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14-01-2025 Notas

Facebook Twitter

Por Pedro Molina

Es difícil identificar un punto cero, pero en 2024 se instaló definitivamente la idea de que las redes sociales se volvieron insoportables. Lejos quedó el sueño naif de la aldea global con Facebook, donde los compañeros de la primaria se reencontraban y las historias de amor inconclusas resurgían. O Twitter como una polis griega, donde se democratizaba la información y todos eran iguales.

En su momento, la “insurrección digital”, como la llamó Alessandro Baricco, había sido la caída de las instituciones tradicionales y la construcción de un idílico espacio virtual entre pares. Así fueron concebidas las plataformas y la manera en que las incorporamos como hábito de nuestra vida. Los genios de Silicon Valley eran los buenos y nos daba placer habitar sus mundos digitales.

Pocos años después llegamos al colapso.

Hay estudios de todo tipo que explican diferentes daños: por ejemplo, el Global Wellbeing Report 2024 afirma que las personas “se sienten peor porque las redes los obligan a mostrarse bien”; en Estados Unidos, el 70% padeció “estrés electoral”, principalmente por el consumo excesivo de información (Asociación Estadounidense de Psicología); y un exempleado de Instagram denunció ante el Senado estadounidense que uno de cada ocho niños es acosado sexualmente en esa plataforma.

Podríamos seguir mencionando informes del aumento de ansiedad, de que uno de cada tres personas es adicta al celular debido a las redes (International Journal of Mental Health and Addiction, Canadá), el incremento en los problemas de salud mental o las consecuencias en adolescentes. Pero en la era de la posverdad, donde las estadísticas perdieron valor, para afirmar que hay un colapso alcanzaría con preguntarle al próximo que pase por la esquina su percepción sobre las redes sociales.

Puede que el malestar haya comenzado con las alarmas de los académicos, pero en 2024 se difundió como una certeza. Ya nadie piensa lo digital como un lugar de descanso o un refugio del mundo real. La nueva tendencia es que los “usuarios rasos” publican menos. En los feeds desaparecieron los amigos y nadie sabe cómo llega a lo que está mirando. Eso no se traduce en una reducción del tiempo de uso, sino en un cambio de comportamiento: ahora se parece más a la actitud pasiva e impávida de los niños frente a las pantallas. En 2024 la palabra del año fue, según el Diccionario de Oxford, “brain rot”: podredumbre mental generada por el consumo excesivo de contenidos.

Las “usuarios no rasos” viven algo similar. Algunos son los destinatarios del odio. Hay miles de casos y el fenómeno no es nuevo, pero queda en evidencia cuando las víctimas no representan posturas “polarizantes”. Un caso de este año es el de María Becerra, que con 24 años cerró Twitter afectada por su salud mental y volvió al mundo de carne y hueso, donde casi nadie la odia. El colapso también es eso: famosos y anónimos descubriendo que los lugares que hacen bien son otros.

El repliegue en todo el mundo durante 2024 se plasmó en el intento de huida a BlueSky, en el boom de apps como “Minimalist Phone” para desconectarse de las redes sociales, en el revival de los teléfonos que no son smartphones y hasta en la baja del uso de las apps de citas. Medidas paliativas insuficientes para salir de la adicción.

Todo cambió cuando las plataformas dejaron su lugar de “plaza pública” y el rol pasivo ante las interacciones virtuales. Habían creado un parque de diversiones gratuito, donde los políticos, las marcas, las empresas, los emprendedores, los aspirantes a famosos y los anónimos hacían sus negocios. ¿Por qué Facebook-Instagram, Twitter, LinkedIn y TikTok se perderían la oportunidad si eran los anfitriones?

Su estrategia fue la misma que la de un shopping o un casino: despertarle estímulos al cliente para que pase mayor cantidad de tiempo. No fueron ingenieros del caos, sino dealers de autor que ajustaron la oferta-demanda de contenidos mediante poderosos algoritmos para darle a cada uno la dosis de dopamina necesaria. Fueron premiadas las cuentas capaces de llamar la atención porque servían a su estrategia de retención del usuario. Entonces se multiplicaron los aspirantes a influencers. Durante años vivimos felices e ignorantes, convencidos de habitar el mundo ideal que nos habían prometido.

