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Por Enrique Balbo Falivene
“(…)” y así sucesivamente, hasta que aquellas escaleras infinitas
y aquel desesperado Piranesi se perdían juntos
por entre las tinieblas de las regiones superiores.
Con esa misma capacidad de ilimitado desarrollo
crecía la arquitectura de mis sueños,
multiplicándose hasta el infinito…
Confesiones de un opiómano inglés. Thomas de Quincey
Para acercarnos a la Roma moderna, y alejarnos de los romanos, ayuda ver Il Sorpasso con Vittorio Gassman bajo la lente de Dino Risi; para Nápoles bastará Totó o nuestro coetáneo Paolo Sorrentino, los dos llevan impreso el sur en la piel; si se prefiere algo no visual, algo que conjure nuevos escenarios, sugiero cualquier disco de Pino Daniele; otra alternativa, que reúne música, teatro y calor popular es acudir al San Paolo, en el barrio Fuorigrotta que hoy se llama estadio Diego Armando Maradona (“…ho visto Maradona, ho visto Maradona, eh mamma, innamorato son…”), situarse en medio de los tiffosi y abandonarse entre tantas exaltaciones; hacia septentrión no podríamos prescindir de Fellini, del Miracolo a Milano de Vittorio de Sica y de la posguerra hambrienta del Ladrón de bicicletas. Hablo de Italia, claro, y pretendo sin ninguna modestia, decir que las artes pueden contribuir a entender las manifestaciones de un pueblo, los artistas pueden expresarse, por su formación, por su entorno, de determinadas formas, bajo diferentes soportes y con reconocibles similitudes. Entonces, ¿cómo adentrarnos en el complejo mundo de un artista (el negro cerebro de Piranesi, escribió Hugo) que se dedicó a ilustrar las entrañas de la arqueología, las vísceras de la arquitectura, la poesía de una escalera, la sombra de un muro?; ¿dónde colocamos a un creador que casi excluyó la figura humana en sus obras, o la redujo a la insignificancia, a la lejanía? Y finalmente, la gran pregunta: ¿la obra de Piranesi es realmente italiana?, ¿pueden sus imágenes remitirnos en exclusividad a la península?
Para entender el alcance y la magnitud del autor vamos primero a repasar su ámbito y luego, a modo de refutación, veamos lo que se le atribuyó y nunca fue. Nace en Venecia el 4 de octubre de 1720, sus padres lo bautizan bajo el italianísimo y musical Giovanni Battista. En el seno familiar convive un triunvirato fundamental que sentará bases en el virtuoso: el artesanado, el profesional liberal y la iglesia. Su padre es cantero, conoce por donde rompe la piedra, que esfuerzos soporta, que tensiones; su tío, Matteo Luchessi, es ingeniero; su hermano Ángelo es monje de los cartujos, estudioso y analítico, le va a enseñar la historia de Roma y lo va a empujar a la reflexión profunda (los cartujos viven en sociedad, aunque aislados en sus ermitas, dedicados al estudio de los más variados asuntos. Sólo emergen los domingos para acudir a la misa).
Venecia tampoco es lo que suele creerse; ya no es la Serenísima República de San Marcos, era decadente en el siglo XVIII y así ha sobrevivido hasta hoy gracias al turismo barato, el de enamorados con foto en la góndola o el Puente de los Suspiros, el de cruceros y hamburguesas húmedas con queso; ha perdido todo el poderío comercial de antaño y está colmada de casinos, salas de juego y putas. Conserva sus 400 puentes que unen 117 islas que huelen mal, que van a alumbrar y oscurecer la imaginación poderosa del artista. La decadencia suele abonar el terreno para que florezcan los creadores; Venecia no es centro de comercio, no es vía y albergue entre oriente y occidente, pero conserva la placa de mito cultural. El viajero pudiente va en busca del souvenirs, esto va a ayudar a Piranesi, hasta que logre la independencia, que va a vender cientos de estampas para algunos de sus empleadores con el subyacente peligro: ¿se puede tener a un artista de su talla produciendo grabados en serie?
