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Por Leandro Diego
Estoy en Perón, esperando para cruzar Mario Bravo, a pocos metros de la esquina. A lo lejos veo algo, una forma en movimiento. No calculo. Me muevo con la intuición del caminante. Sé que no me va a pasar ni cerca cuando haya terminado de cruzar. No voy ni descuidado ni distraído. Soy un peatón soberano. Suena una bocina. Es para mí. Ya crucé dos tercios de Mario Bravo cuando advierto que el monopatín del que proviene la bocina todavía no llegó al último cuarto de su cuadra.
El bocinazo es totalmente innecesario. A menos que su motivación no sea la advertencia (la intención de evitar un accidente) sino el señalamiento: estás cruzando mal. Aunque no estemos ni cerca de tocarnos, aunque no haya tenido que frenar o desacelerar como consecuencia de mi acción, en lugar de celebrar que podemos coexistir sin la necesidad de una constante regulación, que podemos movernos en la ciudad con una lógica superadora y orgánica basada en la atención y la confianza, este tipo prefirió tocarme bocina. A unos veinticinco metros de distancia. Y desde un monopatín.
Desmenucemos esta operación. Porque antes de señalarme tuvo que inventarme: construir alguien digno de ser señalado. Presumir una falta, un error en mi comportamiento (sin poder imaginar la posibilidad de una decisión voluntaria) y, a partir de ahí, construir, inventar un otro que le permita sentirse mejor, superior.
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El capitalismo ha sabido colonizar, con promesas tentadoras, las alteridades post baby boomers: los blogs y los foros, primero, las redes y las comunidades, después. En cada instancia el mercado atrajo las disidencias y las asimiló dándoles una identidad colectiva: la del nicho.
El mercado se sigue agrandando, pero no en cantidad. Como hace tiempo que viene dejando afuera una parte cada vez más grande de humanidad que ya no puede comprar lo que ofrece, segmenta. Ahora el mercado crece achicando, dejando afuera. Incluso dejando afuera una parte de unx mismx. Desde la aparición de internet la lógica es siempre la misma. Primero un vengan todos que deviene, con el tiempo, en un menos ustedes.
Por eso importa el Estado. Porque la lógica del mercado siempre fue la exclusión.
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Por los confines de la tercera y quinta comuna de la ciudad, hay un artista o movimiento que se dedica a pintar, en fachadas abandonadas, siluetas antropomórficas con cuernos. Son formas sólidas, a escala humana, cuyo interior está pintado de negro con desprolijas pinceladas de brocha gorda.
No sé quién las hace, no les veo ninguna firma. En mi cuadra hay una. En las cercanías hay otras y, cuando camino, trato de ir siempre atento a la espera de encontrar una nueva. Desconozco si pueden verse en otros barrios.
Me generan la atracción peculiar del peligro. Me las quedo mirando un rato, como a la espera de que pase algo, de sentir algo extraño e inexplicable, de perderme en su negrura hasta fundirme con la nada. Pero nunca llego. Sobreviene un vértigo involuntario. Como si buscara algo que a la vez no quiero encontrar, siempre termino corriendo la mirada.
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Se fue Nelson. Después de casi un año, se había convertido en mi guardia de seguridad favorito. No solo era el que más veía (el primero que empecé a saludar con un apretón de manos, de esos que parece de clan, de tribu, pero que son medianamente universales, un código que puede manejar, prácticamente, cualquier varón heterosexual) sino también el más apasionado por su trabajo.
Me enteré de su partida porque, acostumbrados a los francos y las vacaciones rotativas, con Romi le preguntamos a otro, a Víctor, cuándo volvía. No, Nelson no vuelve. Se fue. Nos quedamos sorprendidos.
Recordé que la semana anterior, había tenido un encuentro con él en la puerta. Estaba a medio vestir, como cuando Superman se abre el traje y, entre la corbata y los botones de la camisa, emerge toda su potencia condensada en una letra roja sobre un fondo amarillo. Nos saludamos. Me miró, nos miramos. Sentí el ímpetu de la comunicación. Pero no dijo nada. Yo tampoco. Fue la última vez que lo vi.
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Toda comunidad es, antes que nada, un target de consumo. El mercado, para subsistir, promueve la creación de nuevos sujetos históricos: nuevos públicos.
Por eso el peronismo es importante y, en estos momentos, tal vez amerite una reivindicación que exceda la pancarta: bien ejecutado, asimila y legitima. Dignifica y civiliza. Garantiza a los nuevos sujetos históricos el acceso a un nivel de vida que el capital per se no genera: le basta que compre y trabaje. Y cuanto más bruto el sujeto y menos digno su trabajo, mejor.
En nuestro país el peronismo fue el único movimiento que, a partir de ahí, con los nuevos sujetos históricos, pudo hacer algo más. Es también, el movimiento que dejó de hacerlo.
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Entre las cinco y las seis de la tarde, en primavera, cuando el 105 agarra Potosí costeando el Hospital Italiano, desde la perspectiva del tercer asiento individual después del escalón, y a una altura de un metro setenta y ocho, se puede ver el sol desde la claraboya (sí, el 105 tiene claraboya).