Pero las redes se habían rediseñado con el potencial de crear adictos. Las publicaciones debían despertar emociones y mucho mejor si eran negativas. No importó que fueran dañinas para el cerebro (por ejemplo, el doomscrolling) porque era redituable para la plataforma. El mundo libre que habíamos conocido con la insurrección digital, capaz de derrocar a las dictaduras de Medio Oriente, se transformó en una enfermedad autoinmune: nos despierta enojo, bronca o indignación.

El colapso digital no significa que las redes sociales mueren, sino que las personas no quieren estar ahí. Una relación tóxica, problemática o, como mínimo, no disfrutable.

La conciencia del daño también se nota en el interés mundial que despertaron dos éxitos editoriales de 2024 que explican el fenómeno. Los expertos fueron Jonathan Haidt (“La generación ansiosa”) y Yuval Huari (“Nexus”), que con diferentes enfoques describen la época. Son señales, todavía incapaces de cambiar el orden establecido, pero inimaginables hace unos años, cuando creíamos que Facebook-Instagram, Twitter y TikTok nos hacían más libres.

El colapso llegó también porque las plataformas perdieron el aura de pureza. Mostraron la hilacha como nunca antes. En enero, Zuckerberg pidió perdón ante cientos de padres de Estados Unidos por acoso, trastornos alimenticios y problemas de salud mental que Instagram causó a sus hijos. Un hito en el impacto de las plataformas: el fundador enjuiciado reconoce que son capaces de hacer daño.

El involucramiento de Elon Musk en la campaña de Trump también rompió con el ideal de las plataformas como espacios neutrales. Del buenismo con el que se autoproclamaban pasaron al modelo “no seas trolo, man”. Puede que el modo combativo sea la mejor manera de sostenerse en el poder real, pero alimenta la sensación de colapso del usuario. Viendo lo que circula en el “Para Ti” ya no suena exagerado imaginar que el algoritmo de Twitter esté sesgado.

En documentos internos de TikTok que se filtraron este año, supimos que por su algoritmo las personas bellas son más virales, que los adolescentes son los mejores usuarios para la empresa porque no pueden salir de la pantalla y que las personas incorporan a TikTok como un hábito adictivo después de ver 260 videos. ¿Por qué otras plataformas actuarían diferente?

El sistema tiene grandes beneficiados y el clima de época los avala. Pocos se atreven a cuestionar los métodos o los límites de una empresa si es exitosa. Muchos dirán: “si no te gusta, armá una plataforma y ganá las elecciones”, pero difícilmente haya un algoritmo atractivo y responsable.

Nadie quiere un mundo sin redes sociales, pero en los últimos meses se popularizó el término “bienestar digital”. Pocos saben cómo lograrlo. Podemos imaginar dos salidas posibles: por un lado, la autogestión, una solución individual que presume que las personas son capaces de dejar de pedirle dopamina a los dealers. Por el otro, regulaciones al funcionamiento de las plataformas, que todavía nadie supone cómo podrían ser. Con polémica, en Australia ya se prohibieron las redes para menores de 16 años.

Está claro que cualquier legislación que reduzca el tiempo de los usuarios en pantalla afectaría al negocio de los “nuevos señores feudales tecnológicos”, como los llaman ahora. Por eso, no sorprende que Elon Musk promueva la reducción del Estado desde el Department of Government Efficency o que Zuckerberg se haya alineado rápido con Trump.  Ellos ya saben lo que se les viene y por eso pasan a la ofensiva. Difícilmente algún gobierno del mundo esté dispuesto a enfrentarlos en esta posición de poder. Mientras tanto, enarbolan las banderas de un mundo libre, aunque ya no sabemos bien qué es eso.

Desde la razón, hay elementos para que cada uno se replantee su vínculo con las redes, pero desde lo emocional siguen siendo la dosis de dopamina más a mano para saciar el día a día. El 2024 dejó a la vista una mayor conciencia del daño y más personas afectadas. El colapso es apenas una luz de disconformidad. No será fácil encontrar la salida y mucho menos un lugar mejor.

 

 

 

 

 

 

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