Blog

27-02-2025 Notas

Facebook Twitter

Por Leandro Valentín Alvarez

En la parroquia del barrio Padre Ricciardelli, operadores judiciales se sientan en ronda con los vecinos. Escuchan sus relatos sobre la falta de trabajo, el hambre y el narcotráfico, que no solo distribuye drogas sino que también actúa como proveedor de empleo y alimentos. Las voces son directas, sin eufemismos: “Acá no hay opciones. Lo que falta no es voluntad, es un Estado que haga su parte”. A unas cuadras de ahí, personal del Gobierno de la Ciudad realiza un operativo de desalojo en una plaza. Las pocas pertenencias de las personas en situación de calle terminan en un camión de basura. “No pueden quedarse acá”, dice uno de los encargados, mientras los desalojados se dispersan en silencio. La plaza quedará vacía para la mañana, lista para la foto del “orden recuperado”.

En este contraste, la tensión es evidente: hay operadores judiciales que intentan entender y hay un Estado que actúa para despejar. Pero la realidad no siempre elige los matices. Hace un tiempo, un juez de la Corte Suprema resumió esa desconexión con una frase provocadora: “Donde hay una necesidad no puede haber un derecho porque no hay suficientes recursos para satisfacer todas las necesidades”. Esta visión, que desliga la vulnerabilidad de la garantía de derechos, evidencia la desconexión estructural y ética que atraviesa a todo el sistema.

Ahora bien, tanto estas escenas como estas posturas no son solo debates teóricos. En realidad, representan formas muy concretas de gestionar la exclusión social. En este contexto, reflexionar sobre el sistema de justicia y el perfil de quienes lo operan se vuelve urgente, especialmente cuando están por debatirse las nominaciones a la Corte Suprema de Justicia de la Nación, que no solo definirán las interpretaciones legales del futuro, sino también los valores éticos que guiarán nuestras instituciones. En una sociedad donde el Poder Judicial es percibido como distante, frío y, en ocasiones, deliberadamente interesado, es inevitable la pregunta:¿qué tipo de jueces necesitamos en un país donde el orden está siempre en tensión con la justicia?

El maquillaje de la exclusión

La campaña de “orden y limpieza” del Gobierno de la Ciudad no se limitó a reorganizar el espacio urbano, sino que fue, esencialmente, una operación simbólica. Las imágenes de calles despejadas y plazas “recuperadas” ofrecieron un relato para las condiciones de la convivencia armoniosa. En este sentido, estas imágenes están lejos de ser neutras: son construcciones ideológicas. Lo que no aparece en el encuadre —las historias de las personas desplazadas— es tan revelador como lo que se muestra. El silenciamiento, por lo tanto, es un recurso discursivo que intenta normalizar una gestión de lo público que excluye a los más vulnerables.

El desalojo de los manteros es otra pieza de esta narrativa. Los vendedores ambulantes no son vistos como trabajadores que sostienen una economía de subsistencia, sino como interferencias en el paisaje urbano. Pero este enfoque no solo desconoce las condiciones que los llevan al comercio informal —precarización laboral, falta de oportunidades y políticas que profundizan la desigualdad, además de una pauperización salarial que incrementa la existencia de una demanda—, sino que además refuerza el ciclo de exclusión. Privados de su medio de vida, empujados a márgenes aún más estrechos, los manteros se convierten en las primeras víctimas de un modelo que prioriza el “orden” a costa de la humanidad. ¿Y por qué la palabra humanidad es pertinente? Porque significa entender que el problema no es dónde están, sino por qué están ahí. La solución no es moverlos, es reconocerlos. En tal caso, ¿por qué hay que sacar a los manteros y no a los personal trainers que también hacen un uso comercial no autorizado de las plazas? Porque los manteros y las personas que viven en la calle son un recordatorio incómodo de la exclusión, de lo que el sistema prefiere esconder. No es el espacio, por lo tanto, lo que incomoda. Lo que incomoda es la evidencia de un fracaso colectivo.

