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Por Leonardo Lopresti
La divulgación del catálogo de “Identidades bonaerenses”, con un centenar de títulos, que elaboró el gobierno de la provincia de Buenos Aires, las voces de la ultraderecha criolla se hicieron oír. Vieron y denunciaron pornografía en aisladas escenas de un encuentro sexual consentido en una novela; condenaron la “hipersexualización” (sic) de las infancias y adolescencias porque se difunden testimonios de abusos en el ámbito familiar y sentenciaron como pedófilos en potencia a quienes promueven –promovemos– la Educación Sexual Integral (ESI) en el ámbito de la escuela. En resumidas cuentas, una mezcolanza de tergiversaciones y mentiras, cuyos rostros más visibles han sido una fundación para la defensa de las infancias vinculada al oficialismo y la vicepresidenta Victoria Villarruel.
A continuación, algunas reflexiones para desanudar la madeja de infamias.
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La calificación de “pornográficos” a ciertos textos como Cometierra, la novela de Dolores Reyes, encierra, en primer lugar, una discusión literaria. “¿Qué es literatura?” podría uno preguntar y, si alguno de los voceros del oficialismo tuviera un ápice de honestidad, podría responder: “No sé, pero esto no lo es”. Así, la literatura sería un conjunto de textos donde la vida sexual de los seres humanos no tiene lugar, una imagen tradicional y moralista que supone a la literatura como una pilla de papeles amarillentos amontonados sobre la mesa de un hombre –burgués, heterosexual, blanco– solemne y melancólico que especula sobre cosas que nada tienen que ver con la vida. Las derechas siempre han tenido una imagen solemne y enclaustrada de los escritores y su producción, supuestos sujetos encerrados en su torre de marfil para escribir sobre cosas demasiado bellas, demasiado elevadas que no deberían mancharse con el barro de la pobre existencia. No es necesario aclarar que se trata de un prejuicio que solamente puede sostenerse si no se tiene –si no se quiere ni se soporta tener– idea alguna de lo que verdaderamente la literatura ha ofrecido durante milenios a la humanidad. Escritores de todas las tendencias políticas, de las más diversas ideologías, canónicos y no canónicos, que tengan algún valor estético relevante, es decir, que hayan construido con sus palabras un texto que convoque humanamente, han intentado elaborar el misterio del sexo, del amor, del poder, de la risa, del sufrimiento y de la muerte, del deseo, del lenguaje mismo. Y en cada cosa, estos escritores y escritoras, encontraron seres humanos completos, que tienen sexo, que aman, que buscan el poder, que ríen, que sufren y hacen sufrir, que matan y mueren, que ascienden y se derrumban, que desean y que hablan de todo ello.
La literatura no es –ni podrá ser nunca– lo que alguien quiera que esta sea. El poder demasiadas veces intentó agarrar al cisne por el cuello y el pajarraco siempre se escapó. No importan las poéticas ni los manifiestos, que son la parte propositiva y bienintencionada del intento de dominar al arte; mucho menos las listas negras, la censura o las hogueras. El arte ni siquiera necesita defensores; le bastan escritores y lectores. Unos y otros han salido victoriosos a lo largo de toda historia, incluso en las peores circunstancias.
La ultraderecha ansía –necesita–, por motivos de clase, subjetividades mutiladas, autocontroladas, alienadas hasta el punto de haber reprimido todo rasgo de humanidad. Lo ingobernable de la literatura y del arte es precisamente que impone siempre la necesidad de volver a mirarnos como humanos, humanamente. En este punto, el problema literario se vuelve, también, pedagógico y político.
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El oscurantismo encaramado en el gobierno no solamente cree poder sancionar qué es literatura y qué es pornografía, sino que además viene a instaurar una idea de qué debe ser la escuela pública, en caso de que esta tenga algún derecho a existir. Se trata de una idea un tanto vaga, pero que puede deducirse del conjunto de prácticas y discursos que componen su gestión.
La educación que propuso el kirchnerismo, a partir de la universalización del nivel secundario, buscó alojar a todos los sectores. Es decir, se democratizó el acceso a la educación. Al mismo tiempo, esto se hizo sin garantizar un conjunto de condiciones materiales que, además del acceso formal o institucional, hicieran posible una exitosa educación de calidad, científica. Esto, en medio de una sociedad que se ha pauperizado progresivamente a lo largo de los último diez años, mucho más violentamente desde el ascenso de la ultraderecha al gobierno, convirtió a las escuelas públicas en espacios, fundamentalmente, de contención social en los que la posibilidad de una formación académica se volvió cada vez más difícil.
En ese escenario tan complejo, la contención social –una expresión a menudo utilizada negativamente– se amplió y abordó tareas y esferas de la vida de las infancias y adolescencias cada vez más amplias. En un sinnúmero de casos, la escuela está cuando alrededor del estudiante ya no queda nadie. Todo esto se realiza precariamente, con enormes limitaciones, problemas institucionales y errores; aun así, a veces es la última red de contención frente a la pobreza, la violencia, el desamparo o la soledad.
Aquí es donde entra la Educación Sexual Integral, una política que no solamente enseña rudimentos como conocer la variedad de métodos de cuidado para evitar embarazos no deseados y la transmisión de ITS. La ESI es, además, una forma de comprendernos y mirarnos como sujetos sociales, envueltos en vínculos complejos, asimétricos, a veces sanos, a veces violentos. La ESI nos enseña a ser más conscientes sobre el modo en que nos comportamos ante un otro –otra, otre– y cómo esos otros actúan frente a nosotros. Así es como permite reconocer situaciones de abuso, noviazgos violentos. También, y en contrapartida, aspira a la comprensión de los otros, a reconocer al otro –otra, otre– más allá de nuestros deseos y necesidades, para poder vivir más libremente y en un mundo más amable.
