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01-10-2024 Notas

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Por Leandro Diego

Carlos Rodríguez (también conocido como Nekro, Boom Boom Kid e Il Carlo, entre otros seudónimos) pasa música en una cervecería de Recoleta. Tomo cerveza, como hummus y muevo el pie, llevado por la novedad de grooves desconocidos: lados c del funk de los setenta que, sin artilugios de mezcla, se suceden uno detrás de otro. 

Entre Carlos y yo hay una mesa. En esa mesa hay una familia: un él, una ella y una nena de unos dos o tres años. La nena tiene rulos rubios y un buzo rosa con corazones estampados. Agita, cada tanto, una de las tantas maracas latinas que Carlos tiene entre las bandejas. 

Come hielo. Lo agarra de una servilleta que hay en su mesa. Una servilleta con varias bolitas de hielo amontonadas. La madre saca una cucharada de los restos de su limonada frozen, se la lleva a la boca, le da forma con la lengua, y devuelve una bolita maciza que pone en la servilleta.

 

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Fui a ver The substance (Coralie Fargeat, 2024), la película de género (terror, ciencia ficción) del año. Demi Moore interpreta a una estrella cincuentona que es brutalmente rechazada por el último reducto de Hollywood: el show de gimnasia de la mañana. Misteriosamente, la actriz recibe una invitación a usar la sustancia, un biohack que permite crear una nueva versión de sí mismo. Más joven, más fuerte, más perfecta. Las reglas son claras: podés vivir una semana siendo tu versión real y otra semana siendo tu versión joven, tan real como la otra. Mientras usás una, la otra descansa alimentándose por suero intravenoso. Sos las dos personas: lo que le pasa a uno le pasa a la otra. Y tenés que cambiar cada siete días. Sí o sí.

La película desemboca en una guerra entre las dos partes: la que quiere durar y la que quiere arder. Ambas, incapaces de asumir que son la misma entidad, conspiran una contra la otra por el control total de la existencia de la protagonista. 

El conflicto, como siempre, es el deseo. El deseo sin límites, librado a su pura satisfacción. Y lo que pasa, como consecuencia, en el cuerpo. 

 

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Crecí en un departamento de dos ambientes sobre un cruce de avenidas en una familia llena de miedos. No tengo, no tuve, no tendré, amigos del barrio. Lo más parecido a eso fueron las amistades de la primaria, la secundaria y los primeros trabajos: propiciadas por un azar geográfico (la persona que te sentaban al lado, aquella con la que coincidías en alguna zona común o algún transporte público) y sostenidas, cuando lograban sostenerse, en cierto bienestar físico: sentirse bien estando con otros. 

Sentirse bien entre pares, entre símiles, en la comunidad de intereses y demografía comunes que determina hoy la gente que nos circula, es otra cosa. Ofrece el bienestar de la confianza: nadie va a ofendernos ni contradecirnos (o bien porque son demasiado iguales a nosotros, o bien porque el vínculo está fundado en lo opuesto a la intimidad, una zona neutra del afecto que impide el conflicto en la misma medida que favorece el tedio). 

Son vínculos apáticos, tristes, cercados por el desinterés y desgano. 

 

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Mi madre dice que hay malestar, que la gente está amargada. Le digo que tengo la impresión de que es lo mismo que pasaba en los noventa y siguió pasando, más o menos, hasta dos mil cinco. Me escucho recordar que a partir de ahí supe percibir que el clima social había empezado, lentamente, a cambiar: que la gente se mostraba más amable. Ahora no sé si era tan así. 

Lo que no niego es que al universo del bondi volvieron las caras de culo y los olores a mugre. Caras sin afeitar, poco tránsito entre el despertar y el salir al trabajo, ropa que no se lava todos los días. Desgano y dejadez. Agravantes: más suciedad en las calles de la ciudad, más tensión en los silencios, más intensidad en las miradas.

