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Por Juan Jorrat
Admirado por Graham Greene y John Updike, el escritor japonés Shusaku Endo (1923-1996) se convirtió al catolicismo a los doce años. La tensión que le tocó vivir a partir de esta conversión en un país eminentemente budista y la dura persecución histórica que la religión católica sufrió en Japón fue reflejada en su novela Silencio (1966), llevada a la pantalla por el director Martin Scorsese en 2016. Lector de François Mauriac, Paul Claudel y George Bernanos, entre otros, Shusaku Endo pasó gran parte de su vida luchando contra la tuberculosis y una salud frágil. Entretanto, estudió literatura en Francia, en la Universidad de Lyon, lo que significó que siempre fuese visto como un extranjero no solo en Europa, sino en su propio país ya no solo a causa de su religión, sino también por su formación y una temática novelesca ajena a la tradicionalmente japonesa. A pesar de eso, o quizás por eso, se barajó durante bastante tiempo la posibilidad de que Endo ganará el Premio Nobel, pero, como su compatriota Yukio Mishima, solo resonó como candidato.
Basada en hechos reales, El mar y veneno (1957) es una novela situada en Japón durante el fin inminente de la Segunda Guerra Mundial y la inevitable derrota del país a manos de las fuerzas aliadas. En esas circunstancias, un grupo de médicos japoneses decide llevar adelante en una pequeña localidad una serie de experimentos con prisioneros de guerra estadounidenses. Los experimentos consistían en inyectar agua salada o aire en sus venas o cortar sus tubos bronquiales para determinar el tiempo de supervivencia.
Lejos de presentarnos a los médicos como a unos asesinos despiadados, Endo nos muestra que, incluso aquellos que se dedican a tratar enfermedades, son sujetos pasivos de la competencia y el afán de ganarse un lugar de privilegio en el mundo. En este caso, la novela narra la puja entre dos grupos antagónicos de médicos que buscan hacerse con el decanato de la facultad de medicina. Los miembros de jerarquía de uno de estos grupos harán lo que sea con el fin de conseguir su objetivo: en este caso, los experimentos con humanos. Tras la rendición de Japón, sin embargo, los médicos encargados de llevar adelante las vivisecciones fueron llevados a juicio y varios condenados a prisión perpetua. Solo unos pocos consiguieron penas leves, entre ellos, el protagonista de El mar y veneno, el doctor Suguro.
En la novela hay una visión comprensiva de lo que Suguro hizo durante la guerra y es entendible cierto grado de empatía con el personaje, al que le cabe una pena menor puesto que él era un interno sin peso ni capacidad de decisión dentro del hospital. Al comienzo del libro se narran las experiencias de dos veteranos de guerra japoneses que, durante la guerra con China, cometieron no solo crímenes contra sus enemigos, sino que uno de ellos se jacta de hacer “lo que quisieron con las mujeres”. De tal modo, existen hombres a los que se les perdonan sus crímenes y otros a los que no, pese a que entre los primeros están quienes actúan conscientemente y se vanaglorian de ello. El porqué de esta distinción forma parte de las injusticias intrínsecas que necesariamente conlleva toda guerra.
La compasión en la medicina
El tema de la novela es dilucidar cómo fue posible que un grupo de residentes médicos se comprometieran a llevar adelante experimentos y no sintieran culpa o remordimientos por lo que hicieron. Ya sea por ambiciones personales o desinterés, todos los que participaron de las operaciones parecen compartir un sentimiento de indiferencia total por la vida en un contexto de guerra y bombardeos permanentes, excepto Suguro. El sí tuvo sus dudas y temores con respecto a los experimentos en los que participó y la íntima convicción de que, algún día, tendrían que responder por lo que hicieron. Endo comparte la misma visión de Graham Greene en lo que respecta a los dilemas morales que enfrentan sus personajes: los hombres deben elegir entre un bando u otro, y pese a sus dudas y debilidades, son instrumentos de las fuerzas diabólicas del mundo.
