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31-01-2025 Notas

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Por Andrés Mainardi

“Al primer paso que doy hacia las cosas bellas,
una mano me arranca el bastón,
un rótulo me prohíbe fumar”.
El problema de los museos – Paul Valéry 

“El valor del arte es dudoso”
Susan Sontag – Contra la interpretación 

Uno 

Así puede empezar un chiste: tres aspirantes al cargo para la dirección de un museo se presentan frente a un jurado. Una mujer de tez negra con rasgos afrodescendientes. Una persona de cabeza rapada autopercibida como una identidad no binaria. Un hombre de lentes, saco y corbata, blanco, cis y heterosexual. Él será el elegido para dirigir el Museo Contemporáneo de Arte Iberoamericano. 

Antonio Dumas, protagonista de Bellas Artes, dice, antes de ganar, que tiene todo para perder. Dice que tiene todo para perder porque supone que sus características físicas, raciales, genitales y su orientación sexual, lo colocan por fuera de las categorías de selección dentro de lo que él presume como lo políticamente correcto para este tipo de museo, pero esta vez se equivoca y gana. Esa es una clave de lectura, en la postmodernidad lo woke y lo conservador prevalecen al no triunfar. 

El filósofo español Ernesto Castro, comienza su libro Contra la postmodernidad planteando un esquema dialógico. Sitúa dos tipos de individuos que se contraponen y coexisten. Por un lado, “el individuo postmoderno (consumista, individualista, de identidad mudable, no fijado geográficamente)” y, por el otro, “los universales modernos (la moral burguesa de la autocontención y el trabajo, los ideales emancipatorios de la Ilustración, las identidades nacionales y el Estado moderno)”

Antonio Dumas, el personaje interpretado por el actor Oscar Martínez, es un individuo postmoderno camuflado en universal moderno.

Un ilustrado que cuenta con sus reparos con las identidades nacionales y el Estado moderno, es un liberal no-conservador que ve al museo como una institución donde puede sortear el canon al que pertenece para camuflarse de sus privilegios de clase en un lugar tan grande, prestigioso y contradictorio como lo es un museo europeo. 

Este personaje se transforma, con el paso de los capítulos, en el chivo expiatorio perfecto para el rol que le toca ocupar porque, a diferencia de las otras dos personas que competían por el cargo, él no compra -del todo- con ninguna de las dos categorías que tensionan dentro del plano interpretativo de este museo de arte: ni con lo iberoamericano visto desde una lectura colonial-poscolonial, ni con lo contemporáneo entendido desde el punto de vista de las identity politics (radicalidad de género, agenda ambiental, feminismos). 

Antonio Dumas es más bien, un defensor del arte a secas, un hombre cínico pero sensible, amante del arte desde el punto de vista figurativo, alguien que cree que todo lo que lo rodea está en decadencia menos él. 

Dos

En distintos países y ciudades, ha funcionado, hasta el día de hoy, un régimen estético, emocional e ideológico que podría sintetizarse en dos líneas paralelas que se entrecruzan: por un lado, políticas identitarias precarias dentro del marco de las carteras culturales-estatales combinadas con, por otro lado, fuertes políticas neoliberales-conservadoras desde el punto de vista económico. Durante varios años, esta forma de gobierno se ha visto como una contradicción y no como un método. Un estilo socialdemócrata que ha permitido y preparado el terreno para la reaparición de regímenes conservadores que actualmente están bajo la lupa como objetos de estudio y no como rivales a vencer. 

Antonio Dumas no es fascista, no está en contra del arte, ni tampoco en contra de las instituciones modernas, no quiere exterminar la diferencia. Hay claros ejemplos en distintos capítulos: cuando lo obligan desde el Ministerio de Cultura a realizar un velorio eclesiástico dentro del Museo (una institución laica) y él se niega pero luego accede para quedar con un favor en su haber. Cuando un grupo de activistas se dedica a vandalizar en

reiteradas ocasiones la estatua de un personaje histórico emplazado en la entrada del museo y él decide -también reiteradas veces- restaurarla hasta que desde el Ministerio de Cultura arman un cerco de seguridad con un vidrio blindex y alambres de púas sin su previa autorización. Cuando desconfía de la hipótesis de los guardias de seguridad que plantean que un visitante sería un posible terrorista por su vestimenta y actitud sospechosa. O cuando el policía de la puerta le pregunta si quiere que retire a un homeless para que no estorbe la visual del establecimiento y él le dice que no. De hechos como estos está hecha esta serie. 