Son rachas, dice mi madre. Esta y la hiper, dice, fueron las peores. Mi madre recuerda las épocas según cómo le pegaron, no según cómo fueron. Mi madre, que es jubilada y está esperando que le aprueben la pensión de mi padre, dice que no tiene de dónde agarrarse. Yo tampoco.

 

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En el café Roses, Corrientes y Mario Bravo, un tipo se sienta a mis espaldas. Deja sus cosas, se acerca a la barra y pide: un bife de chorizo con ensalada mixta. Define: lechuga, cebolla, zanahoria. Le ofrecen tomate. Dice que no, que no es época. Pide huevo. Se lo dan. Pide agua con gas, natural. Se sienta. 

Le vienen a servir la soda, le preguntan si quiere pan. Acepta. Le preguntan si quiere la ensalada sin sal. Quiere todo sin sal. ¿Oliva y aceto? No. ¿Vinagre de vino hay? Hay. Vinagre de vino y oliva. Oliva o aceite común, dice. Oliva, le responden. Al rato le sirven. El tipo prueba. Le preguntan si está todo bien y le ofrecen, llegado el caso, los ajustes necesarios. Está todo perfecto. Cuando le vienen a retirar el plato, dice: a la ensalada le faltó un poco de cebolla. Lo demás, perfecto. Agradecen. Le dicen que toman nota para la próxima.

No recuerdo cómo era desear así. Los fantasmas de la gordura y la pobreza me han ido domesticando en torno a la satisfacción de mis consumos más mundanos. La forma de mi deseo se ha ido disminuyendo hasta tomar la forma de lo posible. Mi universo de lo posible, no obstante, es enorme. Pero no me alcanza.

 

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Un grupo de amigos es, antes que todo, energía: aun cuando pueda haber roles definidos y uno, por ejemplo, sea siempre el encargado de la iniciativa manifiesta de juntarse o de planear algo, hay, por detrás, siempre, una estructura energética que lo sustenta y apalanca el armonioso funcionamiento del conjunto. Esa sutil red energética se puede romper por muchos factores: algunx se va, se produce una pelea, aparece la competencia entre facciones, llega unx nuevx, alguien cambia. Ahora los grupos tienen un nuevo enemigo: la imposibilidad de la distancia. La existencia de audios de WhatsApp, chats grupales e historias de Instagram que suceden entre una juntada y otra. 

Lo que me parece que está en juego es cómo nos vinculamos cuando la red ya fue perforada, cuando ya no está esa energía que hace que todo funcione solo, cuando necesita algo de nosotros para parchear los agujeros del tiempo. Cómo vivir a partir de lo que fuimos siendo lo que somos. De qué modos nos vinculamos con lo que queda. 

 

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La retórica de la periferia me aburre tanto como la de la resistencia. Ahora todxs quieren ser una cosa o la otra. Como si decir fuera ser, se autoproclaman resistencia y se aferran a la periferia, celebrando no ser centro. 

La oposición centro / periferia es vieja e inútil. Y la nueva variante me da risa: el orgullo de creerse periferia cuando no da ni para eso. 

Imaginarle a la propia intranscendencia un desprecio programático es la mejor manera de mitigar la sospecha de que, tal vez, simplemente se la merezca.

 

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Yo no aspiro a la liberación de mi ser de las cárceles que le estarían impidiendo la iluminación. No aspiro a no desear. Aspiro a vivir cada día sin que la especulación tenga que determinar mis consumos. Que mis opciones no se vean reducidas a un menú acotado para no caer en la gordura o la pobreza. 

Para mantenerme deseante necesito satisfacciones mundanas, cotidianas. Para la mayoría de ellas necesito dinero. El ciclo se repite en una suerte de agonía crónica: durante la semana trabajo, hago compras, actividad física y terapia; el finde consumo para mantener vivo lo que queda. 

Cada vez son menos los ratos libres que quedan entre generar dinero y mantenerse saludable para seguir generándolo. Cada vez necesito más tiempo para conectar con ellos: el cambio de switch ya no es tan inmediato. White trash problems. Sé que no debería quejarme. 

Pero esto no es una queja.

 

 

 

 

 

 

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