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05-08-2024 Notas

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Por Guillermo Fernandez

Desde las épocas antiguas en que el hombre dibujó y escribió su vida, el semejante con quien cohabitaba constituyó un enigma. Ese “otro” siempre conspiraba y como tal era una fuente de peligros. Había algo en los territorios vecinos que infundía temor y, por lo tanto, había que estar al acecho.

Para le hombre griego, el temor por lo no conocido siempre originó una represalia que venía de tiempos remotos y que se leía como leyenda. Tanto es así, que la epopeya como canto al héroe y a la virtud (areté) se armó en base a atributos que el enemigo no poseía y que el vencedor acumulaba. 

Los aqueos se apoderaban del suelo troyano porque su lucha era justa. Los dioses colaboraban con la victoria y todos los cantos de la Ilíada (VIII AC) podrían llegar a sintetizarse como la compensación divina al ultraje de los teucros de Macedonia. 

Toda esa narrativa lírica inicia la sospecha de que los siglos posteriores continuaron incrementando el odio hacia lo distinto.

¿Había habido, entonces, un cambio en la percepción del otro? ¿O, acaso, el peligro había dejado de adentrarse en una ciudad en forma de caballo de madera y entraba a ocupar las calles, los puertos de las urbes modernas disfrazado con traje y portafolios llenos de carpetas de empresas? 

El hombre contemporáneo tejió sus propios temores frente a lo distinto; no pudo verse en un contorno en el que él no pudiese encajar. La religión intentó paliar la “enemistad” con lo diverso bajo el lema de la igualdad a los ojos de un Supremo. 

Fue un acto volitivo porque lo extraño no dejó de molestar y de provocar batallas. Incluso, la pretendida uniformidad o, en el mejor de los casos, la tolerancia fue un arma punzante para emprender nuevos combates. 

Es necesario recordar que la literatura más cruda sobre el nazismo apuntó a la fidelidad que las tropas alemanas tenían sobre lo “igual”. Así los cuerpos en los campos de concentración eran amontonados en “galpones” en los que diferencias se borraban. De esta manera, Jorge Semprún narra en La escritura o la vida (1994) su estadía en Buchenwald. 

Para el exterminio nazi “ser otro” consistía en conspirar contra el régimen. 

En el mismo sentido, el director británico Jonathan Glazer en la premiada película Zona de interés (2023, basada en la novela del mismo nombre de Martin Amis del 20l4), con astucia traza una barrera divisoria entre los “protegidos” por el Reich y los perseguidos. 

Se supone, pues la interpretación también es conjetura, que dos fueron los motivos para crear esta separación territorial. El primero de ellos tiene que ver con esconder a la buena familia de un horror que bien podría desordenar su vida bucólica en Auschwitz. 

Lo terrible en el siglo XX, después de que ha pasado tanto tiempo desde la época griega, es la similitud en la artimaña para “pasar inadvertido”: se trata, en un caso, de ocultar adversarios dentro de un caballo de madera o, en el otro, de arrojarlos al borde de un límite territorial.  

El extramuro que crea Glazer, también en otro orden de cosas, opera como contención del “contacto” con la enfermedad del judaísmo. De esa manera, el contagio es perjudicial porque puede inmiscuirse en los hábitos de aquellos supuestamente sanos. 

En misma época de las barracas de exterminio, Sigmund Freud escribió abundante literatura sobre la vida anímica y desde el campo del psicoanálisis diagramó una psiquis en la que el adentro y el afuera consistían en una membrana que se complementaba. 

¿Si lo externo era una proyección de lo interno quién tenía el atributo de enemigo? 

Lo propio siempre fue una de las peores batallas. Lo irónico y cruel al mismo tiempo es que no alcanzan las maderas para construir un caballo que pueda alojar al mismo tiempo a un hombre y su “doble” para acomodarse con el espanto de su realidad. 

En fin, se cuentan con tantos discursos por el sólo hecho de amedrentar al otro para que no se transforme en yo. Una batalla cotidiana. 

 

* Portada: «Mujer frente al espejo» (1904) de János Vaszary

 

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