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20-02-2025 Notas

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Por Pedro Fernández Quiroga

Disimulan. Es lo que entendemos como modales: un cuerpo que sonríe y un alma hecha un cotolengo de infamias. Otros vitorean. El homenajeado parece prefabricado. O no parece, lo está. Su pelo y piel son una extensión dorada. La asunción de Donald Trump es ante todo pulsiones de mensajes más o menos indecentes; acaparar tierras y viajes interplanetarios (más creíble que nuestra versión gasolera de la estratósfera),  todo enmarcado en un concepto temible: la providencia divina. El destino lo dice, y así debe ser.

Sus laderos más cercanos son los feudos del mundo; los tecnócratas. Y se muestran tal cual son: Jeff Bezos y una cara sin gesto embutida en un sweater cuello de tortuga, Mark Zuckerberg y la permanencia en la pubertad que exagera esa percepción al mirarle las tetas a Lauren Sánchez y Elon Musk que hace lo que pareciera hacer todos los días; tiritar a carcajadas luego de leer o escuchar una frase que lo estimula.  

“Vamos a plantar la bandera de Estados Unidos en Marte en menos de cuatro años”, fue la frase. Trump pateó. Gol: Musk se excitó. Las nuevas reglas del desarrollo.  

Un día en una charla de bar hablé con un amigo, no viene al caso su nombre. Hablamos de lo que casi siempre: fútbol. Él se ofuscó porque los entrenadores justificaban sus decisiones para conseguir el “equilibrio” en sus equipos. Los periodistas deportivos, a su vez, aplaudían. El equilibrio, para mi amigo, no era ni atacar ni defender, tan solo esperar a que algo milagroso sucediera. Decisiones atroces se han tomado en nombre del equilibrio, repetía en una voz que apenas. 

En un hecho más conocido, el equipo económico de Javier Milei advirtió que los argentinos iban a sufrir en el paso hacia una modelo exitoso de país. Y la pregunta de siempre: ¿cuán dispuesta a padecer está la gente? Es el desarrollo. El equilibrio. 

La idea del futuro como un espacio lejano es tramposa. Hay una parte de la actualidad —del ahora— que está involucrada en aquello que hace algunos años creíamos hasta distópico. Es una carrera voraz para ver qué países y empresas avanzan y cuáles son sus sirvientes explotados, en mayor o menor medida. En este circuito hay cosas que se ven:

De menos a más. Facebook, Wechat, Instagram, X, Laptops, e-books, autos a batería, autos inteligentes, Inteligencia Artificial, Inteligencia Artificial Generativa, ChatGPT vs DeepSeek, computación cuántica,  robots, humanos sintéticos, objetivos interplanetarios, etcétera, etcétera y etcétera. 

Y hay cosas que no. 

En abril del 2024 estuve en la República Democrática del Congo. En 1994 cuando el genocidio congoleño comenzó, faltaban cuatro años para que Chikuru naciera.  Cuando las bombas cayeron en el campo desplazados de Goma, a pocos kilómetros de donde hoy está su casa, Chikuru  esbozaba sus primeras palabras, y cuando se confirmaba la muerte de 6 millones de congoleños —en la peor crisis bélica desde la Segunda Guerra Mundial— Chikuru cumplía una década de vida. Va a cumplir 27 y la guerra continúa mientras él crece.

“No conozco el significado de la paz”, me dijo Chikuru, que dirige una ONG que a través del fútbol y cursos sobre educación sexual, género y liderazgo empodera a los jóvenes, particularmente a los desplazados de la guerra. FobeWorld, For a Better World, se llama.  Diez meses después el M23 —el más fuerte de los grupos armados que hay en el país— volvió a ocupar Goma, la capital de la región de Kivu del Norte (RDC), luego de un tiempo de alto al fuego. 

En el mundo todo se intenta computar: OCHA confirma que desde los últimos días de enero del 2025 a la última semana de febrero asesinaron a 2 mil congoleños. Sumándole las otras cifras de los organismos internacionales serían 6.002.000 personas en alrededor de 31 años. 

No obstante, encasillar la historia reciente de la República Democrática del Congo en distintas guerras (“Primera Guerra del Congo” del 1994 a 1998 y “Guerra Mundial Africana” del 1998 al 2003) es —al menos— reduccionista. La violencia en el segundo país más grande de África es una horma elástica que se estira desde los primeros colonos, los árabes, y luego Leopoldo —que diezmó su población a la mitad— hasta la actualidad. 

