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28-01-2025 Notas

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Por Luciano Sáliche

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El futuro, no el lejano, el largo plazo, etcétera, el futuro, el de mañana, el de pasado mañana, a ese futuro hay que visualizarlo, hay que construirlo, hay que imaginarlo. Un futuro inmediato, sin teorías, sin utopías —ya habrá tiempo para ponernos de acuerdo en una—, sin grandes idealizaciones. Un futuro concreto —insisto—: el de mañana, el de pasado mañana. Hay que salir de esta trampa a la que llamamos presente, época, contemporaneidad, actualidad, coyuntura. 

Pero, ¿cómo cruzar el umbral del tiempo, atravesarlo, penetrarlo, llegar al futuro? ¿Qué significa llegar al futuro? La promesa de un fascismo emancipador crece: ya no en la batalla simbólica, en los discursos de exterminio, en los linchamientos virtuales, en la “limpieza” social, sino en la realidad. Mientras tanto la libertad y la precarización avanzan: una libertad precaria, una precarización libre. En ese limbo estamos, a metros del colapso —¿apocalipsis o insurrección?—, atrapados.

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¿Cuánto hace que esta derecha global se erigió, fuerte y brillante, como nueva utopía? Aún no se ha consolidado, por eso su fascinación. Sigue siendo un fenómeno. Todo es vehemencia, ímpetu, clamor. Pero sus bases no son sólidas ni su proyecto es inclusivo. ¿Qué pasará cuando la espuma baje y el grueso social se seque? “A medida que se desvanece la euforia por la unidad, los alemanes del Este se sienten despreciados y excluidos”, escribió Stephen Kinzer en The New York Times.

El artículo es del 18 de abril de 1992, a casi tres años de la Caída del muro de Berlín. “Están enfadados con sus primos occidentales. La euforia que sintieron en los primeros días de la unificación en 1990 se ha desvanecido y un manto psicológico se ha instalado sobre muchos de ellos”, se lee. Una de las fuentes, un ciudadano, dice que “los niños pierden la fe en los adultos y en las instituciones” y se vuelven “propensos a la violencia, al alcoholismo y al radicalismo de derechas”.

Si en el caso alemán, el “radicalismo de derechas” es una consecuencia de una desilusión previa —la del comunismo primero, pero sobre todo la que vino después: la inserción en el capitalismo—, ¿qué clase de consecuencia tendrá la desilusión de un “radicalismo de derechas”? 

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Así como un conductor de Uber trabaja para Uber, como un barrendero trabaja para el Estado, como un periodista de Clarín trabaja para Magnetto, todos los influencers con el tilde azul verificado trabajan para Elon Musk. Es un trabajo, sí: a más visualizaciones, más ingresos reciben: estamos hablando de salarios variables, pero salarios al fin. Trabajar para el tipo más rico del mundo no es algo reprochable a priori, la pregunta es qué hace uno con eso, qué hace uno desde ahí.

Desde la proliferación de las fábricas, los revolucionarios se filtraron en sus engranajes como obreros, organizando a su clase, combatiendo al capital o ganando derechos laborales, según el contexto y la ambición. Quienes creen que alguien de izquierda no debe trabajar para una multinacional confunden a un activista político con un hippie. Pero volvamos: trabajar para el tipo más rico del mundo no es algo reprochable, al contrario, es estupendo: es lo que nos devuelve el espejo.

¿Y qué hay del otro lado del espejo? ¿Qué ocultan estas máscaras? Las antiguas y añejas y aburridas estructuras del capitalismo, hoy rejuvenecido por las big techs, convertido en una performance minimalista perfecta. Detrás de la obsesión de Musk por “conquistar Marte”, detrás de su fanatismo por “las ideas de la libertad”, detrás del “polémico saludo” nazi que hizo en la asunción de Donald Trump, detrás de todas esas distracciones discursivas está la oligarquía tecnofeudal.

El tecnofeudalismo —de moda por Yanis Varoufakis, anticipado por Cédric Durand— tiene elementos del Medioevo. Les damos nuestros datos a las grandes tecnológicas, también les pagamos el diezmo mediante suscripciones. Las marcas que publicitan en la red les pagan por nuestros datos. Las big techs crecen de forma monstruosa y los Estados, desdibujados, las amparan, las protegen. Sus dueños, nuevos señores feudales, son los tipos más ricos de la historia de la humanidad.

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La euforia de Elon Musk es la contracara del abatimiento social. Quienes no sienten, al menos un poco, bajo la lengua, en el labio superior, en el rincón del paladar, el sabor del desaliento popular es porque: o están, como en una cápsula de realidad virtual, viviendo una vida ajena, o el ácido digital les quemó las papilas gustativas. Los primeros pueden salvarse —pienso siempre en el futuro inmediato, el concreto—, pero los segundos no: ya es tarde —lo lamento—, muy tarde.

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Roberto Farinacci, mano derecha de Mussolini, transpira frente a un pelotón. Es el Secretario General del partido, el encargado —según sus palabras— de “legalizar la ilegalidad fascista”. Lo agarraron los partisanos en la ruta el. Le aplicaron un juicio sumario y una condena a muerte. “He hecho el bien, debo ser liberado”, repetía. Lo fusilaron el 28 de abril del 45 y lo enterraron en Vimercate. En 1956 su familia logró que trasladen sus restos a la tumba familiar en el Cementerio de Cremona. 