Me impacta un haz de luz muy clara. Miro, busco el origen con cierta intriga, y veo, por la claraboya abierta, la perfecta redondez del sol. La miro directamente. Con los lentes, pero la miro. Fijo. Vuelvo mi vista al interior del colectivo y percibo que algo cambió. Veo todo demasiado blanco. Y se hace notoria, tal vez más que nunca, la miodesopsia de mi ojo izquierdo. Miro el teléfono y el contenido de la pantalla me confunde: veo colores y formas, pero todo en movimiento. Enfocar parece imposible. Un poco me asusto. Pero después de un rato, lentamente, el efecto cede.
Cuando llego a su casa, después de saludarme, mi madre trae su teléfono y me muestra fotos de un eclipse, visible desde Santa Cruz, que había transmitido la televisión. Había terminado recién, hacía un ratito. Aunque el fenómeno no había sido visible desde Buenos Aires, habían sugerido no exponer los ojos al sol. Ni siquiera con lentes.
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A una cuadra del departamento en el que crecí, en San Martín 1997, está el local de M&N Decoraciones: un histórico negocio del barrio que está ahí al menos desde que nací. Vende tapizados, zócalos, terminaciones, almohadones, cortinas y un muy heterogéneo etcétera. Arriba estaba el gimnasio Yebi-Do, donde hice Taekwondo de chico.
Durante los últimos paseos que hice con Julio por el barrio, el local era una parada obligada. En algún momento impreciso entre fines de 2020 y principios de 2021, alguien en M&N había decidido empapelar la fachada con diferentes retazos del mismo motivo: una serie de figuras de cierto parentesco con los mandalas sobre un fondo blanco apenas visible, lo suficiente como para elevar la potencia de los colores (purpura, lila, magenta, cian, azul, violeta). Cada vez que pasábamos por ahí, Julio se paraba, miraba un rato, y, después de mover la cabeza lentamente, como quien niega por fascinación, me decía: qué laburo.
La semana pasada fui a ver a mi dentista, que queda cerca. En el camino comprobé que el empapelado había sido removido por completo. Sentí una tristeza que no puedo explicar del todo pero que puedo resumir así: quisiera no olvidarme de las cosas que le gustaban a mi padre.
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Fui a ver dos películas argentinas: La práctica, de Martín Rejtman, y El jockey, de Luis Ortega.
Siempre me costó Rejtman. Pero ya no. El cambio no se explica tanto por el hecho de que esta sea su mejor o una de sus mejores películas (eso no lo sé) sino más bien por esto: resignado a soportar sus recursos típicos (neutralidad actoral, ortodoxia en el guión, monotonía en las voces), en vez de escuchar a mi juicio, pude entregarme a la experiencia. Me colmaron los planos, las tomas, los encuadres y –sobre todo– las locaciones. Pude ver cine.
A la película de Ortega la están adulando por su prescindencia del sentido como si esto fuera una novedad. Juzgar una obra por lo que no es o por lo que no hace expone la pereza y la falta de curiosidad de nuestro periodismo cultural. Usar una obra para ilustrar el mundo que se quiere postular (supongamos: un mundo en el que las obras renieguen del sentido) impide tanto apreciar la obra como advertir que ese mundo (el que se quiere postular) tal vez ya exista, contenido, dentro del real, este que habitamos.
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Última fecha del campeonato local. Partido decisivo. Si gana Independiente, sale campeón. Van empatados. Penal para el otro equipo. Tensión. Silencio. Va a patear uno que lleva la diez. Toma carrera, dispara con fuerza, ataja el arquero. Da rebote. La pelota queda en el aire y, en un salto que parece eterno, se la debaten un defensor de Independiente y el nueve rival. El arquero está en el piso. Si el nueve llega antes, es gol seguro. Gana el defensor. Despeja con un cabezazo potente que llega al tercio del campo, poco antes del círculo central. La pelota le cae a Cristina.
Cristina encara. Corre. Sola. Cada tanto levanta la cabeza pero todos, hasta los rivales, saben que no se la va a dar a nadie. Se saca de encima a uno con una finta trivial. Sigue corriendo. Pisa la medialuna del área y driblea al seis que le sale sin ganas, como para ser nombrado por el relator. Cuando parece que va a encarar al arquero saca un derechazo fuerte y abajo, a una punta. El arquero se tira, se estira, se arrastra. Gol de Independiente.
Quilombo. Gritos, abrazos, puños apretados, percusiones y cornetas. Euforia. Grito el gol. Lo grito fuerte, ronco, garganta de arena. La miro a Romi, que está a mi izquierda, y le digo: tenemos presidenta. La euforia cede de pronto, como engullida por un silencio íntimo, centrípeto, que le creció de adentro. Hay movimientos en el banco del equipo rival. Suplentes, titulares y cuerpo técnico se le van al humo al juez de línea. Sus gestos sugieren un reclamo: que Cristina la bajó con la mano. Llega el árbitro. Alguien pide el VAR.
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