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04-09-2024 Notas

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Por Pablo Manzano

Esto que consideramos vida es el sueño de la vida real,
la muerte de lo que verdaderamente somos.
Están trocados para nosotros los mundos.
Cuando creemos que vivimos estamos muertos.
Vamos a vivir cuando muramos.
¿Pessoa?

 

 

La mente y el cerebro son lo que cada filósofo o científico quiere que sean, para que encajen en su marco de creencias. Hay creyentes dualistas, creyentes monistas, creyentes idealistas y materialistas. Lo que no hay son respuestas claras. 

En El error de Descartes (1994), el célebre Damásio refuta al primer célebre dualista (aquel con un ojo en la razón, otro en Dios y otro en la hoguera), quien habría instalado la convicción de una sustancia tipo mente, tipo alma, tipo conciencia incrustada en el hardware. Algo incognoscible, cómo no, y por si fuera poco inmortal. El neurocientífico portugués es a su vez refutado por proponer un monismo contradictorio en el que la mente es una creación del cerebro (para ser exactos, representaciones neurales o mapas). Si así fuera, se comenta entre filósofos, entonces la mente no podría ser más compleja que el cerebro (sería más bien como un programa limitado por las capacidades de otro programa que lo creó); el yo no sería consciente de sí mismo, ni capaz de reflexionar o reinterpretar. En tanto que sí lo es, que opera a un nivel superior al de una red neuronal, resulta evidente su independencia respecto del cerebro, un hecho que debería (dicen) obligar a Damásio a abrazar el dualismo: impensable, concluyen algunos sabios (la mayoría ignotos), para alguien que ha hecho fama y fortuna divulgando los errores de René.

La realidad, dicen otros, es toda material y nada mental. En este bando se presagia la eliminación de conceptos como mente y conciencia a medida que avance la neurociencia, y se definen todos los conceptos mentales (creencias, deseos) como erróneos (ángeles, demonios), en el mejor de los casos inventos de la psicología que han de reemplazarse por explicaciones neurobiológicas. Los menos hooligans, si bien admiten la mente (si no, nadie pensaría –ni creería en– nada), la consideran ajena a la realidad. El rojo del tomate serían neuronas interactuando, ya que ese rojo no existe en sí mismo en la (única) realidad material: independiente, inobservable, inaccesible. El tomate en sí no es rojo, rojo es tal como se nos aparece. ¿No era ese idealista de Kant algo materialista también? Ese rojo mental estaría generado por mi cerebro, como si fuera una alucinación. Un sueño.   

En su conocido artículo de 1974, Nagel se preguntaba cómo es ser un murciélago. Ni siquiera el Batman de Alfredo Casero en el diván lo habría convencido: «Yo siento ser murciélago y lo siento con el alma». Imposible saberlo, concluía el filósofo estadounidense. A lo sumo sabremos cómo son los murciélagos para nosotros, lo que el ojo del murciélago le dice al cerebro del científico. El artículo de Nagel establece las dificultades intratables de la conciencia y los límites del reduccionismo, de la objetividad para tratar la subjetividad. Ni el color, ni el dolor, ni el placer –se deduce de lo que dice Nagel–, son abordables desde un enfoque cuantificable. ¿Es el agua algo que refresca o simplemente H2O? El rojo en su inmensa variación de qualias (en cada sujeto en el mundo) no es algo físico ni público, más bien mental y privado, por lo que no podría ser explicado en términos electroquímicos. «Un pensamiento no tiene carga eléctrica como las neuronas –alega un joven filósofo en un vídeo divulgativo–, las neuronas no piensan en París». (Ni en un cuerpo apetitoso). Nagel es ofertado a menudo en todos los kioscos virtuales de filosofía. 

A veces da la impresión de que el límite de la filosofía está en señalar los límites de la ciencia. Algunos anuncian que el método está en crisis, otros dan por muerto al materialismo (como interpretación filosófica de la ciencia) y enumeran los clavos en su ataúd. Celebran, o al menos parecen alegrarse (y de paso reclamar más fondos de investigación para filósofos no materialistas) de que la neurociencia no haya conseguido siquiera poner la primera piedra de una teoría que sirva para justificar experimentalmente cómo es posible que de un órgano físico como el cerebro se genere o emerja la experiencia subjetiva. Los argumentos filosóficos no materialistas, obviamente, no carecen de solidez (al menos para un Laie como yo). Tampoco de fe.  