Como respuesta a las críticas que recibió la campaña de “orden y limpieza”, el Gobierno de la Ciudad lanzó la Red de Asistencia para personas en situación de calle, un programa que reemplaza al antiguo Buenos Aires Presente (BAP). Sin embargo, los problemas estructurales que llevan a las personas a vivir o trabajar en la calle no desaparecen en el camión de basura que se lleva sus pocas cosas. De hecho, las soluciones que se limitan a los síntomas solo agravan las causas del problema. Limpiar una plaza es sencillo, pero comprender por qué había gente viviendo en esa plaza es mucho más complejo.

Como todos saben, el espacio público en las grandes urbes ha sido, históricamente, un escenario de disputas simbólicas. Desde las reformas higienistas del siglo XIX hasta las actuales políticas de gentrificación, el control del espacio urbano se ha utilizado como una herramienta para proyectar poder y exclusión. Y, en Buenos Aires, esta lógica se materializa en operativos que hoy convierten a los sectores vulnerables en enemigos del orden. Ahora bien, además de sacarlas de los lugares donde duermen y arrojar a la basura sus pocas pertenencias, ¿qué más podría hacer el Estado con las personas en situación de calle? Para responder es necesario conocer la dimensión del problema. En la ciudad de Buenos Aires, en el último trimestre de 2024, la pobreza alcanzó al 22,1% de los hogares (299.000) y a 28,1% de los habitantes (868.000), según el Instituto de Estadísticas y Censos de la Ciudad de Buenos Aires (IDECBA), mientras que la indigencia alcanzó al 7,3% de los hogares (99.000) y al 11% de las personas (341.000). 

El Estado tiene la obligación de garantizar, en general, los derechos básicos de los habitantes y, en particular, de las personas que padecen pobreza y exclusión. Para esto, nuestro país posee un amplio ordenamiento jurídico que reconoce derechos. Somos campeones legislando, pero tenemos una tasa muy baja de cumplimiento. No es necesario ir a los instrumentos internacionales de derechos humanos para encontrar pautas de cómo el Estado debe abordar la pobreza. El art. 17 de la Constitución porteña establece que deben desarrollarse políticas sociales coordinadas para superar las condiciones de pobreza y exclusión mediante recursos presupuestarios, técnicos y humanos. Salud, educación, ambiente, hábitat y seguridad, entre otros, son derechos reconocidos en la Constitución local. Es más, la Ley 3.706 de la ciudad de Buenos Aires establece un marco integral para proteger los derechos de las personas en situación de calle y garantizarles el acceso a servicios socioasistenciales continuos y promover políticas públicas en salud, vivienda, educación y trabajo. Además, la misma ley subraya la obligación de erradicar prejuicios y discriminación contra estas personas, así como de realizar relevamientos anuales para orientar las políticas específicas. Sin embargo, la realidad dista mucho de este ideal.

La única solución real que hoy ofrece el gobierno porteño son los Centros de Inclusión Social (CIS). Se trata de paradores nocturnos en los que se oyen testimonios devastadores: hacinamiento, robos, abusos y condiciones de insalubridad son moneda corriente. Además, las reglas estrictas —como la prohibición de ingresar con mascotas o los cupos exiguos para alojar a grupos familiares completos— excluyen a muchas personas. Para quienes logran acceder, de todos modos, el refugio no es más que temporal: deben abandonarlo al amanecer y volver a la intemperie. En este sentido, los refugios no son una solución, sino otro gesto simbólico (¿culposo?) que busca justificar los desalojos bajo la apariencia de una responsabilidad social. Y, por si fuera poco, sin condiciones dignas y la exclusión de quienes no cumplen con sus estrictos criterios de acceso, la nueva Red de Asistencia, a pesar de presentarse como un avance, reproduce muchas de las fallas estructurales del sistema anterior. Ni siquiera existen las plazas suficientes para recibir a todos los que lo necesitan. En la ciudad hay 47 CIS con un total de 3.510 lugares, sin embargo, en diciembre de 2024, se contabilizaron 4.416 personas viviendo en la calle, según el Relevamiento de Personas en Situación de Calle del Ministerio de Desarrollo Humano y Hábitat del GCBA. 