Cada vez necesita ingeniárselas para salir de un brete entre lo contemporáneo y lo iberoamericano, Antonio Dumas realiza un gesto duchampiano, un ready-made. Transforma un velorio real en una obra de arte conceptual para los ojos de una comitiva china que llega a visitar la institución y no sabe por qué hay un cajón de madera y gente llorando en una sala rodeada de cuadros con naturalezas muertas. Se venga del cerco de seguridad impuesto de forma autoritaria por el Ministerio y transforma la escultura vandalizada y protegida en exceso en un éxito mediático en honor a la estupidez humana. Coloca una placa descriptiva al lado del homeless que irrumpía la visual armónica de la entrada del museo y transforma la miseria en una instalación. 

Todos estos actos llevan intrínsecos el valor de la polémica, de lo políticamente incorrecto, de la ironía y de la sátira, de una forma de reírse de la solemnidad del poder, de descomponerlo y transformarlo en otra cosa. Sólo alguien a quien le importa más el arte que cualquier otra cosa puede llegar a realizar este estilo de movimientos, sólo alguien que quiera al arte por sobre todo lo demás, por sobre él mismo, por sobre sus seres queridos, por sobre cualquier artista, puede ver en cada compromiso una forma de faltarle el respeto a la verdad. Entre la hipocresía y la desolación, Antonio Dumas, con su halo pesimista y engreído, construye sus espacios de maniobra para hacer que el arte sea lo único que prevalezca, para no caer en la trampa interpretativa. 

Tres

Antonio Dumas va contra su época. Por eso cuando la Ministra de Cultura le extiende la invitación al retiro obligatorio y espiritual del personal político del Estado, él participa y demuestra con su cuerpo y sus opiniones como está en ese lugar contra su deseo. Intenta contraponerse a la concepción ontológica del poder: coaching, empatía y resiliencia. La serie grafica la lógica de un Estado autoconscienciente y sin límites complementario a la lógica desterritorializada de esta fase perversa del capitalismo donde el wokismo fantasea un mundo sin enemigos y el conservadurismo promueve la auto-esclavitud. 

Mejor que la palabra postmodernidad, tal vez sea esa que Antohny Giddens sitúa como modernidad reflexiva, porque la serie Bellas Artes acontece en una sociedad donde -aparentemente- la tradición, el trabajo y la familia se han desintegrado en pos de que lo personal se vuelva agenda política. Esa es una sociedad donde desde la agenda estatal progresista imperan los buenos modales, la tolerancia, el dialoguismo, la educación y los focus groups, todo ese tipo de prácticas que ahora sirven como la retórica de la revancha del conservadurismo: te pedían corrección mientras eras cada vez más pobre, ahora seguís siendo pobre pero podés ser incorrecto. 

Durante el campamento estatal, liderado por una joven y hermosa mujer que sonríe iluminada mientras propone juegos con ovillos de lana, Antonio Dumas fracasa y se niega a ese festín del optimismo cruel porque en sus respuestas negativas uno puede ver lo que el poder pide: si no podés cambiar lo que tenés a tu alrededor entonces sos vos el que tiene que cambiar. Diego Fusaro en su libro Odio la resiliencia dice que el sujeto de esta época es el homo resiliens, un sujeto que ha aceptado la sumisión en pos de la revolución, que ha aceptado ser adaptable en lugar de contestatario, que ha aceptado hablar el idioma de su enemigo de clase, creyendo en el progreso y sobre todo asumiendo el comportamiento que sus amos siempre han soñado: el golpe de gracia a la humanidad, la psicologización de los males del mundo y la neutralización de la lucha de clases. 

Cuatro

El mayor problema que sufre Antonio Dumas está en cómo lidiar con sus sufrimientos sin volverse cínico. Porque Antonio Dumas es mal padre, mal amante, mal jefe, mal amigo, mal abuelo, mal vecino, mal llevado. Y se lo ve, durante toda la serie, pisando la delgada línea que divide su alta sabiduría irónica con su baja tolerancia a la frustración de lo cotidiano. Es alguien que no puede con el dolor de los demás mientras devalúa el propio. No es cruel ni dañino, más bien es una especie de hombre gris que intenta iluminar con su verdad, un melancólico. Su problema más allá del sufrimiento es que es un hombre demasiado laico, demasiado lleno de propósitos, y es por eso que deja de existir cierta humanidad en él hasta transformarse en un ser miserable, y es ahí donde el espectador siente lástima, compasión. 