Se argumenta, por ejemplo, que si fuera el cerebro el que genera la conciencia, entonces la expansión de la misma (mediante drogas psicodélicas, por ejemplo) debería ir acompañada de un aumento en la actividad cerebral, cuando lo que ocurre es más bien lo contrario: la actividad cerebral disminuye ante una experiencia más rica de la conciencia (más flashera, como dice la gente de más de 50). Se argumenta también que los procesos cuantificables en un cerebro van acompañados siempre de una experiencia interior, lo que no sucede en una computadora (no al menos de momento). Esa experiencia consciente es lo único de lo que se puede estar seguro, en tanto que se accede al mundo mediante ella, en tanto que la materia del materialismo, esa realidad exterior independiente de la mente e inobservable, sí (y solo) se puede observar en el interior de la conciencia. Afirmar entonces que el tomate en sí no es rojo y el rojo solo manifestación solo serviría para explicar lo de allá afuera, y no el rojo flagrante en mi mente. Afirmar que lo de allá afuera no es en sí mismo experiencial (cuando sí lo es en mi interior) sería meterse en un jardín, y en definitiva esa afirmación materialista es lo que habría creado (no la conciencia sino) el gran problema de la conciencia.  

Entre intentos frustrados aparentemente reduccionistas por explicar la experiencia subjetiva, la ciencia (en el marco de la complejidad y los llamados nuevos materialismos) habría creído encontrar «una salida desesperada y poco convincente». Una variante cool del reduccionismo, ligada al concepto de emergencia. Según este enfoque moderno, ciertos fenómenos complejos emergen de la interacción de las partes, pero con propiedades nuevas y no reducibles a esas partes. La conciencia, por ejemplo, es considerada una propiedad emergente del cerebro, como la liquidez es una propiedad emergente de las moléculas del agua. Extrapolación tramposa, dirían los idealistas, que una vez más no compran: siguen viendo reduccionismo respecto de una conciencia irreductible. ¿Cómo podría emerger la experiencia subjetiva de procesos físicos objetivos y una base física cerebral? ¿Cómo se pretende hacer emerger algo de la nada? ¿Acaso hay algo en las partes del cerebro y sus interacciones, por muy complejísimas que estas sean, que explique por qué soy consciente? Es como intentar explicar el universo entero, diría el idealista, mirando a través de la mirilla de una puerta.   

Para los idealistas la solución al gran problema de la conciencia estaría en explicar los postulados del materialismo sin materialismo. Es cierto, consienten, que habitamos en una realidad que es independiente de nuestra voluntad y en la que no podemos influir mediante la mente (no se hacen cargo de la dopamina del pensamiento mágico: las energías, el poder de la mente, creer es crear, chamanismo, extrapolaciones de Jung o la cuántica y otras vías aspiracionales de incidencia en la realidad newtoniana). Pero no se puede decir que esa realidad de allá afuera esté fuera de toda conciencia. Para el idealismo la clave estaría en concebir una forma de conciencia que no sea individual. Porque aceptar que hay algo allá afuera no significa asumir que sea distinto de mi vida interior. Porque el mundo exterior es mental, es experiencia consciente: eso es lo que deberíamos inferir de la materia. La solución para conectar mente y materia sería entonces una mente universal que lo experimenta todo. Lo de allá afuera no es otra cosa que la mente de la naturaleza. Una conciencia que no es creada ni emerge de ninguna parte, porque siempre ha estado allí. Una conciencia cósmica, transpersonal, en la que todos habitamos como en un sueño. No estamos soñando, sino que nos están soñando.

Curiosamente desde la ciencia (desde la cuántica) también se ha planteado la idea de que la realidad material y la multiplicidad de mentes son manifestaciones de una única conciencia subyacente. Lo planteó Schrödinger en Mente y materia, inspirado por Spinoza y el hinduismo. Para el físico austriaco el ser individual es idéntico a la realidad universal. La conciencia se experimenta en singular, pero da el salto a la unicidad: «El número total de mentes es solo una». Según Schrödinger, que el universo y la conciencia estén hechos del mismo material es lo que permite hallar las leyes que rigen la naturaleza. Dijo Schrödinger en una entrevista: «Puede que la vida fuera el resultado de un accidente, que esté confinada a un pequeño espacio de tiempo y que llegue al final, pero esto no sucede con la conciencia». (The Observer, 1931). También para este idealista cuántico la conciencia siempre estuvo y estará.

