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08-10-2024 Notas

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Por Pablo Manzano

Ver, aprender, recordar, sentir… Intentar comprender la mente a través de estas funciones cerebrales ha motivado fusiones de ciencia y filosofía (neurofilosofía). Los estudios se solapan y se integran. De ello deriva la idea de la percepción, la memoria y la emoción como fuentes de la conciencia. 

 

¿Cuánta percepción hay en lo percibido?

Al parecer no se trata de la mera captación de fotones. Ideas, abstracciones y conceptos forman nuestras percepciones, y no al revés, según Semir Zeki. Es decir, no hay percepción cada vez que vemos, olemos, oímos, sino el uso de la experiencia y el aprendizaje previos para dar sentido a lo que percibimos. Son muchas menos las neuronas que propagan señales desde los órganos de los sentidos hasta la memoria que en el sentido contrario. 

La plasticidad neuronal, entre muchas capacidades del cerebro, describe la incorporación de información nueva a partir de la adquirida antes, pero también las huellas que deja lo percibido en las redes neuronales. Por eso es posible recordar (simular). Por eso el papel de la memoria es clave. La superposición neuronal y funcional de la memoria y la percepción resulta sugerente. Así como mirar a alguien bailar activa en el cerebro las mismas áreas que se activan cuando bailamos (neuronas espejo: esenciales en la imitación y el aprendizaje), también al recordar algo se usan las mismas áreas que se usaron al percibir ese algo. Por ejemplo, el córtex que se activa al mirar una obra de arte presente en mi campo visual se activará también al recordar esa obra, aunque ya no esté disponible en mi entorno. ¿Y qué zona del cerebro se activa (pregunta inevitable) al mirar un cuerpo apetitoso y luego recordarlo sin necesidad de su presencia? Cualquiera sea esa zona de corteza, percepción y memoria se darán siempre en la misma región cerebral. De ahí que se diga que recordar es simular, fingir que se percibe (no se necesita una pantalla, si la huella es nítida basta con cerrar los ojos y ese cuerpo volverá). La memoria como simulación perceptiva de un instante pasado.

 

Ser sabio es saber pasar por alto (lo dijo William James) 

La percepción está al servicio de la acción (guía una conducta adaptativa) y los estudios dicen que se inicia antes del input sensorial. Antes de abrir la puerta de tu casa activas el mapa mental de ese espacio familiar y te preparas para actuar. De la misma manera que antes de empezar a leer un texto (como este) intentas predecir lo que dice a partir de lo que ya sabes, captar la idea general lo antes posible para poder leerlo entre líneas y volver a entretenerte (indignarte) con contenidos sobre política local o actualidad (memes, reels y otros materiales virales). Es así como la predicción modela la percepción, como la mente anticipa el presente, como el pasado te prepara para lo que sigue. Se trata de pasar por alto (fundamental, por ejemplo, cuando intentas comprender otra lengua), pues computar más de lo estrictamente necesario demanda mayor trabajo metabólico, retrasa la velocidad de procesamiento y consume recursos neuronales. El recuerdo y el conocimiento previo, entonces, permiten predecir (prejuzgar) en un proceso que prima la eficacia por descarte para que el cerebro ahorre energía (conoces a alguien y piensas: es un/una imbécil). 

La predicción, sin embargo, también consume recursos que podrían ser aplicados a una mejor evaluación y, como se sabe, es propensa al error. ¿Cómo es entonces que el cerebro favoreció evolutivamente el procesamiento predictivo? La ciencia neurocognitiva más optimista afirma que toda información o idea no concordante (lo nuevo, lo inesperado, lo que supera nuestra predicción) produce goce y permite aprender, corregir, reajustar y mejorar la capacidad de adaptación al ambiente humano y social: la masa (aunque casi siempre –quizá justamente por esto último–, prefieras seguir con tus filias y fobias intersubjetivas: equivocarte en masa a tener razón solo/a). 

