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02-09-2024 Notas

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Por Luciano Sáliche

I

A Marcel Chevalier siempre le gustó la muerte. 

No creía en fantasmas pero sí en el infierno: el basurero de la humanidad. Su más profundo deseo era ser verdugo: dejar caer la guillotina sobre los más repugnantes criminales de Francia, restituir el orden del mundo, establecer la justicia definitiva. 

¿De dónde venía esa fascinación? De un grabado de la revolución francesa: la ejecución de Luis XVI en 1793. El pequeño Chevalier —creció en los Altos del Sena durante los años de entreguerras— miraba el dibujo y se imaginaba en el lugar del verdugo, un hombre de apellido Sansón, que sostiene de los pelos la cabeza del rey y se la muestra al pueblo mientras la sangre sale de a chorros.

Adolescente, incluso adulto, seguía soñando con la mañana del regicidio, los gritos de la gente, el sol inmenso, la brisa cálida, el golpe seco de la cuchilla, el clamor extasiado. Se veía a sí mismo extendiendo las manos, mostrándole a la multitud la belleza de la sentencia final. Pero no podía: trabajaba en una imprenta y, a diferencia de Sansón, no provenía de un largo linaje de verdugos. 

Pero un día conoció a una chica. Una chica que tenía un tío. Un tío que tenía sangre asesina: era verdugo de carrera. Se llamaba André Obrecht. Se enamoró de ella y de todo lo que representaba, se casaron enseguida y también enseguida consiguió el anhelado empleo. Fue en 1958. Tenía 37 años. 

II

En total, presenció cuarenta ejecuciones (más de la mitad eran miembros del Frente de Liberación Nacional de Argelia). Inmutado, robótico, acompañó a cada condenado hasta su muerte y observó con paciencia y perplejidad cada decapitación. 

Luego de dos décadas de voyeurismo y burocracia, finalmente ocurrió: ascendió a jefe, a ejecutor. 

Al primero que mató fue a un tipo que violó y asesinó a una nena de ocho años. La tarde del 23 de junio de 1977, en la ciudad de Douai, cuando el filo del metal atravesó el cuello de lado a lado, sintió que un fuego repentino le recorría las venas. Se sintió un héroe silencioso, el engranaje final de la máquina del bien.

Tomó la cabeza con sus manos —estaba caliente, el pelo notablemente grasoso, los ojos exageradamente abiertos— y se la mostró a los presentes. 

El segundo fue un hombre que había torturado largamente a una mujer hasta matarla. Ese 10 de septiembre de 1977 en Marsella volvió a sentir el fuego de la muerte y fue más expansivo, más poderoso, más adictivo. 

Sentía orgullo de sí mismo: era una experiencia nueva. Llevó a su hijo a las dos ejecuciones. Quería prepararlo: iba a ser verdugo, como su padre. Creía en las tradiciones. Nunca tuvo una. Esa sería la suya.

III

Pero no hubo tercera vez. No hubo nada más. 

Al poco tiempo prohibieron la guillotina como método y en 1981 se abolió la pena de muerte. No podía ser para siempre; solo la muerte lo es.

Los vivos debían seguir. Chevalier lo estaba. Le quedaba poco dinero y unos años de vida laboral: volvió a la imprenta. La prensa lo buscó para hablar del tema: todavía mucha gente estaba a favor de matar asesinos y delincuentes. Chevalier también y cada vez que pudo lo dijo. Pronto el tema dejó de estar en agenda y su teléfono dejó de sonar.

Cuando se jubiló, se mudó a un pequeñísimo pueblo en el interior. Nunca dejó de pensar en la posibilidad de volver, de que el gobierno recapacite, de que la sociedad retome la noble tradición de eliminar la lacra social. 

Podía ocurrir: volver todo atrás, recuperar el trabajo, que le pidan disculpas, que todo sea como antes. En un galpón estatal, juntando polvo, bajo lonas oscuras, la guillotina lo estaba esperando. Podía ocurrir. 

IV

Los últimos años de Chevalier fueron largos, monótonos, envueltos de un silencio sepulcral. La espera lo carcomió por dentro. Murió en 2008, a los 87 años. 

El último mes lo pasó internado en la clínica Saint-Cœur de Vendôme. Hablaba solo en un murmullo ensimismado y, de pronto, a los gritos, pedía ayuda. Decía que dos hombres, dos asesinos, dos repugnantes criminales se le aparecían a mitad de la noche. Y detrás de ellos, cuarenta más, la mayoría negros. 

No eran fantasmas; Chevalier no creía en esas cosas. Los tipos balbuceaban palabras que él no podía o no quería entender. Su familia, preocupada, mandó a revisar las cámaras de seguridad del hospital: no encontraron nada raro.

Chevalier murió con los ojos abiertos.

 

* Portada: Detalle de un grabado anónimo de la ejecución de Luis XVI.

 

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