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17-01-2025 Ficciones

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Por Guillermo Fernández | Portada: Oskar Moll

La abuela me pidió que dejara la puerta de calle abierta. Escuché su voz ronca como una orden que me impedía seguir jugando con los soldaditos recién pintados. Alcancé a ponerlos en fila y a prepararlos con el fusil al hombro. Me habían encerrado en mi habitación para que me entretuviera. Pero la gente se iba amontonando en la puerta para dar un adiós final a la hermana de mi abuela, una mujer que por fin había dejado la mecedora, el calentador con las hojitas de laurel para echar afuera las bocanadas de aire de aquellos que están por partir. Puse el último combatiente aliado en el camión; salí de  mi dormitorio y, después, abrí la puerta de calle. Me apuré al pasar por la habitación llena de flores, de mujeres con pañuelo blanco y rosario en mano. Aquello que vi fue el resto de la vida: una corona con una cinta lila, cruzada con un Tu hermana y familia, y el olor a partida. El no mires de mi abuela, el empujón que ella hizo para que atravesara rápido la puerta con los adultos de negro, intentó sin lograrlo que yo no recordara a la muerta. 

Una mujer con los ojos rojos de haber llorado lo suficiente me abrazó con tanta fuerza que me apretujó contra sus enormes pechos como si el dolor estuviera ligado a lo mullido de las tetas, a ese olor de ropa guardada. Amelia, se llamaba. La ayudaba a mi abuela en vida de su hermana. La bañaban entre las dos. La sacaban a la fuerza de la silla y la sumergían en la bañera con agua tibia, la frotaban con una esponja llena de jabón Heno de Pravia. Ella murmuraba de alegría. Sofía, se llamaba, esa mujer sin fuerza a quien hundían en el agua y en el baño lleno de vapor. Yo miraba todo desde una puerta entreabierta. Sofía y las dos mujeres se espesaban en la bruma. A mí me costaba distinguirlas. Para mí todas se habían desnudado por miedo a mojarse. En un invierno con poco sol cuesta más secar los camisones y las bombachas. 

Comprendí con el tiempo que mirarlas me ayudaba a convertirme de a poco en un nieto mejor. Los chicos vivimos casi de prestado la vida que nos permiten los grandes. Yo había tomado sin permiso la escena del baño de Sofía. Había sido un hurto venial a una autorización para la vida en familia. Amelia me apartó de la puerta de entrada y de su efusivo pecho. Ella olía también a Heno de Pravia. Conviene despedir a los muertos con demasiado olor a vida. Amalia abrió a los gritos la puerta del baño para confirmar la ausencia. Mi abuela la esperaba en la sala prohibida. Espié el abrazo y el llanto común. 

Los hombres de mi familia se arrinconaron para poder hablar en voz baja. Formaban grupos para fumar y beber de una damajuana con manchas de vino tinto y sucia de tierra. Mi abuela dispuso que dos varones se ocuparan de Amelia. La sacaron entre dos de la habitación prohibida y la sentaron en una silla de paja en el patio que daba a una galería. El aire de la tardecita la iba a reponer. Fue mi tío Adolfo, uno de los dos, el otro un amigo de las noches que pasaban juntos en un bar para escuchar cantar. 

A mi tío se le ocurrió que un vino le asentaría a Amalia. Ella, cuando vio el vaso, torció la cara. Sacó de la cartera un crucifijo y lo apretó entre sus manos, como si el demonio tuviera cuerpo de hombre y cualquier ocasión sirviera para tentar. Amalia había hecho de la religión una conducta. No agradeció porque desechar al diablo era su tarea de cristiana. Hizo la señal de la cruz por las dudas de que el amigo de mi tío insistiera con el mal. Se escuchó un perdón. Nunca se supo si la voz provenía del maligno. Bien podría ser que todavía luchara por llevarse a Sofía. En los velorios, además del dolor, reina la incertidumbre por el hecho de dudar de si estar vivos es una casualidad o una bondad del divino por no haber sido elegidos para no quedar tapados en esa caja de madera eterna. 

Prendí las luces del patio. No me gustaba la oscuridad y esa cantidad de gente de gente que ocupaba la casa a esas horas. 

“No me vayas a robar la noche
si ya te llevaste el día.
Querida Sofía,
Todavía danos aliento,
para que te acompañemos
a preparar tu equipaje”

Se cantó en voz muy baja. Se habían reunido en la cocina y mi viejo les había prestado la guitarra sin que mi abuela pudiera prohibirlo. Habían juntado unas sillas para quedar en círculo. Entornaron la puerta para que el sonido llegara a los oídos de Sofia y la música la pudiera mecer. La muerte era un sueño oscuro y húmedo. 

Me quedé con ellos sin permiso, a escondidas. No me podía dormir. Me ensordecía el murmullo, me parecía a esa oración repetida en la Iglesia. Miré las caras de los que aún vivían. Había una estrecha fisura, una vereda angosta, entre la mujer acostada para siempre y ellos. 

Yo no sabía a ciencia cierta de qué lado estaba. Sospechaba que me quedaba tiempo para un final de ojos cerrados como Sofía.  

“La oscuridad llega,
no se ve más que estrellas.
Son luces que nos ayudan
y que llamamos destino,
por rutina y por desidia,
no conviene buscar horizonte”

Me levanté con ganas. Abrí la puerta de la cocina. Nadie se dio cuenta de que había estado en el grupo. Iba a mi habitación a pasar la noche solo. Pasé por el dormitorio de Sofía. Vi las coronas y las piernas de las mujeres sentadas con medias negras. Entré sin mirar a mi abuela que ya se había levantado para retarme. Me pareció que Sofía respiraba y que todavía reía en la bañera llena de espuma. Olía a perfume y me extendía las manos para que la ayudara a levantarse. 

Amelia se levantó con esfuerzo. La frenó a mi abuela. Había entre las dos una complicidad que solo el entumecimiento del tiempo podía anudar. La abracé. Ella me abrió los brazos para que yo me siguiera hundiendo entre sus pechos enormes y pudiera resbalarme en ese tejido negro que olía a Heno de Pravia. 

Espié como pude lo que quedaba a esa hora del enorme cuerpo de Sofía. No me sorprendió que sonriera. Toda su inmensidad me convocaba. La rechacé sin dolor. Escondí mi cabeza en el cuerpo de Amelia. 

A partir de ese momento comprendí que la muerte consistía en poder sujetar con ganas a los seres que todavía vivían.  

 

 

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