El único que intentó un rescate fue Patrice Lumumba, líder anticolonialista y primer ministro en 1960, cuando Kinshasa (su capital) todavía era Leopoldville en un sádico homenaje que el Rey Leopoldo VII se autorealizó. El 30 de junio de ese mismo año, en el discurso de la independencia proclamó: “Vigilaremos para que las tierras de nuestra patria beneficien verdaderamente a sus hijos”. El 17 de enero de 1961 lo asesinaron y más: quemaron su cuerpo con ácido y solo quedó su diente de oro, que un soldado belga se robó para mostrar quiénes mandaban. Como lo mataron a Lumumba, matan a muchos congoleños, y es imposible contabilizar las masacres que ocurren allí.

Hay algunas pistas para descubrir las razones; contó y cuenta con los recursos naturales más buscados por las economías centrales. Fue el marfil y el caucho, ahora es el coltán y el cobalto. El coltán es un mineral que sirve para desarrollar smartphones, laptops, tablets, y un devenir de artefactos que se utilizan y reutilizan en el mundo. La República Democrática del Congo cuenta con el 80% de las reservas mundiales y Kivu del Norte es la zona más fértil.  

El máximo exportador de coltán del mundo es Ruanda —país vecino de RDC— y no cuenta con yacimientos. Pregunta obvia: ¿cómo lo hace? Financia al M23 —Movimiento 23 de marzo— que lo roba en Kivu del Norte, cruza el puente Ruzizi, lo deposita en Cyangugu y de ahí a Kigali. Es iluso, por tamaño y PBI, pensar que Ruanda —liderada por Paul Kagame— es el responsable de una guerra que lleva décadas. Sus socios en términos de armas, tecnología y comercio son Estados Unidos (todo vuelve al comienzo); Reino Unido; la Unión Europea en su conjunto (11% del comercio ruandés) Francia —que ahora intenta “mediar” sin éxito—, Alemania y Bélgica destacan; Emiratos Árabes Unidos; China, Polonia, Turquía e Israel, entre otros. 

Katanga y Lualaba (RDC) son provincias ricas en cobalto, que se demanda fundamentalmente para baterías, tanto de dispositivos electrónicos como de los autos ecológicos. RDC alberga el 70% de las reservas mundiales. En su libro Cobalt Red, el periodista indio Siddhart Kara denunció que empresas como Tesla, Google, Apple, Samsung, Microsoft, Dell, LTC, Huawei, Ford, General Motors, BMW y Daimler-Chrysler adquieren el cobalto de la República Democrática del Congo a través de refinerías mayoritariamente chinas que son responsables de la extracción ilegal en esas zonas. Ninguna de estas compañías reconoce tolerar el trabajo esclavo e infantil, ni la destrucción de uno de los países más biodiversos del mundo. 

En la República Democrática del Congo hay pantanos, selvas, planicies de lava, sábanas, hipopótamos y gorilas de montaña. Podría ser la descripción de algo muy lindo, pero es el depósito de una porción del mundo que se desangra para que la otra funcione. Kara retruca con una verdad de la que intentaremos escapar: cada día muere un niño congoleño para que nosotros podamos prender algún dispositivo. 

Desde algunos lugares el mundo parece un bucle interminable de intereses políticos y económicos, aunque a veces no se necesitan tantos giros para sustentar razonamientos. El cambio de poder de la Casa Blanca coincide con un nuevo pico de violencia en Goma y, casi en paralelo, cuando el M23 rompió el alto el fuego Jeanette Kagame —primera dama de Ruanda— pronunció oraciones en la inauguración del Desayuno Nacional de Oración de Estados Unidos, pareciendo un  eslabón más de esa maquinaría que es make america great again. 

Sin aires institucionales, pero con una importante notoriedad, el usuario ruandés de X Dr. Dash (74 mil seguidores) —que apoya al M23 y a Kagame— posteó: “Mientras los plebeyos se sientan en los asientos normales, la primera dama está en el VIP. Lloren los que quieren que Estados Unidos sancione a Ruanda”. Hay obsecuencia, clasismo y violencia. Hay excitación; como Musk y, si cambiáramos “plebeyos” por “zurdos”, podría ser un tweet de Milei.  

Hace pocos días se tejió el debate sobre si Elon Musk es nazi por su gesto con el brazo derecho en diagonal; un puntal hacia el cielo o un cohete despegando. Un ida y vuelta de reflexiones, materiales de archivos y lo simple: “si lo hubiera hecho tal”. Una buena fórmula para profundizar sobre la asunción de Trump y las consecuencias de la tecnología como eje de la geopolítica internacional es transportarse —por última vez— al Congo.   

En Goma, y en otros sitios, la demografía es más o menos así: carpas frágiles que bordean los cordones y civiles que conviven con un millar de soldados —formales o informales— de distintas nacionalidades. Y en la metáfora (o no) de bucles tal vez esta sea la más frustrante, la del limbo. El Limbo es el círculo más extenso del infierno que plantea Dante Alighieri en la Divina Comedia. El tormento de los que están en el Limbo es el de saber que estarán allí para siempre. Lo angustiante es que esto no es una creación literaria: es real. 

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