Escuchar para transformar

Por otro lado, los encuentros organizados por la Iglesia proponen una ruptura de esta lógica. En lugar de priorizar la estética, se apuesta por la escucha activa. Jueces, fiscales, defensores oficiales y trabajadores judiciales se reunieron en tres oportunidades con habitantes de barrios postergados para escuchar sus demandas y vivencias. La primera vez fue en el barrio Padre Ricciardelli, también conocido como ex Villa 1-11-14, y la segunda en el Hogar del Padre Cajade, en La Plata. El tercero tuvo lugar en la parroquia San José de San Justo, un lugar cargado de simbolismo por su historia de reconstrucción social. Este cambio de escenario no es menor: implica salir de los despachos, romper con la verticalidad del poder y reconocer que las decisiones judiciales afectan, de manera concreta, a comunidades reales.

Lejos de reels de Instagram y los discursos grandilocuentes, estos espacios ofrecen a los magistrados una oportunidad de comprender las complejidades de la exclusión y construir puentes entre la justicia y las comunidades, dejando de lado la imposición para priorizar la comprensión mutua.

El último de estos encuentros fue convocado a través de una invitación de la Conferencia Episcopal Argentina, cuyo texto reflejaba el espíritu de la iniciativa: “Respondiendo a la inquietud de algunos magistrados de tomar contacto más estrecho con vecinas y vecinos de barrios carenciados para tener una visión más directa de sus conflictos y sus necesidades de acceso a la justicia…” Considerando que los magistrados no llegan a imponer ni a juzgar, sino solamente a escuchar, este tipo de acto, aunque pueda parecer simple, tiene un impacto profundo.

Josef Pieper, al reflexionar sobre las virtudes cardinales, señaló que la justicia no comienza con la norma sino con el reconocimiento del otro como igual. Esta idea elemental se convierte en una práctica radical en un sistema judicial que tiende a despersonalizar los conflictos. Es que los jueces son, ante todo, narradores: deben reconstruir historias humanas sin reducirlas a categorías técnicas. Y en los encuentros de la Iglesia, esta idea encontró una forma concreta: los magistrados escucharon y además participaron en un ejercicio de comprensión activa, desafiando las dinámicas tradicionales del poder judicial.

Escuchar no es una cortesía; es un acto de reconocimiento. Escuchar no solo implica prestar atención, sino también reconocer la dignidad y el valor del otro, especialmente de aquellos que suelen ser ignorados o tratados como cifras en los informes oficiales. La escucha, en consecuencia, se transforma en un acto de justicia activa, dado que los operadores judiciales en estos encuentros están haciendo algo más que recabar información.

Monseñor Oscar Ojea, entonces presidente de la Conferencia Episcopal Argentina, participó en el último de estos encuentros, realizado en un gimnasio construido sobre lo que alguna vez fue un basural. A ese mismo lugar, conocido como la terminal del “Tren del Paco”, durante años llegaban decenas de personas para comprar droga en el barrio Puerta de Hierro. Desde ese espacio, convertido en símbolo de reconstrucción y resistencia, Ojea planteó una reflexión que resuena con fuerza. “Sigue siendo importante un Estado activo que se haga cargo de las necesidades de la gente”, afirmó, destacando el rol insustituible del sector público. Sin embargo, también dirigió una crítica hacia los medios de comunicación y su tratamiento del delito juvenil: “Parecería haber una insistencia o una demonización del delito de los menores… Debemos ver la película entera de esas vidas, para no tener una visión parcial de lo que pasa. Esto es un problema de adultos, que son quienes deben encontrar los modos concretos para facilitar la reinserción social de quienes han cometido un delito”.

Ahora bien, ¿este enfoque tiene la capacidad de transformar realidades complejas? La mayoría de los procesos penales son contra personas con sus derechos elementales vulnerados. En la mayoría de los casos, se trata de varones desocupados o subocupados, en situación de calle o que viven en barrios de emergencia de la ciudad o el conurbano. Casi en su totalidad padecen de adicción a las drogas. Entonces, ¿qué habrán hecho los operadores judiciales el día después de oírlos? ¿Alguno de los jueces que asistieron a los encuentros lo habrá pensado dos veces antes de ordenar la prisión preventiva de una persona en situación de calle? 