A diferencia de una situación apremiante en la que hay que llevar a cabo una orden que no puede desobedecerse y cuya negativa puede ser funesta, el protagonista de El Mar y veneno podría haberse negado a participar sin perjuicio alguno, entonces ¿por qué no lo hizo? En una ocasión, uno de los médicos le dice a Suguro: “Hoy en día todo el mundo está camino de la salida. El pobre bastardo que no muere en el hospital tiene ocasión cada noche de morir en los bombardeos”. ¿Se “contagió” Suguro de la apatía del resto de sus colegas y decidió dejarse llevar por el deseo de sus superiores? Por supuesto que no lo hizo para ganarse un lugar en el mundo de la ciencia. Sabemos desde el comienzo que Suguro se vio a sí mismo como una parte ínfima de una gran maquinaria; las rencillas entre los colegas médicos durante la guerra nunca le importaron y lo único que lo mueve es el afán de salvar la vida de los heridos de guerra. Sin embargo, uno de sus colegas trata de advertirle que la vida de un médico, lejos de estar caracterizada por la compasión o la sensibilidad hacia los pacientes, se parece más a una competencia por hacerse un espacio en el mundo, lo cual incluye matar enfermos con el objetivo de alcanzar nuevos descubrimientos. Por lo tanto, una de las sugerencias que le hace es la de no preocuparse demasiado por los pacientes.
Cuando se deciden a llevar adelante las vivisecciones, Suguro era un interno en el hospital de Fukuoka que se desempeñaba atendiendo pacientes enfermos de tuberculosis. Los directivos del hospital deciden llevar adelante estos experimentos con humanos bajo el pretexto de lograr importantes avances científicos. La propuesta no carecía de fuerza: los soldados norteamericanos eran vistos como enemigos que bombardeaban y mataban a civiles inocentes, debido a esto el alto mando japonés los había condenado a muerte. Por ese motivo, Suguro y el resto de los participantes de menor rango son convencidos de llevar adelante los experimentos con el argumento de que, si no morían a manos de los médicos, lo harían inevitablemente a manos de las fuerzas armadas japonesas. Ante este panorama, los médicos optan por poner en práctica los experimentos con la excusa de que, al menos, quizás lleguen a algún descubrimiento científico. La extracción de los pulmones de los prisioneros, por lo tanto, se justificaba entre los médicos japoneses como un modo de desarrollar un método para combatir la tuberculosis estudiando hasta qué punto se podían cortar las vías bronquiales sin perjudicar al paciente.
Historias personales
Con un estilo claro y conciso, Endo narra los pormenores de las operaciones que se vivieron día a día en el hospital japonés asediado debido a los constantes bombardeos estadounidenses. Así, somos testigos de las muertes diarias de un hospital en el que la tuberculosis y los heridos de guerra abundaban de igual manera. Dentro de los dos grupos de médicos que están pugnando por hacerse cargo con el decanato, está el de Cirugía Uno, conformado por dos médicos expertos e inescrupulosos que tienen la idea de hacer los experimentos con los prisioneros y tres miembros de menor jerarquía: la enferma Ueda, el asistente Toda y Suguro. En la novela se narran las historias personales de la enfermera Ueda y el asistente Toda, pero el gran ausente es Suguro. Nada sabemos sobre su pasado, cómo fue que se hizo médico o que lo llevó a serlo. Lo único que sabemos es que con posterioridad al juicio continuó ejerciendo la medicina y atendiendo a pacientes aquejados de problemas pulmonares en una pequeña localidad, tratando de pasar inadvertido para la sociedad.
En el caso de los asistentes Ueda y Toda, estos tuvieron sus experiencias anteriores a realizar los experimentos que moldearon sus respectivas abulias para con el sufrimiento humano. De la enfermera sabemos que su principal ambición luego de casarse era quedar embarazada y que lo consiguió. Pero una vez que estaba por tener al bebé, se produjo una complicación durante el parto. Su bebé murió y ella nunca más pudo quedar embarazada. Esto la afectó gravemente y luego de dos años decidió abandonar a su marido, instalarse en un departamento cerca del hospital para trabajar como enfermera y adoptar un gato que durante la guerra, debido a la escasez de comida, le robaron. Cuando le pidieron que participará en los experimentos la enfermera contestó: “No lo haré por mi país porque eso no significa nada para mí. No me importaba si Japón perdía o ganaba la guerra, ni si la ciencia avanzaba o no. Todo eso me daba exactamente igual.”
El asistente Toda también comparte la falta de pecado o remordimiento de Ueda. En la novela nos narra su adulterio con su prima o la vez que dejó embarazada a su criada y la practicó un aborto. Él mismo insiste que cuando le pidieron participar en los experimentos sentía un cansancio por todas las cosas que le habían pasado que sin pensarlo demasiado terminó por aceptar ser parte y está convencido de que jamás la sociedad podrá juzgarlo por lo que hizo. Una vez que el prisionero estuviera dormido, los cirujanos cortaban la caja torácica, raspaban las costillas y extirpaban el pulmón izquierdo y paulatinamente el derecho, hasta producirle la muerte. Durante las operaciones, Suguro permanecía aparte, apoyado contra la pared, completamente impasible, con remordimientos por lo que estaba sucediendo delante de él, pero incapaz de articular una sola palabra o poder hacer algo para detener la vivisección. De cualquier manera, su presencia quedaría grabada por una filmación del propio ejército, de forma tal que ya no podría desligarse judicialmente de lo que ocurrió. Suguro se decía a sí mismo que era inocente porque él solo observó, pero su conciencia le responde que, justamente por eso mismo, es culpable. No hizo nada, y el no hacer nada marcaría su vida para siempre.