Digamos ahora lo que fue en un breve perfil curricular: pintor, grabador, arqueólogo, arquitecto, polemista tertuliano y agitador cultural (¿por qué lo de los griegos es bello?), decorador, anticuario, editor de estampas, diseñador de mobiliario, orfebre. Y digamos también que en toda biografía se suele leer “arquitecto que nunca ejerció”. Esto es falso, ejerció la arquitectura y el espacio desde el dibujo y la plancha; sabía cómo se ejercen las fuerzas en una carga, como se distribuyen en un dintel, como se componen los tramos de escalera o ¿acaso los renacentistas no estudiaban cadáveres para reflejar en los lienzos las tensiones de los músculos? ¿Y cuántos casos hay en la historia del arte de arquitectos que acabaron volcados a las artes plásticas? Sólo en nuestro territorio pienso en Prilidiano Pueyrredón, Clorindo Testa, Nicolás García Uriburu, Luis Benedit, Jorge de la Vega…
¿Pero cuál es, en definitiva, el hallazgo de Piranesi? Son dos que a la postre resultarán infinitos. El primero es que rompe la geometría clásica, la geometría euclidiana, la que varias generaciones estudiamos en el bachillerato (se suele adosar este adjetivo como si existieran otras geometrías, es como hablar del agua del mar salada o dientes blancos como perlas); superpone los puntos de fuga, crea en las dos dimensiones de una caja acotada, que puede parecer estable, un escenario que admite diversas miradas y órdenes descompuestos en perspectivas cruzadas; lo segundo es que desarrolla, por primera vez, lo que hoy llamamos ficción, de hecho a la serie de las Cárceles las llama imaginarias. Al respecto hemos de saber que la cárcel como tal se crea durante el siglo del autor, antes el sistema punitivo y los castigos eran corporales. Y el artista va a manifestar en los grabados esa incertidumbre: la cárcel como medio de redención no funciona, del mismo modo que la democracia tampoco, pero los humanos no hemos sabido inventar otras prácticas. Piranesi cuestiona la funcionalidad de esos edificios: no hay puertas ni ventanas, las escaleras no conducen a ninguna parte, no hay carceleros, pero tampoco hay presos. Los interiores son pesadilla y sueño. Hay monumentalidad ante la existencia humana. Hay sufrimiento, explotación, potros de tortura, espacios rotos multiplicados. Y todo está perfectamente ordenado en una inmersión al horror.
Aquí es donde desarrolla la fantasía que lo aleja de sus pares, que lo vuelve anti académico, conceptual, moderno, clásico y en donde van a apoyarse los posteriores movimientos en las más variadas manifestaciones del arte. Es Kafka encerrado en el tórax de un insecto; es Borges perdido en un laberinto; es Tubular Bells de Mike Oldfiel y Pink Floyd, en Dark side of the Moon; es el Teatro Negro de Praga; es Esperando a Godot de Samuel Beckett; es Rulfo hacia la fáustica Comala; es la Bauhaus, el cine y el encuadre fotográfico; es cualquier videojuego; es todos los ismos pictóricos del siglo xx con el encierro de acero del acorazado Potemkin de Eisenstein a la cabeza (vi esta película, gran escarapela del constructivismo ruso, en un cine de Concordia, Entre Ríos, a mediados de los setenta. Tenía diez años y me llevó mi abuelo junto a dos amigos que eran guaraníes –yo no sabía que lo eran- y que siempre iban descalzos. Todas estas matrices desaparecieron: las rompió el peronismo).
De la vida personal de Piranesi tenemos algunas noticias gracias a su hijo Francesco: se alimentaba mal y con descuido, solía comer arroz frío a pie de ruina y monumento, se casó con la hija de un jardinero, se alejó enfadado de todos los talleres que lo emplearon, dibujaba con pasión cojos y tullidos, jorobados y ciegos, mendigos y amputados a los que hallaba en las escalinatas de las iglesias romanas. Murió joven, después de haber trabajado mucho, de alguna enfermedad del riñón. También, dicen, que respiraba con dificultades por la inhalación de los vapores de impresión.
Su legado es colosal, su impronta perdurable.
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