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27-12-2024 Notas

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Por Enrique Balbo Falivene

Recordad lo que tantas veces os he dicho:
es el pescador quien menos sabe de los peces,
después del pescadero, que sabe menos todavía.
Juan de Mairena. Antonio Machado

 

Los pilares de mi caótica formación fueron primero mis padres, que me exigían que hiciera lo que ellos nunca hacían; segundo, la escuela pública, de la que recuerdo que en un triángulo rectángulo la suma de los cuadrados de las longitudes de sus catetos es igual al cuadrado de la longitud de su hipotenusa, que Managua es la capital de Nicaragua y que “alta en el cielo un águila guerrera, audaz se eleva en vuelo triunfal, azul un ala del color del cielo, azul un ala del color del mar”; tercero el cine y aquí tengo que hacer una pausa para que este relato se sostenga.

Durante mi juventud me había consagrado a dos actores, Víctor Mature y Charlton Heston; estaban enmarcados y colgados en dos columnas de la biblioteca pública de mi pueblo en sendos afiches, de aquellos que antes se dibujaban y coloreaban a mano, de Ben Hur y Sinuhé, el egipcio. Después de este encuentro, que se consolidó como mi primer contacto con la épica, fui acrecentando valores y rasgos cuando la televisión emitía algunas de sus películas, sobre todo en Pascuas y Navidades, como Los diez mandamientos, El planeta de los simios, El Cid, Marco Antonio y Cleopatra de Heston y Sansón y Dalila, Hace un millón de años, La túnica sagrada, Aníbal de Mature. Lo mío, en realidad, y esto me tocó reconocerlo después, era una cierta proximidad física desde los 35 milímetros hacia gente del entorno: Mature era idéntico a mi profesor de educación física del primario y Heston era un albañil que venía regularmente a trabajar a casa de mis padres. De una forma u otra lo heroico me había calado en lo más profundo; creía que había que morir por el amor de una muchacha de larga cabellera roja, defender las causas hasta el final ante toda circunstancia; había que caer y levantarse y, más que nada, triunfar ante el mal con dignidad aceptando el destino con valor y resignación. A mis trece años estaba decidido, si hacía falta, a quemar mi aldea para evitar el saqueo de los bárbaros del norte.

La otra singularidad es que todas estas cintas a mi corta edad ya eran antiguas, es decir que cuando debía estar viendo Alien o Carrozas de fuego, por ejemplo, yo me abocaba al pasado, a la historia. Había nacido viejo y me estaba esforzando por resultar homérico ante la mínima oportunidad.

Muchos años después conocí en un pueblo de Aragón, para unas fiestas del Pilar a un cantante de jotas que me interesó vivamente. Tenía la voz asilvestrada, era mayor, delgado y sencillo en todos sus modos. Se llamaba José Iranzo y le decían el Pastor de Andorra.

Quien me había invitado a mi primera semana grande de octubre me puso al tanto con pormenores, lo demás me fue llegando en cada viaje que hice y en cada parada y fonda en las tierras de los maños.

José Iranzo Bielsa (Andorra, Teruel, Aragón; 20 de octubre de 1915 – 22 de noviembre de 2016) tuvo una infancia durísima: en el 18 la gripe española se llevó a su padre y a dos de sus hermanos. Su madre vendió el ganado y se empleó en una casa, dejando al pequeño José encerrado en un pajar con una cabra de nodriza. De joven se echó al campo con las ovejas y allí empezó a cantar; de oído, por su cuenta con una voz potentísima, espontánea y agreste. Empezó a cortejar a una vecina, Pascuala Balaguer, con la que se casó y convivió durante ochenta años. Padeció las dos grandes guerras mundiales y la fratricida guerra civil española y su persistente hambruna. En el servicio militar le descubrieron el portento de voz y la capacidad de sus pulmones para interpretar una de las jotas del Ebro, la aragonesa, la de guitarra, laúd, castañuelas y bandurria, la más lenta y adornada de todas las jotas de la península. Recibió clases, pocas, de la estrella de la época, Pascuala Perié, que le ordenó un poco los tonos. Ganó todos los premios y viajó por el mundo, le cantó al rey Hassan y a los Kennedy, a los ministros de Franco y a los novios en las bodas (cada vez que lo contrataban decía que su precio era el que costara una oveja ese día). Después de las larguísimas giras lo que más ansiaba era volver a su pueblo de mineros y labradores, Andorra, al campo y a las ovejas, de las que se ocupó hasta los 94 años, cuando cedió la explotación a uno de sus nietos. Volver a su queso tronchón, a sus adobos, pimientos y ternascos asados, a las migas y la borraja, a las recetas antiguas del pastoreo. Nunca estuvo enfermo, apenas algún resfriado de cambio de estación. Frecuentó palacios, castillos y ministerios y nunca envidió nada como tampoco habló mal de nadie. Echaba siempre la siesta allí donde estuviera y dijo que se iba a morir cuando le diera la gana. Su última voluntad fue que lo enterraran en su pueblo y en la tierra, de cremaciones nada. Fue el más ilustre de los andorranos, el más querido de los aragoneses. Hoy su vida y su cante están recogidas en un museo que lleva su nombre. 

Quizá Heston y Mature me asomaron por semejanza a un profesor de educación física y a un albañil, quienes eran los auténticos héroes. Lo que los estudios de cine imponen desde los decorados en cartón piedra, las gestas, luchas y valores, deberían ser revisados en favor de la gente sencilla; la verdadera épica está en manos de quienes aman la vida, la respetan y la aceptan honrándola desde sus más humildes trabajos. A los que aman la naturaleza y los animales, a los que transforman las labores individuales en comunitarias, los que no van dando codazos a la espera de una oportunidad que nunca llega.

Ave, José Iranzo, ave, Pastor de Andorra.

 

 

 

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