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Por Mauro Greco
I ain’t lookin’ to block you up
shock or knock or lock you up
analyze you, categorize you
finalize you or advertise you
“All I really want to do”, Another side of Bob Dylan, 1964, Bob Dylan
I don’t want to make you cry
see you fly or watch you die
“All I Really want to do”, Live at Nippon Budokan Hall, 1978, Bob Dylan
El 1° de abril de 2024, dos semanas antes de que naciera mi hija, murió mi perro. Se llamaba Kiru, era un cocker spaniel pura raza, y había terminado en mis manos porque mi exsuegra, que lo había comprado en un criadero, estaba a punto de irse a Estados Unidos y dejarlo con unos hippies: antes de tamaña tortura, con mi ex, decidimos adoptarlo. ¿Pero a quién puede interesar esto más que a mi madre y abuela? Desde diciembre de 2023, sin embargo, convivimos con un presidente que hace de la alusión a sus perros —el original, Conan, y sus 4 clones: Murray, Milton, Roberto y Lucas— una carta de presentación, una forma de conectar con el creciente animalismo ¿anti-humano? expandido en Argentina, un país —tan afecto somos a las grandilocuencias— con la segunda mayor densidad de perros por habitante cuadrado: Buenos Aires, 2463 perros. Todos conocemos la genealogía, incluso clonada, de aquellos perros: Conan por el personaje de Schwarzenegger; Murray por Rothbard; Milton por Friedman, y Robert y Lucas por Robert Lucas Jr. Milei, mal que nos pese, puso a toda la Argentina a leer —o al menos a anoticiarse— de estos economistas austriacos, a enterarnos que Austria no es la Uruguay de Alemania sino también una escuela económica existente. Pero también hizo otra cosa, parcial pero no suficientemente dicha: mientras los progresismos —ahora que nadie es progre pero todos tenemos un amigo ambientalista, anti-racista, etc.— nos burlábamos de un economista que hablaba de “sus hijitos de 4 patas” y decía haber conocido a su padre clonado en el Coliseo Romano, Milei, como quien no quiere la cosa (“es algo muy bien pensado por gente muy inteligente”), conectaba con amplios márgenes de la sociedad argentina que, sea por un improbable animalismo anti-humano como por un más realista cálculo de los costos de tener un hijo, hacía de perros y gatos el centro de su vida, la compañía ideal de todos los días, el compañero que siempre está. Quien, como ya decía Derrida en L’animal que donc je suis (2002), nunca responde o contesta, pero siempre es fiel.
No recuerdo su nombre, pero tiene que haber sido en 2015, cuando todavía hacíamos —con cinco amigos— la revista cultural Humo, que me reuní en un desaparecido bar de MT y Paraguay con una colega rosarina quien, para su doctorado, se encontraba estudiando eso: no sólo, como analizó Gabriel de Giorgi, la “creciente presencia animal en la cultura latinoamericana”, sino puntualmente los mundos que se van abriendo alrededor de esa presencia, dícese, paseadores, veterinarias por manzana, psicoanalistas de perros, seguros médicos perrunos. Lamentablemente no pudo participar del número La razón salvaje (2017), y perdí su contacto entre celulares robados y cuentas de emails no pagas, pero la colega, además de originalidad, tenía un punto: la obsesión presidencial argentina con los perros no comienza con Milei, ya Macri, apenas asumido, había puesto a su perro Balcarce en el otrora prestigioso sillón de Rivadavia, condensación del poder político argentino. El desfondamiento de la función presidencial argenta, la sensación de vergüenza ajena que nos habita cuando sentimos que estamos gobernados por un panelista troll, ya había comenzado a fines de 2015, y lo había hecho de una manera precisa: no sólo con pases de baile desincronizados, sino también con un hijo de cuatro patas en un sillón señorial. Si Cristina, y el kirchnerismo en general, pudo estar sentado acá 12 años, cómo no lo va a hacer un perro, puede haber sido el chiste detrás de la foto. Pero también: soy un perro, como dice mi padre, y sin embargo soy su presidente.
