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06-08-2024 Notas

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Por Leandro Diego | Portada: Romina Guarda

Para su final (el miércoles 29 de mayo por la mañana, después de una descompensación general), la larga internación de Julio antes de la operación de cadera sería tan determinante como la propia caída que le produjo la fractura.

Ese letargo clínico (que le haría perder varios kilos y retrasar la operación más de diez días) empezó con un vómito.

 

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Escuché y leí muchas veces el término guardianes de la moral pero nunca nadie me explicó qué quiere decir. Para mí es claro: cuando alguien hace un chiste sobre una minoría y otro alguien que no pertenece a esa minoría señala el chiste como algo indebido, este segundo alguien es un guardián de la moral. No estoy seguro de que el mundo entienda lo mismo que yo.

El guardián promueve que una minoría tome consciencia de sí misma cambiando definitivamente la óptica desde la que quienes se perciban dentro de ella piensan su existencia. De pronto lo que les pasa, todo lo que les pasa, estará determinado en sus bases por la pertenencia a esa minoría.

Fue eso, y no el humor, nunca el humor, lo que me produjo algún que otro daño en mi juventud coquetona con la obesidad: enterarme de que eso que yo era era un tipo social, un imperativo, un ser diseñado a quien ya le venía asociada una serie de ideas, sensaciones y cualidades.

No fue la gordura lo dañino (para mi psiquis) sino la consciencia de lo que la gordura era para otros: de que yo, por ser gordo, ya no era un individuo sino, ante todo, un gordo, es decir, un ejemplar de algo más allá (o más acá) de mi individualidad.

 

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El sábado 22 de junio, poco antes de cumplir cuarenta años, fui a la casa de Darío. Una noche como tantas en la que se come, se bebe y algunos (yo) fuman (fumo) la monástica seca de faisán que inmortalizó Hernán Coronel.

Pasado el mediodía del domingo 23 de junio empecé a vomitar como nunca. Chorros de un líquido amarillento salieron de mí como de Linda Blair, imposibles de manipular. Terminé con suero en una clínica donde me recetaron un normorregulador y una droga para el vértigo.

Antes de que pase un día ya estaba bien. No tuve nada vinculado al vértigo (descartada toda causa relativa a cervicales u otolitos) ni ninguna condición estomacal o gástrica.

Decidí ir a la clínica porque estaba muy débil. Necesitaba hidratarme y dejar de vomitar. Pero recuerdo con precisión que en el último vómito de ese domingo tuve la potente sensación de que ya no sería necesario hacer nada. Lo que tenía que salir ya había salido.

 

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Dejé de ver fútbol cuando se retiró Riquelme. No soy hincha de Boca. Diría que no soy hincha. Ni de Boca ni de la selección ni de nada. Porque ser hincha implica la puesta en suspensión del juicio en aras de la pasión. Y yo nunca pierdo el juicio.

La singular atracción que me produjo Román no tuvo que ver solo con el deporte. El fútbol era importante, sí, es evidente, porque ahora que es presidente no me pasa lo mismo. Pero no era suficiente: me atraía su fútbol y algo más.

El de Riquelme como ícono de Boca es el caso de quien logró (y sostuvo) el cariño popular únicamente en virtud de su talento. Sin mitología. Un líder sin manada, un ídolo sin demagogia que hasta se metió con los códigos del indiscutible –por lo que bien pudo haber sido cancelado– y no obstante fue (y sigue siendo) venerado.

El hacedor, en el club más querido del país, de un dogma impopular.

 

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Después de más de quince días de síntomas, sospechas, internaciones y diagnósticos, a Fog finalmente no lo mató ninguna de sus condiciones crónicas: ni el asma, ni el corazón, ni los linfonódulos, ni las glándulas adrenales ni el tumor que tenía en la hipófisis. O sí, quizás alguna de estas patologías lo condujo lenta y gradualmente al final, pero, en definitiva, lo terminó matando un vómito.

Cuando a un gato se le coloca una sonda esofágica, existe el riesgo de que, en caso de vomitar, aspire una parte de lo regurgitado que, al regresar a su cuerpo, lo haga por donde no debía. Se estima que fue esto, una broncoaspiración, lo que llevó a mi gato a su crisis definitiva.

Pero en realidad no se sabe.

No se sabe qué lo mató ni por qué la muerte se produjo en ese momento ni qué fue lo que hizo que, de ser externado el jueves 25 de julio a las ocho de la noche con diagnóstico estable, pase a tener un colapso respiratorio, transitar su última noche con oxígeno y, finalmente, morir el viernes 26 de julio a las tres de la tarde.

 

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Hubo una tarde en la que escuché por primera vez Bar imperio. De inmediato tuve la certeza de que estaba escuchando algo que nunca olvidaría: Beatles o Stones / Cortázar o Borges / El gráfico y Perón / y la Constitución. O: Un travesti voraz (sin piedad) / mira a un excombatiente / El Gallego café (hoy no se bañó) / ni se piensa bañar. Pero también: Y cuando me pongo a pensar / qué es un amigo de verdad / (amigo de verdad) / un amigo es alguien que te gasta igual / pero te elogia por atrás.

Muy pronto aprendí a tocarla en la guitarra y en ocasiones con mi amigo Facundo terminábamos nuestras reuniones versionándola, como un ritual que marcaba el fin de la noche. La cantábamos con partes iguales de admiración y vergüenza ajena.

Tardé bastante en darme cuenta de que Miguel Mateos es uno de esos genios amorales que no tienen siquiera la moral del paladar: pura potencia creadora sin mediación de nada que pueda atenuarla. Alguien que, con la potencia de lo inconveniente, puede llegar a niveles de verdad y poesía que ningún estilista conocerá jamás.

 

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Me pregunto si me tocaron casos demasiado singulares o si siempre hay un margen de incertidumbre alrededor de la muerte. La idea que me queda es la de un espectáculo al que siempre se llega tarde, con la función un poco empezada. Se avanza por la trama sin entender demasiado, no se sabe cuánto se ha perdido y, cuando el espectáculo termina, queda la sensación de un final abrupto, de algo que, aunque se sabe que va a suceder, no se ha visto venir.

Tanto Fog como Julio, quienes en los últimos dos meses pasaron a formar parte de la materia oscura que nos rodea, abrieron las puertas de mi percepción a universos que me ampliaron.

La pérdida acelera el olvido y potencia la gratitud. Tal vez por eso una parte de mí experimente sus partidas como la ofrenda máxima y ulterior. Como si, a modo de cierre, cuando sus presencias empezaban a pesar, hubieran decidido regalarme ausencia.

Voy a tomarme así sus muertes: como dos regalos, dos presentes. Y voy a hacer lugar para ellos. Un hueco en lo profundo del ser, ahí donde Bukowski encierra cada noche a su pájaro azul, para que, mientras quede tiempo, vivan en mí.

 

 

 

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