Pero pongamos un ejemplo de algo inesperado y más próximo a la desazón que al goce. Imaginemos un rostro atractivo y un cuerpo apetitoso que activan tu sistema de recompensa (según la psicología social, lo bello es bueno; según la neuroestética, el córtex que responde a la belleza de la gente es el mismo que responde a los actos morales). Esta promesa de recompensa podría impulsarte a actuar (en un acto, hoy en día, quizá no del todo moral). Quedarte sin recompensa hará que más tarde (además de cerrar los ojos y fingir que percibes) corrijas, reajustes, te adaptes y en el futuro tu cerebro ejecute otro programa de acción. Es así como se supone que lo inesperado, lo que supera tu predicción, más allá de que te produzca goce o desazón, debería ampliar tu experiencia en favor del aprendizaje y de una conducta adaptativa. Lo más probable, sin embargo, es que vuelvas a estrellarte.

 

El solo hecho de recordar

Pasar por alto es también un mecanismo de la memoria: para poder olvidar, abstraer, pensar. Para no acabar como Funes. Olvidamos para recordar y recordamos según nos conviene/convence. Hay memorias y memorias. La implícita no es consciente ni declarativa; es clave en el aprendizaje motor (para bailar, ir en bici, conducir, tocar el piano). Las otras son explícitas, nos hacen declarar, verbalizar, manifestar, evocar, construir y representar eso que llamamos realidad. Memoria épica, episódica, colectiva, lírica, histórica. Diferentes maneras de recordar (recuperar). Pero, como se sabe, el solo hecho de recordar altera la memoria de lo recordado. La magdalena de Proust (cómo no mencionarla) es considerada un disparador, un estímulo externo que provoca una reacción bioquímica en el cerebro (engrama o reminiscencia), lo cual no produce un recuerdo, más bien una configuración del mismo. Para Freud, para James (y parece ser que hoy la neurobiología lo confirma) la memoria es dinámica y se reorganiza. La memoria episódica es la más vulnerable y la menos fidedigna; su recuperación suele ser falaz. Según la escritora noruega Siri Hustvedt, sus episodios se contagian, se reimaginan, se recuerdan según las necesidades de cada uno y a veces son pura ficción.

 

Lo que te saca de juicio

Funes no solo no podía olvidar, tampoco discriminar lo relevante de lo que no lo es: un extrañamiento bobo ante estímulos irrelevantes, como el de un cerebro psicodélico (en modo estético) incapaz de filtrar señales. Así no hay organismo que pueda actuar eficazmente. Otro ejemplo literario: Mormy, el personaje de Baricco en Tierras de cristal, a quien el pasmo sensorial ante el mundo lo termina condenando. «Era el estupor lo que lo perdía. Carecía de defensas contra la maravilla. ¿Está loco Mormy?, preguntaban los otros chiquillos. Solo él lo sabe, respondía el señor Rail». Hay quien dirá que no todo es eficacia y productivismo, que hay tratamientos avant-garde (con LSD, ayahuasca) para desmantelar patrones patológicos del cerebro, o para ofrecer nuevas posibilidades de ser y vivir. Lo que permite, según palabras de Bataille, «sacar al ser de los límites de un pensamiento que solo se ocupa de garantizar el orden juicioso de las cosas». ¿Y qué hay de aquellos civiles que bajo un bombardeo aéreo no corrían a los refugios, sino que se quedaban absortos contemplando el cielo y el espectáculo de destrucción? ¿Estaban drogados, estaban como Mormy, estaban sacados de juicio?

