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Por Leandro Diego
En varios cuadernos y aplicaciones de notas apunté, a modo de ocurrencia, que una vez finalizado este ciclo de columnas, mientras intente convertirlo en libro, para mantenerme en estado de escritura, dedicaría el próximo año a una serie de entrevistas. Incluso llegué a definir su periodicidad: seis al año, una por bimestre. La idea era, primero, conseguir un medio dispuesto a alojar el proyecto (y frente al cual comprometerme en su ejecución). Recién después empezaría a considerar candidatxs.
Era un buen plan. Pero arrastraba una torpeza ontogénica: creer que la zona de escritura y experiencia (por la que pasan estas columnas, por la que ya pasó un diario) era reemplazable. Y no. Hay cierta ligazón temática y sincrónica entre escritura y experiencia que define el grado cero de mi escritura. Cualquier otra cosa que quiera escribir tendrá que ser no en su lugar sino además. Las sobras de las sobras de las sobras.
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Hace un par de días tuve con Los subtítulos lo que mi abuela hubiera llamado un metejón. Hacía mucho que no encontraba una banda que me impresionara tanto en forma como en contenido.
Llegué a ellos por una versión de No te animás a despegar que Juan Ruffo puso en la tanda de Hay algo ahí. Escuché el EP en repeat una tarde. Y a Espectador entra a escena, su LP de 2022, le entré dos veces seguidas durante una caminata. Busqué su Instagram y vi que tocaban el viernes, muy cerca del lugar en el que vivo. Me dejé llevar por una genuina euforia y compré dos tickets. Después me di cuenta de que el show era un festival que empezaba a las 23:59, que Los subtítulos eran los terceros en la grilla, y que su set no empezaría hasta los albores de las 3AM.
No fui. Hasta último momento mantuve la idea de hacerlo. Pero no pude. Siempre llego tarde a la consciencia de mis límites.
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En algún momento, con algo de suerte, se impone esa parte de nosotrxs que pugna por no (volver a) ser oprimido. En mi caso, coincidió con empezar a tomarme menos en serio a los demás, en todas sus formas: amistades, parejas, compañeros de trabajo, jefes, familiares, colegas, referentes. De pronto hubo algo más importante que todos ellxs: ser.
La identidad es el armado (el ensamblado pero también el acto de equiparse con armas) a partir del cual el sujeto se enfrenta al mundo. De ahí el éxito de la literatura de reafirmación personal.
El ideal debería ser desembarazarse de toda (auto)mitología sobre sí mismo. Vivir en un constante estado de indefensión. No corromper la sensibilidad con ninguna certeza. Una actitud natural y espontánea, un compromiso total con la experiencia que no la subordine a nada ajeno a ella.
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La muerte funde al muerto con lo posible. Lo disuelve. No ya en la potencia (el enigma proyectado hacia adelante), sino en la incógnita definitiva: misterio pretérito, abismo.
¿Quién fue mi gato?
¿Quién fue mi padre?
¿Cómo hubiera sido verlos de afuera, sin que mi experiencia estuviera determinada por mi vínculo con ellos? ¿Qué habrá habido en Fog más de gato que de mi? ¿Quién habrá sido mi padre en la intemperie de su intimidad?
Estas preguntas ya existían. Latentes, inabordables. Pero el tajo fáctico de la muerte las eyecta, ahora, como ecos en la eternidad del desamparo.
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El domingo fuimos a visitar a Messi. No al original, Lionel Andrés, sino a Mariano, el hermano de Romi, mi cuñado. En un momento nos pusimos a hablar de muebles, compras pendientes de la casa, la imposibilidad de proyectar y atender ciertos gastos (no tan) mínimos. Nos fuimos con ganas de intentar algunas maniobras: cambiar de lugar muebles y plantas, probar ideas. Propuse hacer una lista de prioridades y jerarquías, que es mi modo de abordarlo todo. Me aferré al modelo con vehemencia, como si hubiera algo importante en juego. Después se me pasó: nunca hay algo importante en juego.
Esa tarde, en lo de Susana, hablé de la estúpida necesidad de tener una dirección, un norte, una flecha que apunte a un punto claro y preciso, aun sabiendo que la única flecha válida, la que da en el blanco, es la que no tiene uno.
Cuando me fui de su casa, a las dos cuadras, encontré una enorme biblioteca en la basura. Estaba en perfecto estado.
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Cierta tarde púber, un pibe me contó, no sin cierta alegría, que cada tanto se juntaba con sus amigos a masturbarse. Con el tiempo descubriría que era una práctica medianamente difundida: varios tipos me contarán que habían participado de rituales similares. Pero en ese momento la escena me impactó: cuatro o cinco tipos reunidos pero cada uno en la suya, sin más vínculo que el de la infame coincidencia de los cuerpos, jalándose el pene hasta eyacular.
La idea digital de comunidad, es decir, de grupo que comparte los mismos gustos e intereses, reunido al calor de lo igual, de lo mismo, parece la estocada final para el individuo, su trampa definitiva.
El confort de lo mínimo anula el ansia de la especie. El calor de lo mismo mitiga la sed de lo otro. De ese repliegue está hecha casi toda nuestra cultura. Desprovista de toda erótica, envuelta de un tufillo masturbatorio que solo pueden soportar otrxs pajerxs. Escindida definitivamente de la carne, habiendo expulsado al deseo de sus prácticas, redirigiéndolo –con suerte– a otras esferas de la vida, naufraga, inerte, entre la hipocresía y el tedio.
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Estoy sentado en una de las mesas que están a un lado de la entrada del Celta. Romi queda mirando al fondo, donde principia una escalera a un abajo que nadie transita. Yo quedo mirando a la entrada, en fuga hacia la mesa común después del pasillo de los baños. Una vista que, si no fuera por un par de columnas, sería plena.
Atrás de mí escucho dos tipos que charlan. Recuerdo que al llegar había reparado en uno de ellos, con un aro brillante y forastero en la oreja izquierda. Es el tipo que ahora escucha al otro, que dice que nunca se sabe. Que el otro día había recibido un mensaje de una mujer a la que no recordaba haberle dado su número. Que al parecer él había estado caminando por cierta avenida, la mujer lo había visto desde la ventanilla de un colectivo, lo había reconocido y, al cabo de un rato, había decidido escribirle. Se iban a ver pronto. Nunca se sabe, repite.
Uno va, deja la ficha y… en algún momento viene la paga.
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