en 1986, para el editor Sergio Bonelli (1932-2011), un detective de asuntos paranormales que está llamado a romper estereotipos. Dylan Dog fue funcionario de Scotland Yard y vive –como no- en Londres; es un ex alcohólico, enamoradizo, melancólico e ineficaz que en sus ratos libres toca el clarinete; sufre de vértigo, está lleno de temores y rodeado de celebridades artísticas. Es, o se puede emparentar, con el personaje que iban a componer más tarde Johnny Deep y Tim Burton para Sleepy Hollow: un asustadizo empujado por dudosas convicciones.
Viste siempre igual: pantalones vaqueros, chaqueta y zapatos negros, camisa roja. Sus primeros rasgos estuvieron inspirados en el bailarín Antonio Gades, pero a Sclavi no lo convenció y se terminó decantando por la fisonomía del actor Rupert Everett, que es el que conocemos ahora y que los lectores abrazamos desde los primeros números. Su ex jefe en Scotland Yard, que más que un superior parece un padre porque lo contiene y lo alienta, es el actor Robert Morley cuyo nombre responde al del autor de Psycho, que Hitchcock iba a trasladar a la pantalla grande con éxito de taquilla y ninguno de la crítica. Tiene un asistente, Groucho Marx, una odiosa maquinita de fabricar chistes todo el tiempo, aún en los momentos en que su vida corre peligro. Finalmente, el nombre lo toma del poeta Dylan Thomas (el señor Robert Zimmerman hizo lo mismo: se hizo llamar Bob Dylan).
Sclavi deja claro desde el primer momento que va a reflejar todas sus pesadillas y todas sus admiraciones y, de hecho, en la primera entrega en octubre del 86, homenajea y reproduce con elegancia un ícono del universo zombi: “El regreso de los muertos vivientes”, de George A. Romero con L’alba dei morti viventi.
Pero hablar de Dylan Dog como un relato de terror es ponerle límites. En la llamada paraliteratura, donde se incluye el cómic, la desaparecida fotonovela, los fanzines y las novelitas de amor (Corín Tellado), el western, las series góticas, noires o de misterio, Dylan Dog actúa como una columna literaria que los vertebra a todos. Puede ser Maigret, Poe, Holmes, Lovecraft, Poirot o Darío Argento (algunos planos secuencia son soberbios), puede sufrir como el atribulado Peter Lorre en el Monstruo de Dusseldorf y puede enamorarse destilando miel como Hugh Grant. Si es, como dijimos una suma de admiraciones, el detective deja un rastro notable en emulaciones ya que consigue, por ejemplo, jugar al ajedrez con la muerte como Max von Sydow en el Séptimo sello de Bergman. Deja, en cada capítulo, rastros de soldado y no de capitán, pinceladas de bobo y no de sabio. Falla con autoridad y como tal se percibe.
Sclavi ha manifestado alguna vez, y no es que se prodigue en muchas entrevistas, que lo que intenta desde el guion no es otra cosa que una reproducción de sus pesadillas; ha declarado ser un ex alcohólico, que padece alguna que otra manía, agorafóbico con pánico a verse retratado por una cámara o un plumín y hasta ha dicho, seguramente en una exageración metafórica, que sólo sale de casa para ir al psicólogo o que su mayor anhelo es descubrir que un OVNI ha aterrizado en su patio. Notable.
Está claro que el tumultuoso Dylan es su alter ego, pero lo cierto es que, aversiones aparte, el cómic ya lleva casi cuarenta años sin perder músculo, tiene legión de seguidores en todo el mundo y un batallón de guionistas y dibujantes que no sólo no le han quitado tensión, sino que traducen, en cada entrega, el síndrome de su autor.
Ya lo expresó Umberto Eco: “Puedo leer la biblia, Homero y Dylan Dog durante días sin aburrirme”.
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