    

¿Existe el tiempo? Conocerse y engañarse

Hay quien dice que no, que el tiempo es solo un estado de conciencia. O más bien, si he entendido bien, que el tiempo coherente (en su transcurso) es creación de la conciencia. Percibir el tiempo es convertirlo en memoria. La conciencia tendría entonces una función ficcional, la de fabricar memoria. La de organizar el tiempo de manera consciente, coherente, ilusoria. El tiempo sería así una estructura, o mejor un escenario, que te permite moverte como un yo fingidor en un pasado (todo pasado lo es y todo presente también) ficcional. Un yo para tu consumo propio. La mente, escribe Chantal Maillard, tiende a crear sucesión, continuidad (introducción, desarrollo y desenlace), lo que contribuye a suponer la existencia de una identidad. ¿Qué es lo que nos induce con tanta intensidad –dice Maillard que se preguntaba Hume– a asignar una identidad a la sucesión de percepciones? El mántrico y manoseado conócete a ti mismo solo es posible (y ni siquiera) sabiendo que la mente funciona así, con ficciones (identitarias, individuales) que ella misma crea, con versiones narrativas/emotivas de nuestras vidas y las otras. Y es que la conciencia es torpe, siempre llega tarde y tiene que inventarse historias: plausibles, autocomplacientes, farmacológicas. 

 

La educación sentimental

Percepción y memoria participan en el proceso de las emociones narrativas. A veces una narración (teatro, peli, novela, serie, canción) crea un vínculo con tu memoria a largo plazo: tu yo fingidor. Y muchas veces lo hace diciendo vagamente, o sin ni siquiera decir («lo no dicho: implacable dinamita»), para provocar esa resonancia personal, para que pongas de tu cosecha propia: está hablando de ti (tal vez solo una frase, ni siquiera la canción toda, que ni siquiera entiendes, pero esa frase, esa frase que ni siquiera puedes entonar sin que se te quiebre la voz): lo que (finges que) fuiste, lo que (finges que) eres, lo que (finges que) podrías haber sido, lo que (finges que) temes que serás. O puede que esa narración (peli, serie: ya no leemos novelas como en el XVIII), como un mapa que precede al territorio, solo te esté creando, formateando, educando, enseñándote, por ejemplo, cómo escenificar hoy en día el amor y la sexualidad, para que luego imites (finjas), como imita la realidad a la ficción. O puede también que esa narración te esté ofreciendo un acceso virtual a un drama o una tragedia, un relato descarnado, para que lo experimentes (de momento) en el entorno seguro de tu sofá (activando en tu cerebro los mismos circuitos que se activarían si vivieras esas experiencias: neuronas espejo otra vez), preparándote para la vida (lo que se viene), o perturbándote para siempre (¿No es eso el verdadero arte?). Todo sea por tu formación afectiva. 

 

Siempre que he amado he fingido que amaba (lo dijo el poeta)

Un tal Denton (uno que anda diciendo que Darwin se equivoca) sitúa el origen de la conciencia en la urgencia de actuar dictada por las emociones primarias. Denton no es el único en afirmar que la emoción, como antesala de la conciencia, habría hecho del ser humano un ser competitivo. Mientras la emoción es indecible, el sentimiento le pone nombre (hambre, sed, pánico). La idea está en Damásio, pero coincide con Maillard, que despliega otros conceptos: abajo y arriba. El abajo precede al lenguaje de la superficie, no se exterioriza, la comunicación es competencia del arriba. La intensidad emocional del abajo estaría dominada por el desconsuelo y la carencia (de comida, de agua, de previsión), que se calma diciendo, nombrando: el consuelo de hallar las palabras. En Damásio es similar; la emoción, como percepción bruta, precede al sentimiento, se anuncia primero como respuesta automática. En las hormonas, en el ritmo cardiaco, en la expresión facial: la emoción toma el cuerpo como medio. El sentimiento, relegado al fuero de la mente, sería interpretación de la emoción. Curiosamente (equivocadamente), asociamos el sentimiento popularmente al cuerpo –al cuore– y no a la mente. Damásio nos corregiría: la emoción es corporal, nos diría, el sentimiento es mental. Es la experiencia consciente de las emociones a lo que Damásio llama sentimiento. O fingimiento, le replicaría Pessoa, como finge el poeta tan completamente que hasta finge que es dolor el dolor que en verdad siente.

 

 

 

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