Sin embargo, ¿cuál es la novedad mileista? Muchas, como la bibliografía especializada (Semán, 2023; Stefanoni, 2019; Grimson, 2024; Catanzaro, 2021) viene publicando desde hace 5 años, para explicar cómo el mileismo está entre “nosotros”, como “cooptaron” la rebeldía, cómo comprenderlo históricamente, cómo pensarlo política-filosóficamente. Sin embargo, ¿y los perros? ¿Cuándo vamos a pensar el uso, y no necesariamente abuso, que los perros, y puntualmente su clonación, tiene en la retórica, narrativa, gramática, estética mileísta? ¿Nos burlábamos progresistamente de su bizarrismo y “el 54%”, más futurista que los humanistas progresistas, nos devolvió que no le interesaba la procedencia de los perros sino el amor de su dueño? Cuando murió el mío, atacado por un cáncer —que muera el cáncer— terminal que lo liquidó en 4 meses, tuve un insight: lo clonación es muy comprensible, este dolor es insoportable, si pudiera clonarlo —en este momento y lugar— lo haría, no soporto la idea de que su singularidad se pierda en este mundo. Y acá, por lo poco que entiendo, está el padre del borrego: la relación clonación-singularidad. Sin embargo, “por lo poco que entiendo” no fue falsa modestia —siempre falsa, repetía Hannah Arendt—, sino una confesión de parte porque mis temas de investigación y docencia son otros: luego de consultarlo con Flavia Costa y Margarita Martínez, docentes de la materia Seminario de Informática y Sociedad de la carrera de Comunicación de la UBA donde —de la mano de Christian Ferrer y danimundo— aprendimos sobre filosofía de la técnica, y respondido que no era un tema sobre el cual las recomendaciones abundaran, dije, como se dice ahora, “acá hay algo”.
Eduardo Mendieta, brillante filósofo colombiano radicado en la Penn State University, en un paper no menos brillante dedicado al libro de Jurgen Habermas —quizá una entrada afable sobre estas temáticas— Die Zukunft der menschlichen Natur: Auf dem Weg zu einer liberalen Eugenik? (El futuro de la naturaleza humana. ¿Hacia una eugenesia liberal?, 2012 [2001]), critica una serie de puntos del filósofo alemán católico sobre la clonación humana. Por un lado, discutiendo el argumento habermasiano que decidir —a través de la investigación en células madre y el diagnóstico genético preimplantacional— sobre la conformación de las nuevas generaciones pueda afectar su autocomprensión y comprensión del sentido moral de su existencia, Mendieta retruca: “Ciertamente no es claro si las nuevas generaciones estarían de acuerdo con nuestras decisiones de no permitir su potenciamiento, privándolas por ende de mejores posibilidades de vida. Podrían estar, en cambio, extremadamente agradecidas hacia nosotros por haberles evitado los efectos debilitadores de una enfermedad congénita” (727). La segunda relativización que me gustaría retomar es la discusión de Mendieta de que, por clonado, la copia no deja de ser menos responsable, no sólo de su clonación —si volvemos sobre las tesis de la responsabilidad vicaria—, sino también de todo lo que sucede post-clonación, consciente o no de ella: “frente a una vida por vivir, un clon o un humano genéticamente modificado no es menos responsable, ni más irresponsable, que cualquiera de nosotros genéticamente simplones (…), salvo, por supuesto, que pensemos que sus vidas completas se encuentran escritas en su código genético, una asunción inaceptable” (734). Finalmente, menos preocupado por la auto-compresión moral o por los ajustes que el sistema legal debería operar para no caer en una moralización de la naturaleza que redunde en una naturalización de lo humano, Mendieta, en lo relativo a clonación o intervenciones genéticas, recuerda otros usos ya operativos que impactan directamente sobre nuestros estómagos, sobre lo que comemos, ergo —si seguimos al viejo Feuerbach— sobre lo que somos: “el intento de Monsanto de introducir lo que han sido llamadas “semillas Kamikaze”, con un solo ciclo de vida, volviendo necesario para los agricultores de comprar semillas en cada cosecha. Se desarrolla así una nueva y más sofisticada forma de colonialismo donde las armas del sistema legal y la tecnociencia son puestas al servicio de multinacionales de las naciones industrializadas del así llamado primer mundo” (740). De esta manera, la moralización de la naturaleza humana, su consideración como intocable como si a su vez no hubiera ya sido moldeada por numerosos artefactos técnicos —desde la piedra hasta el fuego—, aparece, a los ojos de Mendieta, como un lujo de filósofos del primer mundo, en el caso de los alemanes, a mayor abundamiento, traumados —o memoriosos— de lo que su propio país y Estado hizo cuando intentó eugenésicamente intervenir la naturaleza alemana y europea.
