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09-10-2024 Notas

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Por Guillermo Fernandez

La enseñanza de la historia siempre discutió con la idea de que los hombres, cuando entraban en los catálogos o en los índices de los manuales, debían ser impolutos. Las manchas demasiado humanas no debían ser mostradas en los capítulos. Podemos pensar, sin lugar a dudas, de que la virtud o la “areté”, como la denominaban los griegos, era la aureola que acompañaba las batallas y que garantizaba la victoria.

Hombres de mármol

En la Odisea (VIII ac) Aquiles se enoja porque los troyanos matan a su amigo Patroclo. Esa ira nunca menoscaba su gloria como guerrero y referente de los aqueos; muy al contrario, lo incita a continuar la conquista de Troya. Ese quizás fue el comienzo del perfil de héroe: una entidad con dos guarismos que oscilaba entre lo humano terrenal y lo inmaculado próximo a lo divino. 

Se podría argumentar que el mundo heleno se complacía en construir semidioses para modelar conductas. La vida en la tierra requería de virtudes y de prácticas que siempre se debían encontrar en un universo tan lejano como imposible. Además, no cabía en la mente clásica hurgar en lo cotidiano para enseñar integridades. 

La escultura también irguió tallas que escapaban a la figura “real” de cualquier vecino del Peloponeso y del Lacio. Un ejemplo de esta aseveración lo constituye la dimensión corpórea del David de Miguel Ángel Buonarroti entre 1501 y 1504. Una estatua útil para que la inmensa mayoría de turistas contemplen y, a su vez, midan la insignificancia de ser “terrestres” en una ciudad como Florencia que no hace otra cosa que enfrentar al mortal con el mármol. 

¿El arte solo cumple una función estética en su combinación de texturas y materiales y su disposición en salones para las visitas guiadas? ¿En qué concluyó esa búsqueda de lo inconmensurable para “corregir” la naturaleza del desvío original? 

En su libro Los griegos y lo irracional E.R Dodds (1951) traza un eje sustancial para confrontar el mundo de los aqueos con el cristiano. Describe en sus primeros capítulos lo que denomina la cultura de la vergüenza y la cultura de la culpa. El pudor, ese sonrojarse frente a la mirada de los dioses, fue sustituido lentamente por la culpa, esa humillación por una falta que viene de lejos. 

La religión judeocristiana logró que el hombre asumiera una culpa por nacer con deseo. Entonces, la vergüenza resulta de una ubicación como humanos frente a lo sobrenatural; pero la culpa corresponde a un “pecado” impropio, hasta no merecido, por el hecho de vivir en una falta eterna. 

La historia con el tiempo necesitó catapultar los hombres terribles. El pecado venial se hizo tan común que la “culpa” tuvo que recluirse a un confesionario y a una comunión para intentar librar por un rato a los mortales de una caída atávica y que, según Sigmund Freud en Totem y Tabú (1913), estaría vinculada a la muerte de un padre. 

La maldad tan natural como el alimento en el almuerzo o la cena fue castigada no solo por el catecismo. 

La escuela y los próceres

La educación se preocupó por redimir a ciertos hombres que jamás podrían ocupar un capítulo en los libros escolares. Eliminó a través de una historia “troquelada” los perfiles menos “augustos” de los próceres. Aquello que no se podía caber en un índice de lo correcto no se contaba.

Hubo excepciones, por supuesto, para los tiranos no hubo restricciones en detallar su maldad. La falta de esa “virtud” coincidía con lo ideológico. La sangre que había, por ejemplo, en la literatura servía para mostrar el abuso del poder. 

El matadero de Esteban Echeverría (1840) descuartiza no solo al unitario sino también el Gobierno de Juan Manuel de Rozas. Se leía con obligatoriedad en la escuela para moralizar al ciudadano libre. 

Si se recorre la literatura más reciente en el país, se pueden hallar ejemplos de cómo una galería de hombres ocupa las páginas sin estar provistos de ese atributo de los seres “destacados”. Muy por el contrario, el valor de ser demasiado humanos los convierte en actores incuestionables.  

En este canon de narrativas, se leen textos como La revolución es un sueño eterno de Andrés Rivera (1995) en el que su protagonista Juan José Castelli, irrumpe en el texto acusado por su vida contraria a la moral impuesta por la iglesia, por las ideas opuestas a los valores democráticos de la Patria. 

Este tema de lo “admitido” y lo “rechazado” en la institución escolar es una hendidura abierta a través de la cual se puede pensar que la literatura puede permitirse presentar a hombres cuestionados que la “civilidad” manual de docente impugna. 

El hombre y el prócer son entidades binarias cada vez más incompatibles con una función escolar que aún añora, como en el siglo XIX, crear una matriz de ciudadanos. 

En fin, en la ciudad de Florencia, el David, en el Museo de la Ópera del Duomo, tal vez siga escudriñando un hombre con el cual asemejarse.  

 

* «David» de Miguel Ángel, creado entre 1501 y 1504,
exhibido en la Galería de la Academia, Florencia, Italia

 

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