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20-11-2024 Notas

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Por Darío Charaf

En 1944, en Dialéctica de la Ilustración, Adorno y Horkheimer dirigen unos breves párrafos “Contra los enterados”: “Una de las enseñanzas de la época de Hitler es la de la estupidez de pretender saber demasiado. Con sobradas razones competentes los judíos le han negado toda posibilidad de éxito, cuando éste ya era claro como el sol. Recuerdo una conversación en la que un economista sostenía, partiendo de los intereses de los fabricantes bávaros de cerveza, la imposibilidad de uniformar a Alemania. Además, siempre según los listos, el fascismo habría sido imposible en Occidente. Los listos han hecho siempre fácil la partida a los bárbaros, porque son así de tontos. Son los juicios orientados y de amplia perspectiva, las prognosis fundadas en la estadística y en la experiencia, las afirmaciones que comienzan con un «a fin de cuentas, sé lo que digo», son los asertos sólidos y concluyentes los que resultan eminentemente falsos. Hitler estaba contra el espíritu y era antihumano. Pero existe también un espíritu antihumano: el que se caracteriza por una superioridad bien orientada“.

Estas duras palabras que los filósofos dirigen desde el siglo pasado contra la mitad de Twitter (la otra mitad se divide en bots generados con inteligencia artificial con el fin de monetizar y trolls libertarios generados con estupidez artificial, también con el fin de monetizar) valen especialmente para ese antiprogresismo, autopercibido políticamente incorrecto pero plagado de sentido común, en auge en la actualidad. En una actitud que encarna a la vez al Sr. Burns disfrazado de Jimbo y al abuelo Simpson gritándole a una nube, estos apóstoles de un evangelio sin Dios creen ser no solo sumamente contestatarios sino también especialmente lúcidos al ver como más peligrosas a las feministas que a empresarios con fortunas hiperconcentradas como Elon Musk y Mark Zuckerberg, al temer más al lenguaje inclusivo que al lenguaje automatizado de los algoritmos en internet. El infantilismo de la izquierda, que supo señalar Lenin hace un siglo, parece haberse hoy generalizado a todo el espectro político.

“Que la cordura se vuelva estupidez es algo implícito a la tendencia histórica”, decían Adorno y Horkheimer. Que los inteligentes se vuelvan estúpidos no es sorprendente pero sí es triste. Que los sesudos análisis hipercontemporáneos de hoy resulten ser calcos o pastiches de los análisis de hace 80 años es descorazonador y, sin embargo, inevitable: así  como es propio de la razón recaer en aquello mismo que buscaba combatir o superar (replicando en espejo todo aquello que denuncia en el otro), es propio también del capitalismo cancelar el futuro y presentar como nuevo lo que ofreció, igual a sí mismo, desde siempre. Por eso cualquier análisis de mediados del siglo XX suena más actual (y más inteligente, también) que cualquier nota o posteo que los apósteles antiprogresistas (pero, en el fondo, profundos creyentes del progreso) producen hoy. Basta para ello leer no sólo lo que Adorno y Horkheimer dicen del jazz y la radio en 1944 (no muy distinto a lo que un agudo comentarista de la cultura puede decir hoy del trap y de TikTok) sino también, por nombrar solo algunos ejemplos entre muchos, lo que dice Baudrillard sobre el simulacro o Heidegger sobre la época de la imagen del mundo.

O incluso, yendo todavía más atrás, basta leer al neurólogo alemán Wilhelm Heinrich Erb, quien decía en 1893: “los extraordinarios logros de los tiempos modernos, los descubrimientos e invenciones en todos los campos, el mantenimiento del progreso frente a la creciente competencia, sólo se han logrado mediante un gran trabajo intelectual, y sólo este es capaz de conservarlos. La lucha por la vida exige del individuo muy altos rendimientos, que puede satisfacer únicamente si apela a todas sus fuerzas espirituales; al mismo tiempo, en todos los círculos han crecido los reclamos de goce en la vida, un lujo inaudito se ha difundido por estratos de la población que antes lo desconocían por completo; la irreligiosidad, el descontento y las apetencias han aumentado en vastos círculos populares; merced al intercambio, que ha alcanzado proporciones inconmensurables, merced a las redes telegráficas y telefónicas que envuelven al mundo entero, las condiciones del comercio y del tráfico han experimentado una alteración radical; todo se hace de prisa y en estado de agitación: la noche se aprovecha para viajar, el día para los negocios, aun los ‘viajes de placer’ son ocasiones de fatiga para el sistema nervioso; la inquietud producida por las grandes crisis políticas, industriales, financieras, se trasmite a círculos de población más amplios que antes; la participación en la vida pública se ha vuelto universal: luchas políticas, religiosas, sociales, la actividad de los partidos, las agitaciones electorales, el desmesurado crecimiento de las asociaciones, enervan la mente e imponen al espíritu un esfuerzo cada vez mayor, robando tiempo al esparcimiento, al sueño y al descanso; la vida en las grandes ciudades se vuelve cada vez más refinada y desapacible. Los nervios embotados buscan restaurarse mediante mayores estímulos, picantes goces, y así se fatigan aún más; la literatura moderna trata con preferencia los problemas más espinosos, que atizan todas las pasiones, promueven la sensualidad y el ansia de goces, fomentan el desprecio por todos los principios éticos y todos los ideales; ella propone al espíritu del lector unos personajes patológicos, unos problemas de psicopatía sexual, revolucionarios, o de otra índole; nuestro oído es acosado e hiperestimulado por una música que nos administran en grandes dosis, estridente e insidiosa; los teatros capturan todos los sentidos con sus excitantes dramatizaciones; hasta las artes plásticas se vuelven con preferencia a lo repelente, lo feo, lo enervante, y no vacilan en poner delante de nuestros ojos, en su repelente realidad, lo más cruel que la vida ofrece”.

Este extenso pasaje que cita Freud en “La moral sexual ‘cultural’ y la nerviosidad moderna” (1908) muestra no solo que no hay nada nuevo bajo el sol capitalista sino también que no hay nada nuevo en los análisis que los sesudos antiprogres de hoy presentan como cumbre y último fruto de su pensamiento (ni tampoco en los análisis de los progres, si es que todavía quedan algunos, ni tampoco en lo que digo yo acá). Pero lo imperdonable no es tanto que no haya nada nuevo en sus predicaciones sino más bien que no haya nada inteligente. Por eso lo único que pueden generar los enterados es exasperación.

* Portada: Detalle de «El enigma de Hitler» (1939) de Salvador Dalí

 

 

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