Cuando me di vuelta ya no estabas y yo sólo buscaba la mirada del adiós
Sin embargo, ¿podemos llevar estas alarmas habermasianas, así como la identificación de la operatividad de los matafuegos disponibles por Mendieta, de la clonación o intervención genética humana al de los animales domésticos, puntualmente los perros? Si seguimos al filósofo colombiano sí, porque los cerdos, caballos y vacas que conocemos no son naturales, “grown” en la terminología de Habermas, sino “made” por nuestro contacto con ellos, selección, domesticación y alimentación. Entonces, como la repetición de la palabra domesticidad lo indica, la cita al brevísimo The Companion Species Manifesto: Dogs, People and Significant Otherness (2003) de Donna Haraway está a la mano, porque, de acuerdo con la autora, cerdos, caballos y demás son similares a los perros: “Me interesa el hecho de que los perros no son nosotros. Los perros cifran otras especies, pero otras especies viviendo en una relación muy cercana; otras especies en relación a las cuales la división naturaleza/cultura es más un problema que una ayuda”. Entonces, si los perros no son “ni naturaleza ni cultura”, “not both/and, not neither/not” aclara gramaticalmente Haraway, sino “otra cosa”, es esta otra cosa lo que hay que pensar, no repitiéndola tampoco bajo la dedeada alusión al cyborg ochentista. ¿Qué es ese “something else” que llevó a Macri a sentar a Balcarce en el sillón de Rivadavía, a Alberto Fernández —primero— a llamar “Dylan” a su collie y —segundo— a mostrarlo como si fuera la superación de Balcarce, y, finalmente, a entender el lugar y la aprobación que los perros clonados mileistas tienen en su imagen, retórica, etc.?
La denveriana, en un artículo poco posterior al libro, “Encounters with Companion Species: Entangling Dogs, Babbons, Philosophers and Biologists” (2006), además de meterse con Derrida por no haber construido un estado del arte de su ensayo (“¿por qué Derrida no preguntó, incluso en un principio, si Gregory Bateson o Jane Goodall o Marck Bekoff o Barbara Smuts o muchos otros no habían conocido la mirada del viviente, y en cambio deshizo y rehízo sus ciencias?”), recuerda la etimología latina de “companion”, “cum panis”, aquel con el que se (com)parte el pan, como cualquiera que haya militado en las izquierdas o nacional-populismos sabe o debería saber. También Haraway recuerda el origen en “specere” de “to look” o “to behold”, es decir, mirar, observar, contemplar, ad-mirar. Pero specere también antecede “species” que se vincula con “spice”, pimienta, picante, algo no soso, como si esto fuera también lo que las especies de compañía aportan a nuestras vidas. ¿Qué es lo que podemos sacar en limpio de esta ensalada de latinismos y etimologías? Por lo pronto, que “to respecere”, recuerda Haraway, quiere decir mirar de nuevo, “to seeing again”, volver a mirar aquello que nos miró —en Derrida— o que miramos —para Haraway—, y con quienes compartimos el pan y la pimienta de la vida. En quizá la segunda mejor reflexión de todo el paper, que a su vez hace las veces de resumen sui generis del libro, Haraway recuerda, citando primero a Smuts y luego hablando en su nombre, en primera persona: “Los cambios en la forma de saludar [pero también de mirar, “greetings”] son un cambio en la relación (…) La verdad u honestidad de la comunicación no-lingüística encarnada depende de mirar atrás y agradecer una y otra vez a los otros significativos” (111). Es decir, todo lo contrario de hacer borrón y cuenta nueva, tabula rasa, no volver a hablarle a tu ex y el perro de ambos durante cincos años. Dicho de otra manera: hay, para Haraway, una verdad u honestidad en no dejar atrás, no soltar, insistir, incluso obcecadamente, con los otros significativos cuya mirada nos partió no solo el corazón o la cabeza sino también el pan. ¿Cómo vamos a olvidar, así como así, alguien con quien compartimos un cacho de pizza, o que nos la robó de la mesa cuando bajamos a recibir un paquete? Creo que es esto lo que está detrás de la historia —que poco importa si es verdad o falsa, lo que importan son sus funcionalidades— de Milei, cuando despedido del estudio Broda, decidiendo, brillantemente, usar la indemnización para garantizar los gastos de Conan, aunque eso lo llevara a sólo poder comer una pizza por día, dividida entre desayuno, almuerzo y cena. Lo que se dice, una decisión racional, inteligente y bien informada. ¿Pero alguien se imagina, incluso como relato, a Alberto Fernández dejando de decirle a alguien “decime algo lindo” para jugar con Dylan, o a Macri interrumpiendo su visionado de Netflix desde las 19 hs para pasear a Balcarce? No soltar, incluso idear un plan alimenticio tan dañino como el que relata Milei, tiene sus beneficios, al menos en términos de producción de sinceridad.
