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13-02-2025 Notas

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Por Pablo Manzano

Si inventamos el erotismo y el amor para subirle el precio al apareamiento, ¿por qué no íbamos a inventar también un yo inmaterial (tipo alma), mitad teológico mitad liberal, que elige libremente (a la hora de matar, votar, pensar, desear, comprar…), un ente responsable de sus actos, pasible de ser castigado o premiado? Después de todo, de no ser por ese yo y sus fenómenos derivados deberíamos asumir la verdad científica menos aceptada y (moralmente) menos aceptable: que las elecciones y decisiones son poco más que el movimiento de la pierna cuando te golpean el punto exacto de la rodilla. Y aunque «poco más» no es tan poco en realidad, debido a la compleja interacción de la biología con el ambiente, lo mejor es que demos por sentado que la voluntad no está hecha de biología, que es más bien el resultado de nuestra propia esencia, de ese tú separado de tus neuronas. Porque puede que no hayamos llegado hasta aquí tomando decisiones, pero sí lo hemos hecho (evolucionado, sobrevivido) a fuerza de crear y creer realidades.

El viejo Einstein, desde la ortodoxia científica, ya afirmaba que la voluntad humana no es libre, era evidente según él que los componentes fisiológicos, sobre todo las glándulas endócrinas, tienen las riendas del destino personal. En los años ochenta, con Libet y sus electrodos en el cuero cabelludo, se empezó a advertir que el sentido de agencia es ilusorio, pues el cerebro ya ha decidido antes de que tengamos la convicción de estar decidiendo. Para contrarrestar esta evidencia se apeló a la conciencia como mediadora: puede ser, se dijo, que, como afirman Libet y sus epígonos, el cerebro decida antes (de manera preconsciente), pero es la voluntad consciente la que convierte esa decisión en comportamiento. Por lo que deberíamos ser capaces de vetar, decir no, evitar llevar a cabo actos «incorrectos»: lo que define nuestra responsabilidad moral y nos convierte en capitanes de nuestro destino. Para Robert Sapolsky (Brooklyn, 1957) este dualismo (que el cerebro elija pero la conciencia decida) atrasa varios siglos, casi hasta la época de René. 

Mientras los jueces y jurados se preguntan si las acciones son intencionadas, los neurocientíficos como Sapolsky suelen preguntarse de dónde viene la intención en primer lugar. ¿Se puede decidir un deseo –desear otra cosa? La respuesta para ellos es no, como no se puede decidir un pensamiento (ambos surgen de una reacción química en cadena). La intención, dicen, proviene de la interacción de la biología con el ambiente, pero esta interacción no se limita a lo que ocurrió en el encéfalo y el entorno durante los últimos segundos previos a una acción. La película es mucho más larga. Y si bien es cierto que mientras más nos remontemos menor será la incidencia, también cabe preguntarse: qué sucedió hace una década, hace un siglo, hace un milenio. Así, el origen último de la intención se hallaría repartido entre todos los factores de una historia antigua y reciente que han influido y confluido hasta desembocar en una decisión, un comportamiento, una acción.

En su libro, Sapolsky aclara que ninguno de los elementos de esta larga secuencia alcanza en sí mismo para invalidar el libre albedrío, pero su relevancia tampoco deja resquicios por donde el libre albedrío pueda colarse, ya que es imposible demostrar que un comportamiento surgió de la nada, descartar todos sus precursores biológicos y ambientales. El libre albedrío solo podría apuntalarse con argumentos filosóficos (vale, también desde la física cuántica y el caos, pero lo dejaré para otro texto), al margen de todas las variables conocidas por la ciencia que nos llevarían a actuar o juzgar de una manera determinada. Esto sería: las hormonas, los genes, las bacterias, la arquitectura neuronal, los valores del grupo de pertenencia y sus antepasados (aquí Sapolsky idealiza las culturas colectivistas, en detrimento de las individualistas), la vida en el útero y la crianza (a pesar de esto último, Sapolsky se cuida mucho de no responsabilizar a ninguna madre en el mundo: «Los años de guerra son sobre todo duros para las mujeres, que tienen que cuidar solas de sus hijos mientras los hombres sirven en el frente de combate»).   

