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Por Enrique Balbo Falivene
El hombre en su vida no tiene tiempo.
Cuando pierde, busca,
cuando encuentra, olvida,
cuando olvida, ama,
y cuando ama comienza a olvidar.
Yehuda Amijai
Durante el transcurso de los siglos XI y XII a las gentes les bastaban algunos restos enterrados, en forma de huesos o dientes, para erigir una catedral; luego, para que pudiera iniciarse la obra, la jefatura de la iglesia certificaba que los restos pertenecían, sin duda, a algún santo o mártir. El capital era aportado por la burguesía urbana y en menor medida por los fieles porque la iglesia, ya se sabe, tiene propiedades pero le falta metálico. Así de fácil y así de sencillo, aunque tardemos mil años: lo que se empieza se acaba.
En torno a los incipientes edificios que iban a custodiar el tejido del corazón de Felipe Neri, las uñas y el cabello de Santa Clara, la sangre de San Pantaleón, las cadenas de San pedro, las manos de Santa Catalina o a los tres varones de Compostela, el apóstol Santiago y sus discípulos Atanasio y Teodoro, se empezaban a distribuir mercaderes, artesanos, trabajadores, posaderos y prestamistas. Desde ese epicentro, en un movimiento regular y acompasado, empezaba a crecer la trama urbana (esto lo explica mejor que yo Ken Follett en Los pilares de la Tierra, pero es que yo no soy Ken Follet: siendo un gran perezoso me veo incapaz de escribir mil páginas sobre algo).
El crecimiento de los burgos en Europa se debe en parte a que las catedrales empiezan a distribuir población desde ese centro hacia afuera, con la burguesía corriendo a comprar propiedades en la que hoy llamamos plaza mayor, gran vía, calle de la iglesia. Pues sí, los poderosos siempre se han avecinado con el poder, la iglesia, el estado, la banca, que se instalaban en el ombligo de las ciudades. Con las mejoras laborales y la primera revolución industrial, sobre todo la textil, los trabajadores comienzan a acceder por medio del régimen de alquiler o la hipoteca, a las viviendas céntricas. Estos dos grandes grupos, asalariados y propietarios ricos, parecen moverse en masa y ninguno cede su territorio, salvo peste o epidemia, como ocurrió en Argentina que toda la clase pudiente abandonó los aledaños al rio a causa de la fiebre amarilla y gestó un nuevo barrio, que aún perdura, y que se llamó Barrio Norte.
El trabajador emigrante desde el siglo XIX hasta hoy debe acomodarse en el extrarradio porque su economía no le permite la proximidad céntrica. Y esos cinturones, mayormente industriales, nunca tuvieron los servicios que podía ofrecer la ciudad. Entonces, ¿cómo defender el suburbio?, ¿cómo hacer que esas nuevas y alocadas urbanizaciones se ordenen, crezcan y se desarrollen? Esto debe haber pensado Manolo Vital, un activista y líder vecinal que se instaló en el populoso barrio de Torre Baró de Barcelona. Incómodo e intransitable, desordenado y caótico, Torre Baró creció en una de las faldas de la montaña, la única de Barcelona que no mira al mar y a sólo unos kilómetros del barrio más rico de la capital catalana, Pedralbes. Sin apenas servicios y sin transporte público, había que subir a pie por la montaña con la bolsa de la compra o los materiales para la obra. Manolo, un conductor de autobús, sindicalista de la izquierda más combativa de los setenta, que ya había conseguido cortando la autopista con los vecinos, el alcantarillado, el agua y la luz, empezó a reclamar al ayuntamiento algo tan básico como el transporte público. Los argumentos por parte de la administración eran que los caminos resultaban demasiado estrechos, las cuestas del distrito demasiado empinadas, que no estaban asfaltadas y que por allí era imposible que un autobús subiera con un mínimo de seguridad. Manolo, que conocía muy bien su oficio de conductor hizo una prueba: colgó en lo más alto del barrio una bandera comunista. Tuvieron que subir los bomberos con un enorme camión por las pendientes pronunciadas para descolgarla. El resto no fue menos sencillo, con el camino liberado de piedras y con los vecinos con picos y palas abriendo la brecha, Manolo puso en marcha su autobús, un Pegaso Monotrail articulado, cambió el recorrido de su línea, la 47, y subió hasta Torre Baró. Fue detenido, juzgado y luego liberado; la empresa amenazó con despedirlo sin indemnización por secuestro y desvío, por incumplimiento de funciones, pero tuvo que readmitirlo. La suya, y la de los vecinos, había sido una disidencia pacífica.
Hoy una parada del autobús de Torre Baró lleva su nombre y una película honra su gesta: El 47, del director Marcel Barrena. Manuel Vital nunca se molestó por acceder al centro de Barcelona, pronto comprendió que en su barrio, construido por andaluces, extremeños, aragoneses y gallegos escapados de la miseria y la represión franquista, radicaba la dignidad del trabajo, que daba la espalda a la especulación. Manolo construyó su propia catedral y la levantó en el corazón de la montaña, para los suyos y para que las futuras generaciones no tuvieran que sufrir los pesares del ascenso ripioso a la que la ciudad y la administración daban la espalda.
Hace ya años que la especulación inmobiliaria viene produciendo en toda Europa un fenómeno que se repite: los altos precios de las viviendas del centro de las ciudades obligan a los inquilinos a trasladarse hacia los cinturones industriales, mucho más económicos. Todas las luchas de antaño –lo de Manuel Vital fue en el setenta y ocho- se esfuma en favor del turismo rico que paga en efectivo, de los empresarios sin miramientos ni escrúpulos y profesionales desbocados por la moda, que desplazan a una clase que dio identidad a todos los barrios y que construyó unas formas de vidas que el capital y las piquetas se afanan por transformar.
Quizá por eso se le rinda homenaje a este sencillo conductor de autobús que pensaba y obraba de forma colectiva, que supo con el secuestro de un autobús señalar un desvío que acabó siendo un camino.
Etiquetas: Barcelona, Enrique Balbo Falivene, Manolo Vital, Torre Baró, transporte público