Es que, proponiendo hablar sobre clonación y forclusión, pareciera que no dejamos de hacerlo sobre duelo y melancolía. Todos leímos, en un país sobre-psicoanalizado como Argentina, “Melancholie und Trauer” (1915), el clásico y conocido textito de Freud escrito antes de sus trabajos sobre narcisismo —es un error decir que el narcisista es melancólico, en todo se trata de explicar el mecanismo o dispositivo productor de narcisismo— y antes de su ensayo sobre la psicología de las masas. No está mal, ni deja de ser muy (in)formativo, releer “Duelo y melancolía”, incluso en lo que refiere al sadismo, en este particular contexto argentino. Pero repasemos un poco lo que Freud hipotetiza allí, teniendo siempre en mente a Milei, sus perros y la clonación (o repetición con diferencia) de los últimos cuatro: el nacido en Prîbor abre su texto postulando que podemos duelar tanto a una persona como a una abstracción, por ejemplo “la libertad”. Segundo, que (en) el duelo se trabaja, recordando —para volver al latín— el origen torturante, trepalium, de la palabra “trabajo”. Tercero, y coherentemente, que el duelo, a diferencia de la melancolía, es consciente, no forma parte de las imágenes, representaciones, etc., intolerables que alojamos en algún lugar de nuestro cuerpo ante nuestra incapacidad de procesarlas, elaborarlas, etc. Pero la melancolía, por más inconsciente que sea, dice Freud, permite al melancólico captar la verdad con más claridad que no encontrándose en ese estado, por falta de interés, trabajo o justamente por no estar aferrado a la misma pulsión de vida que el resto de los seres vivos. Hay un callejón polaco entre enfermedad y verdad: lo sabíamos, tenemos ejemplos internacionales y locales para graficarlo, Proust escribiendo la mayor obra literaria del S. XX desde su cuarto semi-alumbrado, Martínez Estrada intentando entender la novedad radical del peronismo desde una bañera repleta de agua. Para decirlo con el bahiense: ¿la verdad (de una situación, de una coyuntura, de un intríngulis) se ve desde el otro lado de la salud? ¿Quién escribirá la historia, no de lo que pudo haber sido sino, de este presente argentino desde las ondas de normalidad y normalización que nos invadieron, como campo popular, en las últimas elecciones presidenciales? Faltaba nomás decir (y esto se sigue diciendo en twitter): “votá al normal, su perro vivo, Patán, lo cuida mientras duerme”. Sin embargo, la melancolía no es vergonzosa sino gozoza, auto-exihibitoria, desinhibida, franca, auto-desnudatoria. La melancolía es crítica, no en el sentido de que así haya que estarlo para serlo (forzarse melanco, escuchar discos de adolescencia, etc.), sino que el melancólico, por su condición, se encuentra más abierto a la crítica, sobre todo a la autocrítica, que la post-melancolía. El melanco, dice Freud, hace de cada klagen una anklagen, de cada queja una querella. El melancólico aloja en sí una posible revuelta, que sólo porque su amor/odio —o carga libidinal— puede encontrar otro objeto, no termina en una insatisfacción social mayor. En el origen de aquella crítica hay un desamor, una afrenta o desengaño (insisto, hacia un ser vivo o una abstracción), resaltando a su vez la ambivalencia de los vínculos de amor: aquello amado puede devenir odiado, en lo que odiamos puede anidar el pájaro de la fascinación. ¿No es justamente lo difícil seguir amando luego de un desengaño, sea este una interrupción, una muerte o una desaparición? ¿No requiere, justamente, mayor trabajo insistir —incluso obcecadamente— en lo perdido, pero no por fetichismo de él sino porque, strictu sensu, no lo es tal, no está perdu? Aquel empate hegemónico afectivo, para decirlo con un Freud pasado por la zaranda de Murmis y Portantiero, es sólo ante una afrenta, menosprecio o desengaño que se inclina para alguno de los dos lados. La melancolía, así, deviene para Freud sadismo y odio hacia uno mismo, querella infinita de lo que perdimos. Siempre y cuando, claro, el objeto perdido haya sido importante para el melancólico, porque nadie siente melancolía por algo o alguien chiquitito. Hay que tomarse muy en serio, en el deseo de clonación, la importancia de lo clonado para el clonador, su significatividad, su amor que lo sigue siendo luego de la muerte.