Antonio Dumas es un quijote particular, alguien que no está dispuesto a ceder, alguien que lucha contra las normas sociales mientras las reproduce. Antonio Dumas es necio, infeliz y quejoso. Tiene su propia moral, su propio mundo, su propio orden, es ácido y fanfarrón. Así y todo, se pierde en el encanto de las mujeres jóvenes que copan su museo con propuestas performáticas o con las señoras entradas en edad con carteras Louis Vuitton. Se se ríe de la exigencia del cupo femenino de las obras artes, se ríe de que las representantes del Ministerio de Igualdad vayan a contabilizar las obras hechas por mujeres, se ríe de ser de él mismo al aceptar esa medida, se ríe de ser una contradicción en sí mismo. Antonio Dumas no es parte de la oleada woke post-2008 ni tampoco desciende de la post-woke post-2020, él es él, un viejo meado con onda, que vive solo en un piso en Madrid, que tiene un gato que se llama Borges al que usa de interlocutor para contar sus peripecias, sus problemas, para puntuar, cuando llega la noche, sus días del uno al diez. 

Cinco 

La velocidad confunde. La indignación es el motor de la historia. En pocos años se pasó de un neoliberalismo vestido de izquierdismo que soñaba un mundo sin enemigos con hombres como Steve Jobs dando conferencias en plazas públicas para miles de millones de interesados en la revolución tecnológica a un neoliberalismo ultra atomizado, conservador y reaccionario que quiere a jóvenes riders prendiendo fuego todo lo que tienen a su alrededor con remeras de Steve Bannon. 

Entre todo este compendio de interpretaciones, en ese mundo ahogado de literalidad, sobre esa amalgama de puntos de vistas, donde el arte está en riesgo de extinción y todo puede ser percibido como arte, Antonio Dumas tiene que dirigir un museo donde las interpretaciones se colan como obras, donde las obras se ahogan de interpretación. 

Una estatua de un personaje de varios siglos atrás es boicoteada por un grupo de activistas por presuntos casos de violencia machista, una familia africana se hace pasar por un grupo de artistas que construyen una instalación en el museo para poder migrar de su país, un joven de familia millonaria pone una especie de ballena muerta como obra de arte hasta que el museo se pudre de olor para concientizar sobre el calentamiento global, una performer alemana seguida por un filmmaker se dedica a gritar e incomodar a los visitantes del museo para alterar su experiencia, un reconocido artista se hace pasar por una anciana árabe perdida en un pueblo para ganar un concurso y al ser seleccionado denuncia la farsa de la convocatoria. 

El poeta francés Paul Valéry decía que cuando entraba a un museo lo habitaba una confusión fría, una impresión insoportable. Pensar que para escribir El problema de los museos se inspiró en un lugar donde a lo sumo había muchos cuadros y esculturas, tal vez un poco de música en vivo. Decía que el problema de los museos era preceptivo porque la cantidad de propuestas estimulantes alteraban la vista y no daban la posibilidad de una verdadera conexión con la obra, ¿qué pensaría Valéry de entrar a un museo a sacar fotos a obras reproducidas hasta el infinito? 

Antonio Dumas está ahí, en ese enclave donde entiende que nada se escapa del deterioro y fracaso de Occidente. En esa agonía es donde gestiona una institución pública que se dedica a exhibir arte, que está dentro de la cartera de un Ministerio de Cultura. Él entiende bien que un museo no es un reflejo de la sociedad, que un Museo es más bien un reflejo del estado del Estado, y así, dentro de esa hipocresía, se da cuenta que él es una pieza más de ese monstruo gris y burocrático que nada tiene que ver con el arte, y entonces, después de tantas luchas interpretativas, tantas preguntas por el sentido, hay un significante que queda abierto, para qué va uno a un museo, ¿para instruirse, para encantarse, para cumplir un deber, para satisfacer una apariencia?, ¿para no sentirnos tan solos contra tanto arte?, ¿para escapar de la interpretación?

 

 

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