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16-08-2024 Ficciones

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Por Bernabé De Vinsenci

A alguien le dije, no recuerdo a quién, que soy una piedrita arrojada al océano por una mano desganada e impetuosa, una piedrita no por mi pequeñez sino por mi estado ínfimo en un mundo enorme, pero enorme en aburrimiento, desbordado, en el que yo me ahogo. A veces me acuerdo del rancho de tía Porota, tan lúgubre y descascarado, pero que lúgubre y descascarado me hacía feliz, me llenaba de alegría, y a papá, él que me llevaba, no tanto porque se quejaba de los malditos ratones, de que eran como cuises, de que iban y venían como si el rancho de tía Porota fuera una comadreja. Eso le molestaba rotundamente a papá, le daba asco, malestar y lo sacaba de las casillas, aunque volvíamos cada semana como si nada hubiera pasado. Cuando volvíamos a casa, papá decía que tía Porota había sido una puta terrible (no sé si decía terrible pero sí que exageraba) en su juventud, para ganarse la vida y porque le gustaba, que lo hacía por placer, aunque papá ponía énfasis en terrible (o esa palabra que usaba y no me acuerdo) como regodeándose en que a tía Porota le gustaba y no lo hacía tanto por necesidad, por falta de dinero, sino más por hobby, por aventura y tal vez en último lugar por el dinero.

Yo no dimensionaba la palabra puta, no sabía qué significaba, pero la musicalidad me gustaba puta putita putaza jugaba en mi cabeza, había una tilde invisible en la u que me parecía algo grandioso y lleno de rabia, algo que se mastica y se escupe con bronca. Yo no dimensionaba la palabra puta con nada sexual, porque tía Porota no era una momia pero sí un bulto de arrugas, algo feo y asqueroso, lo que me daba la idea de que nadie podía prestarle atención, seducirla, de que nadie se dignara a meterle el pito o tocarla. Yo pensaba que papá era infeliz, desconfiado y con la lengua mordaz, que no paraba de decir puta puta, degenerada, porque era algo harpío, y que siempre iba a ver algo también, defecto, desvirtud en el otro para que papá prestara atención y luciera su lengua mordaz, afilada y venenosa, tal vez para sentirse bien él. Tía Porota al menos a mí, me atendía como a un rey y me dejaba mirar fútbol en la pieza, su pieza, con un plato de galletitas con dulce de leche, y yo miraba a los jugadores de Primera División, y con la boca empastada de dulce de leche, quería ser como ellos, patear la pelota con los ojos cerrados y embocarla al ángulo del arco, pero sabía que era una chancleta para el deporte porque sí jugaba al fútbol, en un club local, y siempre de suplente, los diez últimos minutos para no dejar afuera nadie aunque el entrenador sabía que yo era malo, muy malo y que mi destino no era el fútbol por más que admirase a los jugadores de Primera División. Por más que en cada entrenamiento me esforzara y ganara precisión, en pase, en definición, nunca estaría en Primera División, ni tampoco en la B, ni sería titular en el equipo de mi pueblo porque, lo reconozco, era malo, bueno en malo y el entrenador me ponía los diez últimos minutos por lástima, para no dejar a nadie afuera.

Como todo lo que reposa en la tierra, dejé de visitar a tía Porota y tía Porota murió, no supe cómo ni en qué circunstancias, supuse que longeva porque tía Porota era un bulto de arrugas, supuse también que quizás murió feliz en el rancho que la alojó casada y después de viuda. Parte de su vida había pasado en esas paredes de barro, en ese rancho que había sido construido con ostentación, porque tenía pasillo, muchas habitaciones y dos cocinas; para mí no existía otra forma de morir que la longevidad, hasta pensé en la muerte de tía Porota dibujándose en su cara una sonrisa, dormida, tal vez a la hora de la siesta, después de haber comido una chuleta con puré y cuando despertó, abrió los ojos en otro mundo y seguro se dijo ¿qué hago acá?