Sin embargo, como no podía ser de otra manera desde Argentina —un país donde el psicoanálisis prendió mucho más que en Republica Checa, Austria o Reino Unido, donde alguna vez me recomendaron no compartir que me psicoanalizo porque es sinónimo de “breakdown”—, partimos de la hipótesis de la bligación del duelo: la filósofa belga Vinciane Despret, en Au bonheur de morts. Récits des ceux qui restent (2015, traducido por Pablo Mendez para Cactus como A la salud de los muertos. Relatos de los que quedan, 2021), parte justamente de ahí, llamando “réflexe de pensée” a la idea que el duelo es una suerte de obligación (10). Reflejo y no reflexión, automatismo y no re-flexión. Los muertos, en su perspectiva, no lo son salvo que uno cese de conversar con ellos (13), tarea que recae, obviamente pero no tanto, sobre aquellos “left behind”, como la nacida en Anderlecht elogia de la expresión inglesa (algo ya raro para un/a nativo/a del francés). Para la autora, en lo relativo a los muertos, es fundamental lo que llama “la question du milieu” (20), algo que debería despertar la simpatía de cualquier comunicólogo: ese medio es definido de dos maneras, siguiendo al Deleuze del Abecedaire, pero también, leyendo Le spectre et le voyant. Les echanges entre morts et vivants en Islandie (2002) de Christophe Pons, como aquello favorable o «tóxico» —es la palabra utilizada— a la (re)aparición de los muertos, al diálogo con ellos. Los que (se) quedan, en una referencia que en Argentina no puede no hacernos pensar en la última dictadura y en nuestras formas no-tóxicas de procesarla, son “más jóvenes que el desaparecido al momento de su muerte: en un momento determinado, por ejemplo, pueden decir “ahora superé la edad que él alcanzó”, signo de que el muerto, de alguna manera, queda fijado en la edad que tenía cuando murió” (22). ¿Nos damos cuenta del humanismo, o mejor dicho antropocentrismo, de esta —también— suposición? ¿A quién le importa la edad de su perro cuando murió? Y no porque comencemos con la calculadora a multiplicar por siete cada año perruno, sino porque en todo caso lo que nos invade, al menos en una experiencia posible, es un desasosiego, un vacío, una tristeza infinita y no poética por la pérdida de un compañero de vida. Quizá por eso, y aquí sí sigo a Despret a pie juntillas, “«ceux qui restent » mènent ainsi de véritables enquêtes», los que quedamos piloteamos verdaderas tormentas de investigación para entender qué pasó, de dónde vino ese cáncer, qué podemos hacer ante esa enfermedad, cómo podemos continuar su vida. Y es comentando otro libro, Ghosts of War in Vietnam de Heniok Kwon (2008), que Despret sitúa su investigación en una longue durée, una larga duración que parte del proverbio vientnamita: “los ancestros comieron mucha sal, sus descendientes desean agua” (31). Mejor explicado: “Los verdaderos deseos humanos no son de un individuo aislado. El origen del deseo se encuentra en alguien más, y no es sino en presencia de ese otro que el agua se vuelve salada. El deseo de recordar, y de conmemorar también, puede ser un deseo que emerge entre el pasado y el presente, y que se divide entre aquellos que recuerdan y aquel de quien nos acordamos” (44). Lo que hace falta, y este quizá sea el principal concepto del libro, es un “tact ontologique” (32), un tacto ontológico para tratar con aquellos muertos que no son tales, los medios que pueden convertirse en favorables o tóxicos para su aparición, las investigaciones que desarrollamos para entender, las largas duraciones intergeneracionales en las que se inscriben nuestros deseos de perduración. Tacto ontológico, entonces, es una precisa indicación metodológica, metódica, de cómo comportarse ante la pérdida de un ser (vivo) querido. Tacto, incluso, escribiendo un texto sobre una persona, un presidente, un dueño clonador de perros como Milei, alguien que ha hecho de su falta de tacto, salvo con los perros, su carta de presentación, su marca de fábrica, su estilo de gobierno. Pero, saliendo un poco de el punto argentino, es perfectamente coherente con la empresa de Despret: “yo decía: realizo una investigación sobre la manera en que los muertos entran en la vida de los vivos, entre nosotros, hoy en día, y cómo nos hacen actuar: trabajo sobre la inventividad de los muertos y de los vivos en sus relaciones, con la dificultad de que los vivos tienden a dejarse convencer fácilmente de tomar todo el crédito por esa inventividad” (35). ¿O alguien piensa que la clonación de Conan en Murray, Milton, Robert y Lucas dependió sólo de la vitalidad salarial y la viveza (criolla) de Milei y no también de una comunicación inventiva entre el perro muerto y el dueño?