Son todos estos hilos de la casualidad, (in)fluyendo bajo la superficie, los que (aunque te cueste admitirlo, aunque creas que la gente te quiere por mérito propio), conforman el entramado de eso que eres. Los que acentúan ciertas tendencias, cuyo desenlace será siempre imposible de predecir (predeterminado no significa predecible). Atendiendo, por ejemplo, a los genes de los receptores de glutamato que no elegiste, a las características de una crianza, unos valores y una tradición cultural que tampoco elegiste, se puede anticipar que no serás precisamente un encanto, sino más bien un ser resentido, arrogante, perezoso, con muchas chances de desperdiciar tu vida (aquí Sapolsky me habla a mí). Lo que nunca se podrá predecir con precisión es si terminarás siendo grosero/a con alguien en una fiesta o apretando un gatillo. Puede que el acto dependa de tu nivel de glucosa en la sangre, y no solo de si tenías un arma, sino también hambre (o calor, como el personaje de Camus). Puede que dependa del entorno sensorial: un olor nauseabundo, una cara bonita (según te haya sonreído o no). O de cómo se manifieste tu testosterona, ya sea de manera agresiva o prosocial, respondiendo (si nos queremos ir lejos) a una prolongada historia de fuerzas subterráneas. Tu acto podría obedecer al trato fetal que recibiste hace ya tiempo en combinación con el trato social que has recibido últimamente, o a la manera en que el entorno donde creciste fue esculpiendo tu sistema nervioso, en particular tu corteza frontal (funcional, siempre que funcione, en el control de impulsos y emociones), habilitándote (o no) para aplazar gratificaciones y hacer lo correcto (no matarás, a menos que sea uno de ellos). Tus genes, que en realidad nada deciden, se activarán o desactivarán por efecto del entorno (tu ciudad, tu barrio, tu pueblo, tu país), conduciéndote a decisiones predeterminadas pero impredecibles: «Un gen relacionado con la asunción de riesgos, dependiendo del entorno, influirá en que alguien robe una tienda o funde una startup». (Esta última bobada americanosa a modo de ejemplo también pertenece al tal Sapolsky).

Claro que alguna gente (o mucha) afirma que todo eso se puede compensar con tenacidad, resiliencia, carácter, autodisciplina, fortaleza mental, coraje, whatever. Alguna gente (más bien mucha, muchísima) jura que esa mala suerte remota (genética, ambiental) mentada por la ciencia determinista no es ni remotamente relevante. Es cierto que no elegiste esos genes que te predisponen a drogarte o tener impulsos sexuales destructivos, pero eres tú (tu yo) el que se resiste y los vence (no puedes evitar ser un pedófilo, pero puedes evitar ser un pederasta). Eres el que estudia duro pese a tener una inteligencia limitada, el que se sobrepone a la biología que le tocó. Sobran las épicas, sobran las historias de agallas (y de falta de ambición), de méritos (y de culpas), de premios (y de fracasos), que declaman que la voluntad es mucho más que neuronas y neurotransmisores, sobran los salmos con el mensaje de que, sea lo que sea lo que nos compone, somos mucho más que un cerebro biológico. Somos eso que emerge de ese cerebro, ese yo, ese tú libre que elige no regodearse en la autoindulgencia, el que se esfuerza en compensar su mala suerte, el que decide no apretar el gatillo.  

Todos estos atributos evocados en homilías de superación, objeta Sapolsky, son igualmente el resultado de una biología incontrolable interactuando con un entorno incontrolable. Y es que parece ser que la inhibición de un comportamiento no estaría menos determinada que la activación del mismo. Volviendo a la corteza frontal, de su (mal) formación (dependiente del entorno) no solo depende que puedas resistirte o no a hacerle daño a los demás, sino que seas capaz o no de desaprobar esos pensamientos tuyos tan inconfesables como inevitables (racistas, clasistas, sexistas, homófobos, xenófobos, odiosos, jactanciosos, despectivos –¿O tal vez tu suerte ambiental contribuyó a que nunca jamás hayas pensado así?). Esta corteza inhibidora y santurrona produce todo lo que se asocia a una fuerte brújula moral, pero, lamentablemente, también es la parte del cerebro que exige mayor mantenimiento: la que más energía consume. La mayoría de las personas encarceladas no pueden presumir de una gran competencia de la corteza frontal. La vida del preso, escribe Sapolsky, es una vida llena de mala suerte: biológica, genética, fetal, ambiental. Las personas malas, dice, son el fruto de circunstancias terribles. 