Papá se olvidó de tía Porota pero nunca supo que yo no, que siempre la alojé en algún escondite de mi corazón, más al rancho que a tía Porota, porque para mí esa cosa venida abajo, con manchas de humedad, paredes descascaradas era una mansión de las grandes que me hubiese gustado recorrerla sea gateando como un bebé o corriendo como un atleta. Porque era laberíntico, hermosamente laberíntico, con una parra además que permitía muy bien menguar el calor, sentarse y estar ahí a que el tiempo pasara, sentarse a esperar tan solo a perder el tiempo hablando de la lluvia, o de quiénes iban muriendo de los conocidos o los conocidos de los conocidos. O comer las uvas del parral después de un asado y jugar a tirarse semillas, con bolitas de sobras de pan. Una guerra de sobremesa sí, pero una guerra donde todos salían victoriosos, no por el triunfo, victoriosos por haberse reído y retorcerse de la risa.

Acá es donde descubro que soy una piedrita en un océano, porque tal vez papá diciendo puta puta iba opacando el rancho que para mí era felicidad (yo en el rancho, quiero decir, era feliz, la vida era pura para mí) e hizo que de grande me importara tres pelotas cuando lo derrumbaron, o eso al menos creí, y ya de adolescente pasaba por el derrumbe y decía Hola, ¿qué tal?  a la nada, saludaba para ver si alguna voz, la voz fantasmal de tía Porota respondía; pero nada, mutismo puro, apenas el ruido de las plantas moviéndose detrás de mí o los autos de la calle. Entonces meaba en los escombros con la voz de papá detrás puta puta, insistente y alucinatoria, pero a mí qué, qué me importaba, qué mierda podía importarme, porque era la voz de papá pero papá no estaba, no había nadie, más que yo solo, y yo tampoco estaba loco, pero a mí qué, qué me importaba si tía Porota era puta o no, ella era dueña de su cuerpo, si engañaba al marido o no, si le gustaba que la manosearan o no era asunto de ella.

Las maledicencias de papá siempre fueron injustas, exageradas e injustificadas, siempre prefirió maldecir a amar, odiar a dar cariño, aunque nadie le enseñó a maldecir ni a odiar, ni sus abuelos ni sus padres, lo aprendió de sí mismo, se ejercitó solito sin intervención de terceros, porque siempre fue un niño estúpidamente malcriado y caprichoso. La abuela, me enteré después, le cumplía todos los caprichos. Sin embargo ese amor mío por el rancho y el vozarrón de papá quejándose por los ratones y diciendo puta puta puta, hizo en mí un sentimiento ambiguo. Qué horror, pienso ahora. Qué espanto fue papá. Por qué tan cruel. Por un lado amaba la frescura del rancho, la frescura en el verano sofocante, y por el otro me daba asco que en el plato que había comido galletitas hubiera pasado un ratón, o muchos. Porque el rancho era espacioso para que cupieran muchos, muchísimos.

Descubrí que papá había hecho algo muy malo, de ese sentimiento ambiguo, de mala fe, que yo le tuviera fobia a la felicidad (¡fobia a la felicidad!), que la felicidad me pareciera puta como la tía Porota. Fue así que me volví un hombre triste y por momentos infeliz, después de ese sentimiento ambiguo, a veces quejoso, quejoso de cualquier estupidez, apático, que hablaba con la voz para adentro, que todo le caía mal, quisquilloso. Poco o casi nada reflejaba, mostraba al mundo cuando estaba feliz, no podía con otra cara que no fuera la de apocado, triste, inconformista, una cara de que nada le sienta bien. Tía Porota ahora me parece un recuerdo triste, profundamente triste, porque ella arrugada y chueca (me olvidé de decir que era renga), no mostraba lo que ahora yo supongo su lado B de las miserias, llorando por ejemplo en la cama fría, tomando un té tibio, rogándole a la Virgen compañía, que fuéramos a visitarla nosotros, y ahí aparecíamos papá y yo cada viernes, un día a la semana. Para darle compañía, para quitarle soledad, para sacarla de esa fosa de anciana que ya no puede valerse por sí sola. Tal vez tía Porota se alegraba en esa hora que estábamos papá y yo y se olvidaba al menos por un rato de la soledad y yo, más que su sobrino, era un lugarcito útil a la falta de tía Porota, falta que no mostraba pero que sí guardaba, y que podía olerse y sentirse desde lejos: era una falta de años. Tal vez desde que había enviudado. Porque tía Porota la guardaba en el pecho, yo me daba cuenta, tan estúpido no soy, sí podré parecerlo, y a veces, esquivando nuestras miradas, la de papá y la mía, se llevaba las manos al pecho, las aunaba ahí, y con cara triste decía: Ojalá no llueva porque me va a matar los huesos. Pero no eran los huesos, no eran las articulaciones, ni la lluvia la que la iba a matar. No era eso. El ojalá de tía Porota era que no volviera la nostalgia, la melancolía de los tiempos felices, que el día nublado, que las gotas de lluvias no le trajeran malos recuerdos.