La vida después del juicio
Ya cumplida su condena, Suguro se instala en una pequeña localidad llamada Matsubara y, alejado de las grandes ciudades, vive como una suerte de paria, tratando de evitar el contacto social y cargando la culpa por lo que hizo. Sus vecinos no pueden dejar de percibirlo como un hombre extraño, taciturno y melancólico, pese a que ponderan sus cualidades y su pericia como médico. Algunos años después de finalizada la guerra, un paciente interroga a Suguro por su participación en las vivisecciones. Todavía no sabe por qué no pudo negarse a llevar adelante los experimentos, solo sabe que, si hubiera podido reaccionar ante el mandato de sus superiores, no hubiera aceptado. Suguro dice que durante ese tiempo (el de la guerra) “no se podía hacer nada, ahora no estoy seguro, si me viera en la misma situación quizás volvería a hacer lo mismo”, con lo que demuestra que su convicción es algo endeble y, si bien puede haber un arrepentimiento, es difícil juzgarlos desde el presente. Por otro lado, uno de los médicos jefes que encabezó las vivisecciones decidió suicidarse para no enfrentar la pena de prisión perpetua.
De la vida de Suguro con posterioridad al conflicto poco sabemos. Se casó y tuvo un hijo, y optó por el ostracismo. Aunque aparentemente siempre supo que terminaría así, los experimentos y la condena fueron un motivo más para alejarse del mundo y tratar de pasar inadvertido. En ningún momento de la novela aparece en boca del protagonista la trillada frase de que “solamente obedecía órdenes” o un intento de culpar a sus superiores. Luego de aceptar participar en los experimentos, Suguro y Toda tienen una breve discusión sobre lo que están a punto de realizar. Toda le sugiere que puede negarse y que cuando un hombre está perseguido o acosado por su destino o las fuerzas humanas, aquello que lo puede ayudar es Dios, que no tiene que importarle a nadie “si Dios existe o no: todo será igual”. Una vez terminadas las vivisecciones, Endo escribe que Suguro no pudo seguir. Lo que daba para pensar que no podría continuar viviendo con su conciencia. Pero lo cierto es que sí pudo continuar. Suguro continuó su vida y su labor como médico no se vio afectada. De hecho, pudo hacerse de una clientela que confiara en él y ganarse el respeto de sus vecinos. Una de las pacientes, durante la guerra, le lee a Suguro una oración budista que sostiene que un día Buda visitó a un enfermo en grave estado y le respondió que la soledad de su sufrimiento se debía a que, antes, él no se había preocupado por sus seres queridos, por lo que cuando pasara al otro mundo tendría dolores insoportables. Finalmente, Buda se apiada del enfermo y lo cura, logrando que no cometa ninguna maldad por el resto de su vida.
Esa historia, de alguna manera, prefigura lo que será la vida de Suguro. Excepto que no tendrá la intervención en vida de un Salvador que lo cure. Si pudo encontrar consuelo o no en el catolicismo por su crimen es algo que no nos dice la novela. Y podemos intuir que no, puesto que ni al final o al principio se sugiere la posibilidad de que sea católico, lo que nos hace suponer que siguió siendo budista. O más acertado sería tomarlo como un agnóstico, que sufre de manera silenciosa y estoica su carga. Ausente de la carga religiosa que caracterizó a trabajos posteriores como Silencio (1966), El Samurái (1980) o Escándalo (1989), esta novela de Endo sentó las bases de lo que serían sus trabajos en torno a un tema central del catolicismo: el concepto de culpa y el perdón. Suguro llevó consigo la carga de un peso insoportable durante el resto de su vida y la sociedad japonesa terminó olvidándose de su participación en los experimentos. El problema, sin embargo, no es tanto el olvido en el que cayeron los hechos, sino que Suguro no tuvo la manera de conseguir el perdón, ni tampoco a quién pedírselo.
* Portada: Retrato de Shusaku Endo en el Museo de Literatura Cívica de Machida bajo la firma T. Y.
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