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10-09-2024 Notas

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Por Leandro Diego | Portada: Tetsuya Tanaka

Vivir a unas cuadras de Plaza Miserere y caminar habitualmente por las inmediaciones de Once vuelve experienciales ciertos índices. En el último medio año, por ejemplo, y más precisamente en los últimos tres meses, el número de gente durmiendo en la calle se incrementó notoriamente en el barrio. 

En la esquina de Bartolomé Mitre y Pueyrredón a la vera de una de las entradas de la línea H, hay dos mujeres rodeadas de carritos de supermercado y bolsas de residuo llenas. El street view de Goolge confirma que llevan al menos dos años ahí. Una está sentada en una silla de plástico, la otra no se sabe. Es como una montaña de ropa que parece haber crecido del suelo. Están siempre en el mismo lugar. Nunca las vi moverse.

 

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Las narrativas que se habilitan con la muerte son infinitas. Una vez consumado el final, ninguna trama puede negarse: si los hechos permiten hilvanar un relato, ese relato, a la vez que posible, se vuelve irrefutable. Donde hay un relato, hay (o puede haber) una fe.

A mí a veces me tienta pensar que Fog me estuvo preparando para la muerte de mi padre. Un entrenamiento completo: cómo vincularse con la enfermedad y el desmejoramiento de un ser querido, pero también cómo afrontar y resolver urgencias (incluso la última). O que los quince días de caminata ida y vuelta a la veterinaria donde finalmente moriría tuvieron un sentido adicional: hacerme pasar una y otra vez por la puerta de la academia donde ahora hago Chi Kung. 

Es tan posible como irrefutable afirmar que Fog vino a (y se fue de) mi vida para enseñarme a vivirla.

 

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En una entrevista que no recuerdo, un actor que olvidé le decía a un entrevistador rándom que durante el rodaje de cierta película había aprendido una valiosa lección. Otro actor, con el que compartía varias escenas, le había dicho que los espectadores no pagaban la entrada del cine para verlos actuar, que eso era secundario. Pagaban, en realidad, para verlos a ellos, completos, en carne y espíritu, eyectados en la pantalla. Que nadie paga por tu capacidad sino por verte ahí, expuesto. Que lo que vale no es la técnica sino la entrega.

Eso es lo que hay en la voz (y probablemente también en la escritura) de Rosario Bléfari. Es eso lo que explica el interés creciente, imparable después de su muerte, que suscita en cada vez más personas. Por eso, también, se vuelve un comodín que, como Mario Levrero, puede ser usado en el mundillo del arte tanto para el bien como para el mal.

No habría que leer demasiado sobre Bléfari. Para saber por qué importa, bastaría con escuchar el tarareo ingenuo y hermoso que introduce apenas pasados los dos minutos de Un rayo de sol, el último track del EP 29:09:00 (editado en el año 2000 por el propio sello de su banda, Feliz año nuevo discos).

 

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Estoy en mi sexta clase de Chi Kung. Al igual que en la anterior llego en punto. Encuentro al maestro y sus discípulos reunidos alrededor de una mesa. El maestro habla, la gente escucha. Alguien cada tanto acota algo. El maestro descarta todo, salvo aquello que le sirva para seguir avanzando. A esto no solo lo toma sino que lo integra armoniosamente a su discurso dándole una mínima atención al hablante, apenas algo más que indiferencia. Hay que decir que lo que le acotan es poco más que nada: palabras sueltas, opiniones vulgares, lugares comunes.

El martes, la clase anterior de esta semana, dije algo. Fui ignorado. Hablé una segunda vez. Y una tercera. Me miraron pero siguieron como si nada. 

Ahora, mientras el maestro sirve té, hablan de China, de las tecnologías de reconocimiento facial, del tabaco. A una le parece increíble que, con todo lo que ya sabemos hoy del cigarrillo, los chinos fumen tanto. A otro le parece muy peligroso que tengan todos nuestros datos biométricos. Yo quise comentar el impacto que me había causado que cierto oriental con el que me había acupunturizado prendiera, entre turno y turno, un pucho que se fumaba como si fuera el Tao. Fui ignorado. Por las dudas repetí el comentario. Lo mismo. Decidí no hablar más. Tal vez sea parte de la práctica.

 

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Escribir y publicar, escribir y publicar, escribir y publicar. Un cover de la célebre máxima de Osvaldo Lamborghini, ya versionada con el cuerpo por Aira. No es una pose ni un eslogan (pero también). Es, como dijo su hermano Leónidas, tomar la distorsión y devolverla multiplicada. Pero no como intención sino como efecto: un procedimiento hecho de la más pura resignación.

