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15-08-2024 Notas

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Por Cristian Rodríguez

Todo sucede rápido por estos días. A la controversia sobre la boxeadora argelina Imane Khelif, que supo arrojar las flores al Sena por la Masacre de París en la inauguración de los Juegos Olímpicos, la hostiga además una xenofobia sutil y política, abriendo las sospechas de una transexualidad que parecen señalarla como salida de una galería de horrores de feria ambulante. También, lejos de la ciudad luz, en la ciudad de buenos aires, se estrena La inmensidad, la película italiana ambientada en los años setenta que discute, a la par de las diversidades de género de esa niña Adrián que se nombra Andrea -nombre también masculino en Italia- y viste como varón, una crítica mirada a la burguesía acomodada, sus valoraciones hipócritas y sedentarias, dejando en el sufrimiento árido a los hijos aterrados. Andrea espera una señal o un milagro que venga desde el cielo, cualquiera sea, traza recorridos ignotos e imposibles con un hilo extenso, entrecruzamientos, cruces, posibles pertenencias hechas con cuerdas, que le confirmen que proviene de algún lugar, otro, hija de los extraterrestres, otra galaxia de género, realismo mágico para neutralizar o pulverizar el infierno que le hacen sentir, no sentirse hija de sus padres, no poder serlo.  

La inmensidad también es este vacío en el que solemos pendular, social y económicamente, el salto de la pantalla a la vida y a las calles una vez terminada la película, donde el rollo del film continúa desplegándose en esquinas atestadas de personas en situación de calle, de familias en situación de desamparo desesperante.

Nuestros lejanos vecinos franceses que enarbolan la libertad, la igualdad y la fraternidad, incluso con un acto inaugural de los Juegos Olímpicos propicio a estas diversidades de la época y de las inclusiones de género, sin embargo, mantienen las barreras pétreas que el Mediterráneo plantea como muro simbólico, como nuevo muro de los lamentos -entre muchos otros- de la religión capitalista.

África, ese territorio que con toda su diversidad sigue siendo controversial para el pensamiento etnocentrista, y en el que por momentos parece que habitáramos todos nosotros, la marea de excluidos, chocando contra el muro civilizatorio.

En el film La inmensidad, una madre encarnada por Penélope Cruz vive en Italia, en un silencio pueril y tenso de lo no dicho, de lo que no se dice, que podría representar su exilio, una española viviendo en Italia, su condición de ideal matrimonial despedazado, proyectando sobre sus tres hijos juegos que, en verdad, tienen su propia lógica de supervivencia. Tres hijos, tan disímiles entre sí y tan parecidos a lo más abyecto que padece este personaje. Su hija-hijo, su Adri-Andrea, que padece el asma emocional frente a cada circunstancia en la que echa la mirada sobre la degradación progresiva de su madre, ese ser admirado y espantado con lo único que la sostiene, una belleza impar. Un pequeño niño y su obesidad mórbida, una niña aún más pequeña que juega con la comida sin poder asimilar el alimento que parece amenazante y solo puede significar variantes de como salvar a su madre: un barco que navega y no se va a pique, una flor para su mamá en el hospicio temporal. Todas esas significaciones de la representación rechazada y de la situación espeluznante de esta mujer que tiene atragantado lo que no puede decir. Todos están atragantados del sufrimiento de una madre aplastada y engañada por un marido de los recursos económicos y los grilletes. ¿Podrá Andrea, al final del film, en su incipiente pubertad retrasada, decir en canciones de la época, en fantasías alegóricas al amor reencontrado y también perdido, lo que su madre no puede?

Andrea conoce a Sara, la jovencita zíngara, la excluida, la ocupa entre nuevos emprendimientos inmobiliarios en expansión, la hija de trabajadores arrojados más allá de los bordes de la visibilidad, es el amor que nace entre dos extraterrestres. 

Es, en realidad, una película sobre la identidad, las identidades de género, también los extraterrestres que son los excluidos, los estigmatizados, los sin tierra, los aterrados porque el horror se para en el filo de los días y las noches, y esta película es el intento de contar -y cantar- que hay amor en la humanidad, y ese amor es solidario e inclusivo. La humanidad que está sintetizada en ese frágil personaje colérico que ve más allá de su educación católica, eclesiástica y parroquial, que intenta entender la sensualidad que otros aplastan en los muros de los dogmas. Si ve a una monja, ésta pierde su velo -su cofia- y alma y cabellera se sueltan como en El nacimiento de Venus de Botticelli, una Sofía Loren o una Brigitte Bardot. Si ve una hostia en el altar, las toma porque el cuerpo de Cristo es para, finalmente, rubricar el milagro de que ella es la hija de los extraterrestres. O, para decirlo de otro modo, que también es hija del exilio y el rechazo del que proviene su madre, pero para liberarse de ese atavío. ¿Cuántos provenimos del rechazo, cuántas Imane Khelif, cuántos? Porque un extraterrestre que viene de otra galaxia en condición de humano, también intenta reinstalar una dimensión que parece perdida en estos días, donde todo se reduce a la cuestión de formas y de redes intangibles, virtuales, incorpóreas. Intenta reinstalar un amor humano, universal, hermafrodita, sintetizando todos los géneros y todas las posiciones en los que los amores pueden realizarse. Los sensuales, los carnales, los parentales, los filiales, los lazos profundos que también se sostienen en la red de la amistad. Líneas y cordeles que la humanidad parece continuar perdiendo junto con las expresiones emocionales que sostenían esas palabras de amor universal.

No se trata sólo de la deportista argelina estirada y solitaria como un junco en medio de la andanada de polémicas, atiborrada de críticas que la reducen a un fenómeno de hormonas dislocadas. Viene de un país pobre, renegrido, víctima de colapsos inmensos e imperialistas, muertos y sometidos sin inscripción, como los que ocurrieron en 1961 en París. Encontró la manera de labrarse un lugar entre los muros de la exclusión y los lugares expulsivos de los patriarcados, de las niñeces crueles, de los golpeadores. Parecía que estaba en las olimpiadas de la diversidad y la luz contemporánea, pero una vez más le pegan, igual que esta época y esta contemporaneidad golpea cualquier disidencia, diferencia o disimetría. Por momentos parece un retroceso feudal en el que todos vamos quedando fuera de las murallas. 

Volviendo a la salida de ese cine de la calle Corrientes, decir situación de calle es suponer que allí hay algo urbano y locamente incluido, en una significación que es todavía ciudad, sociedad, comunidad. “Situación de calle”, hasta promete algún futuro, un posible devenir. Pienso que habría que inventar palabras nuevas, para las que la dimensión de la exclusión no alcanza para nombrar sufrimientos de los que vienen o fueron enviados a otras galaxias, los extraterrestres, los no humanos, los suicidados por la sociedad, como diría Artaud. Me gusta la otra inmensidad, la que nos permite nadar o recorrer la distancia, flotar en el vacío que siempre es creador.

En esa inmensidad, ¿quién abrazará?, ¿quiénes nos abrazarán?, ¿entre quienes nos abrazaremos?, ¿cuántas palabras nuevas tendremos que crear para hacer lugar a los extraterrestres?

 

 

 

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