Semejante propuesta pedagógica, tan ambiciosa como necesaria, no acontece solamente en talleres y jornadas específicas sobre ESI. Lo deseable es que, en tanto política integral, sea parte de cada clase. ¿Acaso el intercambio de ideas, la revisión de perspectivas, el contraste de miradas y el diálogo no son presupuestos epistemológicos de todo avance científico? ¿No será que, aquellos que denuncian adoctrinamiento, en verdad, tienen el deseo frenético de imponer su propia doxa, su doctrina autoritariamente?
La literatura tiene algo que decir en todo esto. No solamente ofrece episodios, escenas, historias que grafican de modo explícito los debates que impulsa la ESI, de los cuales forman parte textos como Cometierra, sino también otros textos canónicos que tarde o temprano la imbecilidad protofascista quizá se atreva a denunciar, como sucede ya en Estados Unidos. Me refiero a la violencia con que Pedro Páramo domina a las mujeres y abandona un tendal de hijos; a la sumisión bestial de la abuela de Eréndira, obligada a prostituirse para pagar una deuda impagable o a las prerrogativas patriarcales que cercenan las alternativas de las hermanas que habitan la opresiva casa de Bernarda Alba. Además de los temas e imágenes evidentes, la literatura es siempre un territorio donde se hallan seres humanos actuando y, por lo tanto, encontrándose y desencontrándose con otros y consigo mismos. Allí también la ESI es posible.
La ultraderecha quisiera una educación en la que se enseñen los rudimentos para funcionar en el mundo laboral, si es que ese mundo será posible para gran parte de los hijos e hijas de la clase trabajadora. Leer, escribir, reconocer operaciones matemáticas básicas y adoptar un conjunto elemental de valores, que son los del gobierno. Frente a esta propuesta empobrecedora y autoritaria, cuando el acto pedagógico efectivamente sucede –y somos muchos quienes trabajamos a conciencia para que suceda–, el aula se transforma en un espacio en el que suceden cosas inesperadas. Precisamente eso es lo esencial, lo inesperado. Porque en lo inesperado descubrimos aquello de lo que no teníamos conciencia alguna. Y, en ese descubrir, nos transformamos, docentes y estudiantes. ¿Se entiende lo peligroso que es, para un gobierno con pretensiones autoritarias, que existan ámbitos que escapan a sus prerrogativas, en los que hay tiempo, hay demora para el deseo, la duda, la admiración, el reconocimiento, la duda y la frustración que –al final del camino, o no– se transforman en hallazgo? La literatura es ingobernable; el acontecimiento pedagógico, auténtica rebeldía.
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El debate acerca de la literatura “pornográfica” en las escuelas, en parte, responde a la lógica del escándalo y la provocación cotidiana que al gobierno le permite organizar la agenda pública según sus intereses y necesidades momentáneas. En parte, además, tiene que ver con intereses auténticos. Desde su aparición en la esfera pública, las ultraderechas han convertido al feminismo y la comunidad LGBTIQ+ en enemigos públicos.
El ataque a la ESI y a toda perspectiva de género es, centralmente, un modo de perpetuación del control social sobre los cuerpos. No resulta sorprendente la proliferación de influencers que postulan una vida productiva, administrada y regulada en todos los aspectos de la rutina cotidiana y orientada exclusivamente a la productividad económica. Estos mismos influencers conminan, especialmente a varones jóvenes y heterosexuales, a llevar una vida en la cual “luchen contra su ego” y moldeen su subjetividad de acuerdo a una ratio financiera.
Estos postulados protofascistas aspiran a una autoalienación controlada del propio sujeto, su renuncia a la duda, a la angustia, a lo inesperado, al deseo. Es fascinante la paradoja: detestan toda forma de planificación estatal y social, pero aspiran a la planificación absoluta de existencia individual. Es una dictadura donde se creen los tiranos de sí mismos y no de la subjetividad mercantilizada, consumista y alienada del capital. Aquí cabe una aclaración: no se trata, desde el punto de vista de este autor, de ensalzar una supuesta vida entregada a las fuerzas irracionales de la subjetividad individual; sino de ubicar en el dispositivo discursivo de las fuerzas de derecha los mecanismos que pretenden, en nombre de la libertad individual y de la maximización de la ganancia, instaurar una forma de mansa resignación en la que los sujetos valen por el dinero que tienen en su cuenta bancaria y el resto de los aspectos que conforman la existencia son cercenados. Así, el individuo ingresa en su paraíso neoliberal minimalista y lo hace alegremente, dejando en la puerta su propia condición humana. Es un cuartito de luz fría, de 25 metros cuadrados, hecho de muebles de melamina y con jornadas laborales interminables, porque, por supuesto, uno es emprendedor para sí mismo.
Más allá del destino de este gobierno en particular, las fuerzas de ultraderecha tienen el claro objetivo de disputar la subjetividad de las masas. El modelo será ese sujeto autodisciplinado, resignado, confiado en que vive el mejor de los mundos posibles. Y se creerá libre porque supone no tener patrón, aunque no tenga tiempo que perder. Más allá de esa vida de algoritmos, de imágenes muertas hechas con IA, de cotizaciones de cripto y de fantasías autoritarias, hay otra vida posible.
La literatura ingobernable habla de todos esos otros mundos por crear, nos recuerda siempre que somos sujetos capaces de hacernos otro destino. La literatura habla y nos hace hablar en el lenguaje del deseo, del reconocimiento y de la libertad. La literatura también puede ser nuestra trinchera en tiempos de oscurantismo.
Y, como dijera Roberto Arlt, que los eunucos bufen.
* Portada: Detalle de «Mujer leyendo en un interior»
(entre 1888 y 1935) de Carl Vilhelm Holsøe.
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