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Por Joaquín Gallardo
I
Aprovechando el feriado de octubre, una amiga y yo nos vamos a Mar del Plata. El frío y viento de la primera tarde nos expulsaron de la playa y recorrimos el centro viejo, plagado de jugueterías, zapaterías, turistas y alguien dentro de un disfraz enorme de Peppa Pig. En el paseo, encontramos una librería de saldos que, además, vendía chocolates, peluches y golosinas. Entre las pilas de libros vi El amor, el amor, el amor, una compilación de las columnas que escribió Carolina Aguirre (autora de Ciega a citas y guionista de Envidiosa). ¿Había una lectura más vacacional que esa?
II
Mientras mi amiga se alistaba para una salida que planeamos esa noche, preparé unos mates y me senté a leer. Carolina tenía un estilo natural, fresco, hipnótico y me hizo entrar en su relato tan honesto, claro que parecía hablarme directamente a mí. En el primer capítulo contó por qué se hizo guionista, cómo fueron sus comienzos, sus primeros proyectos y, sin anticipo, dijo que, mientras escribía el guion de Farsantes, decidió separarse. Me enganché y avancé con la lectura, atrapado por la curiosidad. Hasta que dos capítulos después, relatando una escena infantil de sus once años, contó: “Yo empecé a escribir porque tenía insomnio”. Y salí del texto. Todo lo vacacional y recreativo del libro terminó. Se despertó una alerta en mí: ¿cómo es que una niña padecía insomnio? ¿De qué se trataba eso? ¿Era un síntoma? Ella continuó: “Tenía once años, no dormía de noche y, como no me dejaban prender la tele, empecé a leer, primero mis libros, después los de la biblioteca familiar. Cuando me quedé sin novelas, me puse a escribir”. No es de difícil interpretación que la escritura guardaba una relación con su síntoma, ¿sería, acaso, una manera de taponar la falta? ¿Una respuesta a la angustia?
III
Avancé con la lectura del libro, ya no en búsqueda de anécdotas graciosas o divertidas de su experiencia como guionista, sino atento a la causa de su insomnio. En algún momento tenía que aparecer. Y hay algo de eso en ocupar el lugar de analista: recibir la palabra del otro, hacerse preguntas y esperar. Sobre todo esperar.
Cincuenta páginas más tarde, Carolina entregó un recuerdo: “La primera vez que fui al cine tenía cinco años (…) La película era Bambi, un clásico de Disney de 1942, que se volvía a dar en la pantalla grande”. De la trama de la película, Carolina resaltó: “Un día su vida tranquila (la de Bambi) sufre una tragedia: unos cazadores matan a su madre, y Bambi queda huérfano y debe irse a vivir con su padre, el príncipe del bosque (…) Recuerdo la escena de la muerte de la madre, estaba hecha con sombras y trataba de ser sutil, pero por la música y el tono parecía una película de terror expresionista. Cuando la vi me puse a llorar tan fuerte que tuvieron que sacarme del cine para que dejara de molestar a la gente. Me detuve ahí”. Esa era la escena traumática que puedo definir, en criollo, como una situación que un sujeto vive y es tan intensa que desborda la capacidad de procesamiento del psiquismo y deja una huella, una desgarradura. Freud, originalmente, lo definió como una experiencia vivida que aporta, en poco tiempo, un aumento tan grande de excitación a la vida psíquica, que fracasa su liquidación o su elaboración por los medios normales y habituales, lo que inevitablemente da lugar a trastornos duraderos.
Carolina continuó: “Afuera mi madre me abrazó y trató de explicarme que era una ficción, que en la realidad no había muerto nadie, que Bambi era un dibujo animado, que no existía, pero a mí no me importaba. Yo la miré y le pregunté si ella también se iba a morir algún día”. De este párrafo, se podría hacer una lectura sobre el transitivismo infantil, pero no es lo más importante. Si no, la respuesta de la madre que enlaza ficción y muerte. Siguió: “Desde ese día pienso mucho en la muerte. De día me distraigo en el colegio o jugando con mis hermanos, pero a la noche no duermo. Cuando me quedo sola, pienso que un día me voy a morir y me angustio. Por prevención no me llevan más al cine”.
En la secundaria, Carolina volvió al cine con sus nuevos amigos, después de siete u ocho años, a ver Robin Hood. Y escribió: “En el pico de mi éxtasis pasa algo terrible. El sheriff de Nottingham ataca la aldea por sorpresa y mata a un montón de aldeanos, entre ellos a Robin. De repente me desmorono (…) Afuera les pregunto a mis amigas quién escribe las películas, quién mata y quién resucita a los personajes, y me explican que es el guionista. Yo, que hasta entonces iba a ser artista plástica, cambio de carrera en el patio de comidas del shopping. Si tengo que morir en la vida real, al menos en la ficción no voy a dejar que se muera nadie. Quizás todos escribamos para eso. Para no morir, para no matar, para que los que queremos, de ficción o de verdad, sigan vivos para siempre”. Una vez más, pude leer ese lazo entre ficción y muerte efecto de la sanción materna: la escritura como un modo de hacer con la muerte, una prótesis ficcional, valga la redundancia, que la protege de la angustia. A partir de la palabra de su madre, Carolina hizo de la ficción un lugar de reparación de ese real lacaniano que es la muerte y nos atraviesa a todos, pero ante el cual, cada uno tiene que encontrar su manera de saber hacer y lidiar con eso.
IV
No terminé el libro, me quedé satisfecho con encontrar las respuestas a mis preguntas. Tampoco sé si voy a concluirlo. Así como en la vida, en psicoanálisis hay muchos finales: levantamiento de un síntoma, atravesamiento del fantasma, “resolución” del motivo de consulta, suspensiones abruptas. Yo prefiero dejar hoy acá, mientras el tren arranca y mi amiga insiste en mostrarme unos videos de su gato, a quien extraña.
* Portada: «Lectura a la luz de las velas» () de Petrus van Schendel
Etiquetas: Amor, Bambi, Carolina Aguirre, Cine, Disney, Insomnio, Joaquín Gallardo, muerte, Psicoanálisis, Sigmund Freud