¿Aplica esto también a alguien que fue juzgado en un tribunal de La Haya? Por supuesto que no se mete Sapolsky en esos jardines. Su libro se centra en adversidades obvias y extremas, en infancias y pubertades difíciles, en los determinantes sociales de la delincuencia, en la marginalidad, la discriminación racial, la desigualdad (el pandillero de un sector vulnerable reclutado por los narcos o el terrorismo, el ladrón de gallinas o galletas). No hace mención el libro (no conviene) a casos como: maltrato de género, femicidios, violaciones, torturas, trata de blanca, violencia policial, asesinato de trans (sí aparecen supremacistas que apretaron el gatillo, con los que Sapolsky, por supuesto, no aplica su empatía selectiva ni se muestra tan comprensivo respecto de sus determinantes biológicos, ambientales, uterinos y sociales –más bien se suma al bullying tribunero–: «trogloditas / patéticos don nadie / mediocres convencidos de su gloria / vasos vacíos sin sentido esperando a ser llenados con el veneno del protagonismo / los rostros del mal»). Tampoco menciona Sapolsky que acciones como limpiezas étnicas, genocidios, desapariciones forzadas, tráfico de esclavos o (lo pongo en la misma categoría) mobbing inmobiliario se pergeñan lejos de una vida de pobreza y desventajas sistémicas, en despachos acristalados, en suntuosos edificios de gobierno, cuarteles, mansiones, en asambleas y reuniones de gente bien vestida, educada y alimentada, entre porcelana y strudel de manzana con nata. Son todas estas ausencias y carencias en el libro, sus abordajes limitados, sesgados y concesivos, sus pinceladas demagógicas y guiños de complicidad con el mainstream del buen pensar lo que vuelven decepcionante una lectura de 500 páginas sobre el libre albedrío, al menos para quienes intentamos comprender el bien y el mal. Sobre todo el mal.   

Determined, de Robert Sapolsky, postula como idea alentadora que, aunque este sea un mundo determinista y sin libertad de elección, sí se puede cambiar. Los cerebros cambian, los comportamientos cambian, también nuestra manera de juzgar. No podemos decidir cambiar, pero lo hacemos, incluso a veces para mejor. La ciencia del cambio refuerza esa conclusión; aquí también habría una biología subyacente, una respuesta a la experiencia, al mundo que nos rodea y nos cambia. 

Sapolsky plantea el ejemplo de cómo cambió nuestra relación con el castigo. Más allá de las ventajas evolutivas del castigo para mantener la cooperación, el castigo siempre ha producido goce. Ser altruista te puede hacer sentir bien, pero lo que le sienta realmente bien a tu cerebro (casi como una raya de merca o un orgasmo) es que la justicia castigue a los hijos de puta (no escribo «les hijes» para no incluir a mujeres y minorías sexuales entre viles héteros masculinos). Mientras más indignado vivas por las atrocidades (ni olvido ni perdón), menos dispuesto/a/e estarás a aceptar que no hay libre elección, que la responsabilidad moral no tiene sentido (lo que no quita para Sapolsky la necesidad de un encierro preventivo), y más se activarán tu amígdala y tus circuitos de dopamina implicados en la retribución, por lo que más placer sentirás al ver (o imaginar) cómo se cumple un castigo justo en cualquiera de sus formas («A Marlon Brando se la deberían haber cortado», me dijo una amiga hace unos días). Pese a esta irracionalidad retributiva, a que hemos evolucionado para tener una respuesta visceral gratificante ante el castigo, también hemos cambiado, señala Sapolsky, al sustituir las turbas violentas por los juicios penales, el descuartizamiento por el ahorcamiento, el voyeurismo primate masivo de las ejecuciones públicas por la electrocución (y más tarde la inyección letal) tras los muros de una prisión y con unos pocos palcos reservados para periodistas y familiares de las víctimas. También cambiamos hace siglos, cuando abandonamos la idea de que las personas con epilepsia eran lo que eran por propia decisión, las libramos del libre albedrío y dejamos atrás ese frenesí de retribución que era la hoguera. Con cada transición fuimos evolucionando, mejorando. ¿Por qué no habríamos de seguir cambiando, se pregunta Sapolsky, por qué un día no habríamos de extender el triunfo de la civilización y la modernidad a la aceptación definitiva de que el libre albedrío es un mito decimonónico?

Más que difícil parece impensable, concluye el autor. Por varias razones. No solo por las víctimas, no solo porque cuando ocurre una aberración (sobre todo si afecta a alguien cercano) todas estas explicaciones parecen poco más que un sofisma científico que queda disuelto por el dolor y el odio. Sino también porque mucho más difícil que convencer a la gente de que un criminal no tiene responsabilidad moral es convencer a esas mismas personas de que ellas tampoco merecen reconocimiento por sus logros, por sus buenas acciones, hacerles admitir que buena parte de su buena vida y su éxito se debe a su suerte fetal y ambiental, o que tiene mucho que ver con sus rasgos atractivos, y que si son queridas y admiradas es sobre todo por cómo le funcionan los receptores de oxitocina. Pero la razón principal de que esta verdad científica tenga un impacto nulo en las sociedades, añade Sapolsky, es sin duda la de tener que enfrentarse al bajón que supondría aceptar que no elegimos nada libremente. Por eso llevamos milenios haciendo contorsiones, para encubrir algo meramente emocional con un disfraz filosófico, para racionalizar la realidad, abrazados siempre a un yo que incurre en el oxímoron de tomar decisiones: «No hay tal cosa como el libre albedrío, pero es mejor que creamos en él» (Stephen Cave, 2016). Después de todo así se sobrevive, así se evoluciona, entre verdades y autoengaño.

 

 

 

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