Hay algo clave en esto de escribir y publicar, escribir y publicar, escribir y publicar. Al menos para mí. Para seguir haciendo, para ir hacia adelante. Para no volver.

Un poco más allá. No hacer libros. Escribir y publicar, escribir y publicar, escribir y publicar. Poemas, cuentos, capítulos de novelas, columnas, fragmentos, ideas (sueltas). Escribir y publicar, escribir y publicar, escribir y publicar. 

Que los libros los hagan otros. 

 

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Camino por Rivadavia del lado sur, ahí donde las calles pasan a su modo Boedo. Ya crucé 24 de noviembre y voy en dirección a Urquiza. En mi horizonte, la única estación de servicio Voy de la ciudad.

Veo venir a un tipo pequeño, tamaño jockey, algo calvo. En su paso hay decisión. Se mueve con vehemencia, como si supiera muy bien a dónde va. De pronto se para, como ante lo inesperado e inevitable. Como ante Dios. Sonríe y empieza a acariciar la cabeza de la vaca que la carnicería El manjar pone cada mañana en la vereda. 

 

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Romi fue a comprar a lo de Maruja y descubrió que no era ella la autora de los carteles que decoran la fachada de su almacén. Es Washington, un tipo que cada tanto atiende el boliche y no es ni marido ni novio ni pareja de Maruja. 

Ayer lo conocí. Hablamos de los carteles. Tienen errores, dijo. A propósito. Los subo a Tik Tok y la gente comenta. Por los errores. Es marketing, aclara. Acá pasa lo mismo. Cada tanto pasa uno que lee y se mete a corregirme. Y una vez que entró al local, listo. Ya gané. 

 

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En Rivadavia y Misiones, como al pasar, una mirada se encuentra con la ventana de un bar y, en ella, con la cara de un tipo. La encuentra justo cuando el tipo muerde un tostado. Más precisamente en el momento en que un hilo de queso queda pendiendo entre su boca y el sándwich. El tipo empieza a separar su cara del tostado, estirando el queso con la esperanza de un corte. El movimiento es, todavía, apenas un anexo del acto de comer. Una situación normal, esperable. Pero el hilo de queso se resiste. Se produce un cruce de miradas. Ahora el tipo se sabe mirado.  Advierte la demora: lo que tenía que resolverse, algo que parecía banal, una acción aledaña a la de comerse un sándwich, está tardando demasiado. Se da cuenta de que para ese que mira, él, el tipo, siempre va a ser el tipo del sándwich, una cara sin expresión, vaciada de todo ser, de la que pende, eterno, un hilo irrompible de queso.

 

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Crecí con gente que se fija en las formas y no atiende (porque no quiere, porque no puede) a los contenidos. Soy fruto de la máxima indiferencia. De los que señalan y no se gastan siquiera en intentar entender lo que no pueden concebir. De los que han hecho de su falta de curiosidad un motivo para perder la fe en la especie. 

Los mismos que disfrutaban de una Cristina en modo déspota critican los modos de Milei. Las mismas que odiaban la verticalidad comunicacional de ella, se calientan con la de él. 

Las formas son una fantasía de época. La forma no es el problema. El problema son los que se fijan en ella. Los que no perciben (porque no pueden, porque no quieren) ninguna clase de sustancia.

 

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Hace unos días Romi me preguntó si había visto a las dos mujeres que acampaban en Bartolomé Mitre y Pueyrredón, al lado de la entrada del subte. Le dije que sí. Que las veía casi desde que nos habíamos mudado, hace un año. Por alguna razón, con todas las veces que estuvimos a su lado esperando que cambiara el semáforo, nunca habíamos hablado de ellas.

Romi dijo que había pasado por ahí y que había olido un olor. Algo peor, mucho peor, de lo que, sin cinismo ni demagogia, solemos llamar olor a indigencia. Yo no había olido nada. Le dije que estaría atento la próxima vez que anduviera por ahí. Nos quedamos hablando del tiempo que hace que las veíamos, de que siempre estaban igual, de que nunca las vimos moverse. Romi preguntó si alguna vez se levantarían o si vivirían allí, sentadas. Me contó sus dudas alrededor de la más obesa, la que siempre estaba envuelta en largas ropas. ¿Podía levantarse?

No tengo idea de cuánto tiempo pasó desde esa charla hasta que volví a pasar, solo, por esa entrada de la línea H. Pero cuando pasé ya no estaban.

 

 

 

 

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