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Por Guillermo Fernandez
Algo del pasado
El crítico literario y escritor Gerard Genette en el siglo XX abrió una discusión significativa respecto de la obra literaria. Dio el nombre de “palimpsesto” a la operación de descubrir bajo un texto otros discursos bajo su entramado. Basó su investigación en la práctica de los habitantes del Antiguo Egipto a partir de la cual se escribía y se leía en una tabilla que luego de borraba para volver a plantar otro texto sobre ella.
La teoría de Genette ponía en discusión el tema sobre el “resto” que quedaba en los márgenes a pesar de la pretendida tentación de que nada de lo viejo se siguiera viendo. Siempre quedaba un resabio que derrumbaba la idea de que lo “nuevo” sería lo que siempre quedara en la superficie.
En otra línea de pensamiento, pero con idéntico sentido, Sigmund Freud en El malestar en la cultura (1930) menciona los “restos” como fragmentos integrantes del pasado de la vida anímica de los humanos.
La conjetura de Genette permite suponer, en primer lugar, que aquello que se ve es lisa y llanamente lo que está fijo. Hay un movimiento ocular que trastabilla entre renglón y renglón, que “escarba” lo inmediato para dirigirse a aquello que no está presente, pero que aparece disfrazado bajo una letra.
En otro orden de cosas, se podría conjeturar una hipótesis sobre el ordenamiento cognitivo que implica “leer”. En la década de los sesenta, el lingüista norteamericano Noam Chomsky postuló, en uno de sus primeros modelos transformacionales que el “orden” sintáctico alcanzaba para comprender la “estructura profunda”. Aquello que no estaba presente en la grafia, por el contrario, estimulaba su exterioridad.
¿Por qué la idea de “velo”, como tela transparente, es una trampa a la lectura? ¿Por qué incomoda tanto lo implícito frente a lo explícito?
La condena al perjuicio que ocasionaba el hecho de leer, de ver la palabra más allá del texto posee una data antigua que casi nunca pudo resolverse. Pareciera que la sanción a los libros encerrara ese peligro de alterar un “orden” que el mundo busca para no fomentar el despropósito mismo de la existencia.
En el siglo XVII, El Quijote de Miguel de Cervantes Saavedra, reedita la censura, esa actitud política de apuntar no solo a aquello que se escribe, sino a lo que se vislumbra.
Otra vez, el dilema de siempre: el enemigo nunca se presenta, se acomoda para acechar desde la oscuridad de lo que deja entrever.
El hecho de quemar libros, propio de una intención inútil de salvaguardar un “estado de cosas”, intenta asegurar una disposición de perpetuidad contra la “mutabilidad” de lo distinto.
En la misma línea de la complejidad que encierra la lectura, el escritor alemán Bernhard Schlink publicó justamente su novela El lector (1995) que fue llevada al cine por Stephen Daldry (2008).
En estos casos, el efecto de la lectura es catártico, busca una reparación moral al daño que el nazismo produjo en los campos de concentración. Los autores referidos en la obra de Schlink nunca no son arbitrarios, son aquellos que permiten “vislumbrar” y que incitan a socavar más allá de la sintaxis.
Schlink estimula a Daldry. Seguro que la literatura fuera de los márgenes pone en riesgo la vida común, por eso hostiga y nunca empalaga. El poder enjuicia aquello que no puede “encasillar” en el catálogo de las costumbres permitidas.
Hay una frase del dramaturgo Jean Anouilh en su versión de Antígona (1944). En el momento de que su protagonista presente a sus personajes, cuando se refiere a los que custodian el cadáver de Polinices, explica al público “son guardias, porque no tienen imaginación”.
Justamente y retomando el tema del peligro de lo ausente en el texto, la falta de representación es el paso previo a la condena.
Prohibir es aplanar la lectura para quedarse con la obviedad propia de la docilidad.
La aventura de “comer tierra”
La censura siempre se ha arrogado de cuidar las mentes de quienes consumen, con buen criterio, los llamados bienes culturales. El apartado anterior sirvió como un prefacio a uno de los últimos zarpazos del poder en nuestro país. Creemos que, por suerte, a pesar de que ya la sociedad “sana” se ha pronunciado, siempre hace falta “guardar filas” y alistarse entre los que se oponen a la amonestación oficial.
Se sabe que una resolución ministerial intentó jaquear el campo simbólico que se intenta mantener en la institución escolar. Dolores Reyes, Cabezón Cámara integran una lista de autores “prohibidos” en las aulas.
La palabra “preservar” resonó una vez más en los ventanales, en los pizarrones de las aulas. El término utilizado como argumento encierra desde lo semántico la raíz peligrosa del verbo “cuidar” y la metáfora obscura del Estado protector que vigila los pensamientos, para no desbandar las conductas del sano juicio.
Lo peligroso del “desvío” es el hecho de perder el control, de esa seguridad de que cuando vacila la razón todo puede echarse a perder.
Los programas de estudio son quizás algoritmos de los “buenos propósitos” y las unidades a desarrollar casi siempre contemplaron al “ciudadano ejemplar”: una especie de catecismo laico que señala el camino que aparta de la marginalidad al niño.
Por suerte, la literatura -uno de los tantos ejemplos del quehacer de la cultura- no posee el clima de adaptación que el poder desea. Los textos “representan”, nunca “modelan”, crean personajes inacabados que la mente lectora debe completar.
En esa incompletud de los protagonistas resulta imperioso crear el debate como el hábito más acabado de enseñanza.
Los textos continúan una vez leídos. Nunca se cierran. Quizás el mayor riesgo es abordar la brecha del punto final: una distancia necesaria entre el último capítulo y la vista.
* Portada: Detalle de «Santo Domingo y los albigenses» (entre 1493 y 1499) de Pedro Berruguete
Etiquetas: Bernhard Schlink, Dolores Reyes, Gabriela Cabezón Cámara, Gerard Genette, Guillermo Fernandez, Jean Anouilh, Libros, Pedro Berruguete, Sigmund Freud, Stephen Daldry