El contraste entre el acto de escuchar y tomar decisiones judiciales subraya las tensiones inherentes al sistema de justicia y su relación con los sectores más excluidos. Y por eso son significativos estos encuentros: porque marcan un cambio cultural de sus operadores y del contacto directo con quienes viven las consecuencias de los problemas.

Hacia un Poder Judicial con rostro humano

El sistema judicial es, con demasiada frecuencia, reactivo e incapaz de abordar las causas estructurales de la desigualdad. Solo se ocupa de castigar sus consecuencias. ¿Comprenden los jueces que el derecho no puede ser solo un mecanismo técnico, sino un espacio de traducción entre las demandas sociales y las normas que buscan ordenarlas?

¿Y hasta qué punto el Estado puede castigar a las personas que padecen la exclusión? Desde ya, el Estado no tiene el estatus moral suficiente para reprochar ciertas conductas ocasionadas por las omisiones del propio Estado, por ejemplo, a la hora de satisfacer los derechos elementales. Desde la filosofía del derecho, Gustavo Beade explicó que quienes padecen un estado de desigualdad estructural por falta de implementación de políticas públicas que garanticen su derecho a la vivienda no pueden ser inculpados y castigados por usurpar un terreno público. Y lo mismo podría sostenerse respecto de quienes tienen restringido su derecho a la alimentación y hurtan en un supermercado o, incluso, algún otro bien para cambiarlo por un alimento. Además del debate filosófico, estas situaciones están previstas en la legislación argentina, donde el estado de necesidad está incluido como una causa de justificación que exime de sanción penal a quien actúa para evitar un mal mayor (art. 34, inc. 3°, CP). Criminalizar estos actos no resuelve nada; el problema no es (solo) el delito, sino un sistema que fuerza a elegir entre delinquir o desaparecer.

Los encuentros organizados por la Iglesia subrayan la necesidad de redefinir el servicio de justicia desde abajo. Ahí, quienes suelen ser invisibilizados por el sistema judicial tienen la oportunidad de contar sus historias y convertir el acto de la escucha en un acto político. Aunque el gesto no pretende ser la solución definitiva, apunta hacia un modelo judicial que no se conforma con administrar el conflicto, sino que aspira a transformarlo. ¿Administrar justicia no es un proceso que debe encontrar un lenguaje que haga justicia a las historias que atraviesan las normas?

En última instancia, el perfil de jueces que nuestra sociedad necesita no es el de técnicos que aplican la ley desde la distancia, sino el de artesanos del derecho capaces de tejer soluciones que reconozcan tanto la singularidad de los casos como las tensiones estructurales que los enmarcan. El servicio de justicia, por lo tanto, no puede ser un ejercicio abstracto ni un desfile estético, por mucho que eso, en momentos como el actual, le resulte conveniente al gobierno de la ciudad de Buenos Aires. ¿Qué implica vivir en una ciudad limpia si esa limpieza depende de la expulsión de los más vulnerables? Si el progreso no incluye a todos no es verdadero progreso, sino un espejismo que, eventualmente, se derrumba bajo el peso de sus contradicciones. De manera similar, un sistema judicial que no reconoce al otro como un igual no hace justicia, sino que monta un simulacro que perpetúa las peores jerarquías existentes. Una sociedad justa exige algo más: exige jueces que entiendan que el derecho no es un fin en sí mismo, sino una herramienta al servicio de las personas.

Las iniciativas como las promovidas por la Iglesia no deben verse como excepciones, sino como ejemplos de un sistema judicial que aspira a ser verdaderamente humano. En esas voces escuchadas, en esas historias reconocidas, se encuentra la semilla de un servicio de justicia que no se limita a parecer justo, sino que trabaja para serlo.

Etiquetas: , , , , , , , ,

Facebook Twitter

Comentarios

Comments are closed.