He oído que algunos neurocientíficos y astrofísicos sostienen que el cerebro y el universo a nivel topológico se parecen mucho. ¿Pero cómo funcionaría esa conciencia que a todos nos sueña? ¿Cómo se formarían las conciencias individuales dentro de la conciencia universal? Según el joven filósofo de los vídeos divulgativos, la gran mente de la naturaleza, esa que todos integramos, vendría a ser como una mente con trastorno disociativo, y cada uno de nosotros sus otros (alters): con pensamientos, memorias, y personalidades diferentes en total desconexión. «Por eso no puedo saber lo que tú piensas, porque estamos disociados de los procesos mentales del universo». El universo caracterizado como un paciente cósmico trastornado con múltiples identidades, cada una de ellas con su experiencia subjetiva y su propia perspectiva, viendo a los otros alters (las otras mentes) como personajes de una realidad de cosas separadas y diferentes. «Pero la expansión de la conciencia, por diferentes vías, suprime las diferencias, derriba las barreras disociativas y permite tener acceso a un campo mayor de experiencias dentro de la mente universal». Parece que así es como el idealismo le gana al materialismo en materia de explicaciones. Con beneficios prácticos, además. Porque si la mentalidad materialista da por supuesto que el fin de la vida es el fin de la conciencia, el vídeo divulgativo en cuestión promete un más allá. La muerte, como un viaje psicodélico, permitiría acceder a un nuevo estado de conciencia. La muerte como «reintegración en un contexto cognitivo mucho más rico». 

Los comentarios a pie de vídeo eran elocuentes. Gente que aspiraba a suprimir la diferencia entre el yo y lo que no lo es, para unirse con el Todo. Gente que por fin experimentaba (y agradecía) el consuelo ante la pérdida de un ser querido, comprendiendo que ese ser no ha muerto sino retornado a la mente de la naturaleza. Yo, por mi parte, me preguntaba qué hay del libre albedrío, del bien y el mal, si todo no es más que el despliegue onírico de una mente trastornada universal. Y me acordaba también de los heterónimos de Pessoa, que, aunque no confundía ficción con realidad ni a él mismo con sus otros poéticos, se desdoblaba, según dicen, en un afán de totalidad, para ampliar el campo de sensibilidad, abarcar infinitas perspectivas y transcender la vida cotidiana: desintegrarse para integrarse.  

Ya estaba dando por concluido este texto cuando di con un artículo del escritor mexicano Jorge Volpi: «El cerebro de mi padre», lo que me llevó a añadir este párrafo final, volviendo de alguna manera a los argumentos del comienzo. ¿Y si la vida mental –se pregunta Volpi– solo derivase del comportamiento de nuestras neuronas? ¿Y si todos nosotros no fuéramos más que nuestros cerebros? ¿Y si yo estuviera solo aquí? (Me apoyo el índice en la sien, como Volpi, y pienso en otro escritor, David Foster Wallace, quién, antes de dispararse, se había preguntado por qué casi todos los que se disparan apoyan el caño en la sien). El mexicano admite que sus preguntas son (además de provocadoras) tan desoladoras como la evolución y la frase de Dios ha muerto. Porque de ser así, no solo implicaría que nuestra experiencia permanece enfrascada en la «gelatina neuronal», sino también que con una enfermedad mental (como la que describe Volpi que sufrió su padre) la conciencia se deteriora y el yo se extravía, se esfuma, desaparece. No hay respuestas claras respecto de cómo surge la conciencia, pero ¿por qué no habría de surgir de un torbellino de sinapsis? ¿Por qué habría de ser imposible que de esos flujos surgieran todas las ideas que nos formamos, tan insólitas como extrañas? La idea de la inmortalidad, por ejemplo. La idea surgida de la conciencia de que la conciencia jamás se desvanece, de que nuestro yo de alguna manera sobrevivirá, cuando, insiste Volpi, lo que ocurre es que una vez que muere el cerebro la conciencia muere con él. La ventaja, concluye el escritor, es que la muerte no puede arrebatarnos del todo a nuestros seres queridos («Escribo esto para mantener a mi padre conmigo»), ya que (también los materialistas ofrecen consuelo) nos basta con pensarlos (soñarlos) para que estén vivos. «En nuestras neuronas».

 

 

 

 

 

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