Después de muerta tía Porota, volví al rancho, pero el rancho ya no estaba más que en pedazos, derrumbado y como una montaña egipcia de escombros, como si un grupo de terroristas hubieran puesto una bomba y lo hubiesen dinamitado para que nada de nada quedara. Al tiempo me peleé con papá, no por tía Porota, me peleé porque me di cuenta de la maldad de papá, del mal padre que había sido, un mal tipo, y yo ya estaba grande y podía decidir, decidir si seguir soportándolo o no, lo que me llevó más a la infelicidad y tropiezos de los que creo (insisto, creo) haberme levantado, aunque a veces las personas tropiezan y en el momento nada le duele y dicen estoy requetebién, se sienten sanitas, se levantan y siguen pero a los días aparecen los dolores, los hematomas, o los bultos. Y me quedé sentado en los escombros del rancho de tía Porota, pasé por ahí y la nostalgia me pudo, llorando porque en ese derrumbe estaba yo, una parte de mí, de mi vida y de mi infancia, de mis recuerdos y mis días felices o que yo creía felices: el niño mirando la televisión y dándole compañía a ese bulto de arrugas que me daba galletitas con dulce de leche. Dulce de leche que me empalagaba tal vez porque antes los dulces de leches eran más azucarados y donde te hacían crecer mariposas en la panza, mariposas que mató papá diciéndole a tía Porota puta, puta, puta y yo no sabía nada de la palabra puta. Qué puede saber un niño. Hasta que sentado en el escombro, revolviendo ladrillos comunes, aberturas semiderruidas, el barro seco y cuarteado, encontré una foto de tía Porota en corpiño, casi desnuda, abrazando a dos muchachos sonrientes, con cortes de pelos chinos, al estilo de Carlitos Balá, que le apoyaban las manos en las tetas y la miraban con fogosidad y detrás se veía un cartel que decía Carnada viva, producto de excelente calidad y comprendí a papá, el odio de papá justificado. Cómo puede ser, me dije. Me pregunté si era verdad. Y comprendí que la infelicidad era una idea mía, algo que había germinado en mí por circunstancias desconocidas, una infelicidad que creí fundada en papá pero que papá tenía razón, razón de que tía Porota había sido una puta y yo un niño iluso, más iluso que el resto de los niños, que creía en la puridad de las cosas, en las cosas sagradas y ahora, de más grande, ya sabía lo que significaba la palabra puta; entonces sentado en el escombro entendí que ese escombro era mío, abajo de mis pies, y yo arriba dándome cuenta ahora por segunda vez que la infelicidad era mía también, exclusivamente mía, arte mío y nada más y nada menos que mío y solo mío, buscado y preciado como un tesoro. Que papá tenía razón, tía Porota había sido una puta pero eso ahora era lo de menos, porque razón o no, verdad o mentira, yo había hecho de la felicidad una fobia que convivía en mí y que tal vez me iba a acompañar el resto de mis días, el resto de mis días que empezaban a parecerse a los escombros del rancho de tía Porota, algo implacablemente derrumbado, es cierto, y destinado al olvido, por sobre todo y más cierto, como una piedrita arrojada al océano.

 

 

 

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