Final words
Tardé 9 meses en escribir este texto (un embarazo o el casi cumpleaños de tu hija). No, desde ya, porque sea muy paia, o porque las lecturas lo demandarán, sino porque, como sabemos con los humanos pero deberíamos extenderlo a los animales, no es fácil reconectar con un ser querido desaparecido, o, al menos, como se dice, que pasó a otro plano de existencia. La hipótesis inicial de este ensayo era clara, aunque progresivamente indecible: la pulsión —por llamarla de una manera— clonadora de Milei no es nueva, no es la primera vez que se niega el duelo, la obligación a hacerlo, en la historia argentina reciente. Las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, sobre todo Hebe de Bonafini —un nombre muy importante para algunos de nosotros—, con toda la incomodidad que nos provoca ligar aquel nombre propio y estos nombres (im)propios, también hicieron del no-duelo, o mejor dicho de la conversión del duelo en disputa política, una forma de procesar, tramitar, no gestionar, las heridas no cicatrizadas de la última dictadura. En el caso de Milei —no hace falta la indignación, nos vivimos indignando por todo, regodeándonos en ese lodo—, no hay política del duelo, o mejor dicho esa post-política es la clonación: una salida individual, tecnófila, futurista, integrada que pone en manos de la ciencia, de una ciencia al servicio de posibilidades salariales individuales —ver el libro de Marta Quintana, Derivas de la sangre, para la importancia que la ciencia tuvo para Abuelas desde los 90s—, lo que no puede ni quiere tramitarse de otra manera. Milei, y estas palabras finales —terminales— no pretender desandar el camino previo —efectivamente creo que, como con los grandes asesinos políticos del siglo XX, lo que toca con estos neofascistas contemporáneos es comprenderlos en lo que compartimos, no ajenizarlos para nuestra sanidad moral—, hace de la clonación de sus perros un factor de humanización, ante quien pretende presentarse como un Übermensch económico, diciendo las verdades que otros ocultan, no teniendo piedad, empatía, respeto ni modales. Milei, mucho más que con sus conchabos sentimentales a término con Fátima Fernández, “Yuyito” González y la que venga (Graciela Alfano, Silvia Suller, Mónica Mondino), hace de sus perros, y de la clonación del primero y originario Conan, la demostración que incluso un economista golpeado, rechazado, rescindido necesita un cable a tierra, una desnudez que lo desnude, una mirada del adiós. Todos soñamos, o al menos algunos de nosotros, con cruzárnoslo en algún paraje recóndito, solo, y sin la troupe de lamebotas que lo circunda, y devolverle la violencia —“flood the zone with shit”— que viene esparciendo desde hace 10 años, como no lo hicimos con Marcelo Birmajer y Alejandro Fantino, otros personajes menores totalmente vendidos al Kapital, primero macrista y ahora mileísta. Sin embargo, ¿extenderíamos esa violencia a sus perros? ¿Haríamos sufrir, por añadidura, a Conan II, Murray, Robert y Lucas? ¿No comenzó a ganar —por supuesto que ya había hecho mucho antes, sino no se explica Massa saltando entre peques del Pelle— Milei cuando le ofreció a Alberto Fernández de cuidar de Dylan? Si no pudiste cuidar de un gobierno, y de un Frente, y de más del 50% que había depositado en vos sus esperanzas post-macristas, ¿cómo vas a hacer para cuidar, bien, de este hijo de cuatro patas?
A Milei, entiendo, se lo combate en las calles, en las redes, y en todas partes, pero también en los afectos con los que nos vinculamos con el mundo, no poniéndonos siempre del lado de los buenitos, de los buenistas sin Gustavo Bueno, sino también avizorando cuánto de ese mundo elucubrado en sus fascinaciones ya forma parte de nuestras fantasías, fantasmas, y deseos.
* «Perros jugando al póquer» (1894) de Cassius Marcellus Coolidge
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