El 10 de mayo de 2011 su nombre volvió a estar en la prensa. Su nieto, un tal Pietro Ercole Mola, conocido en la ciudad por ser médico en el hospital civil, llega al cementerio con un andar ansioso. Mira la lápida de su abuelo un buen rato; luego se para sobre su tumba. Como su antepasado fascista, transpira mucho. “Sufría crisis depresivas tras el descubrimiento de una enfermedad incurable”, se lee en el diario La Reppublica de aquel entonces. Su rostro gira hacia el cielo, desconsolado. 

“Se jubiló a los 54 años, tras finalizar la carrera, para poder dedicarse a sus intereses, principalmente deportivos. Adoraba su físico. Se había dedicado a la natación, el buceo, el culturismo y el piragüismo”. Saca un revólver del interior del saco. Usa las dos manos para apoyárselo en el pecho. Dispara. “De joven había sido militante de extrema derecha, pero luego abandonó la política”. Junto al cuerpo, una nota: el número de teléfono de su pareja, instrucciones para su funeral. 

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En uno de sus habituales comunicados en redes, Javier Milei dejó una oración increíble. La ambigüedad es tan grande que podría ser una ironía perfecta. “Los vamos a ir a buscar hasta el último rincón del planeta en defensa de la libertad”. Es tan maravillosa que uno lo puede visualizar escribiendo en su teléfono. El cuerpo encorvado, los codos sobre el escritorio, los cuadros del gran salón observándolo en silencio. “Zurdos hijos de puta tiemblen”, escribe con la respiración agitada.

La luz del teléfono le ilumina la cara. Una cara redonda, con leves retoques de un maquillaje blanquecino, contorsionada por la protuberante sonrisa que la surca de punta a punta. “La libertad avanza”, escribe. Sus pequeños pulgares se mueven a fondo. El enorme aire acondicionado está en 18°. Se seca la transpiración de la frente. Toma una bocanada de aire. “¡Viva la libertad carajo!”. Mete las manos dentro de la campera; busco algo. Pide que le traigan un vaso de agua ya. 

No es fascista el que quiere, sino el que puede, dijo Myriam Bregman. Y aunque Javier Milei se muera de ganas —con mayor o menor nitidez, ésto se ve desde la luna—, la realidad no se lo permite. Como una metamorfosis a mitad de camino. Como una transformación trabada, incompleta, tildada. La libertad avanza hacia un lugar totalitario. En lo estrictamente simbólico ya está ahí. En lo material, la realidad no se lo permite. La pregunta es hasta cuándo.

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“Imagínense una insurrección popular”, escribe Lenin en ¿Qué hacer? El subtítulo del libro es Preguntas candentes de nuestro movimiento. La escritura es panfletaria, agitadora, sediciosa. Terminó saliendo en febrero de 1902 pero lo empezó a escribir mucho antes. Hay un artículo previo que salió en el número de mayo de 1901 del diario Iskra. Se titula “¿Por dónde empezar?”. Es la ansiedad revolucionaria que golpea las paredes de una coyuntura asfixiante. 

No es difícil imaginar a sus compañeros, compungidos, enloquecidos, y Lenin, paciente, reflexivo: “No se trata de escoger el camino a seguir, sino de saber qué pasos prácticos debemos dar en un camino determinado”. Si hay “una lamentable inestabilidad y vacilación del pensamiento”, de lo que se trata es de ir a los más concreto, a lo más inmediato: diseñar “un plan de actividad práctica”. “Hoy debemos aprovechar la agravación de la situación política, producida por el gobierno”, afirma. 

A partir de este artículo, entonces, escribe ¿Qué hacer?. El título se inspira en la novela homónima del revolucionario ruso Nikolái Chernyshevski, escrita cuarenta años antes. Lenin no había nacido pero, como varias generaciones rusas, la leyó con una atención reveladora. En la línea del comunismo premarxista y utópico, Chernyshevski propone imaginar pequeñas cooperativas socialistas. Lenin acelera un poco más: “Imagínense una insurrección popular”.

8

Mi amigo Elon Musk, dice Milei, no es nazi. Su apoyo al partido Alternativa para Alemania —derecha dura profundamente antiinmigrante— lo pone un poco en dudas. Futurista ver su rostro en pantalla gigante durante el acto del partido conectado por videollamada. Mientras agita los puños, adelante se ven banderas alemanas y brazos que lo ovacionan. ¿A Elon Musk la realidad tampoco le permite ser fascista? ¿Qué es lo que lo detiene? ¿Y si el truco de la época es justamente mantenerse ahí?

Hay tiempos, decía Gramsci, donde lo nuevo no termina de nacer y lo viejo no termina de morir. Todos estamos, de alguna manera, esperando la transformación. Salir de acá. Este limbo es insoportable. Los ricos se enriquecen, los pobres se empobrecen, y la promesa de un aceleramiento fascista cobra cada vez más fuerza. ¿Y si el truco de la época es justamente mantenerse ahí, es decir, acá, en este limbo insoportable, para siempre? ¿Cuánto es siempre? ¿Qué pasará mañana?

 

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