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Por Pablo Milani
Paul Newman fue ante todos sus ojos, de un azul irreal. Pero también algo que era bastante visible y fue su aire de tristeza, una mirada algo solitaria y a la vez magnética dentro de un alma vulnerable. Siempre ha dado la impresión de ser el gran chico norteamericano, la estrella de cine, ese Dios joven idolatrado por todas las mujeres del mundo, pero también sintió su lucha interior por tener éxito como ser humano ante sus propios ojos.
Nacido el 26 de enero de 1925 en Ohio (EEUU), de padre judío y madre católica Newman ofreció la imagen de un niño increíblemente bello y retraído. Muy pronto, la adulación de su madre y el desprecio de su padre crearon en Paul una sensación de impostura y una sed de reconocimiento que nutrirían sus primeros papeles en el cine.
“Mi relación con mi padre no era muy buena, pero no fue culpa suya. Yo siempre estaba en la luna. Él falleció cuando yo tenía apenas 25 años y no me dio tiempo para que cambiara su opinión sobre mí. Antes no era muy dedicado ni estaba interesado en el tipo de cosas que él consideraba provechosas. Así que no conseguí hacer nada para ganarme su afecto”. El conflicto padre/hijo sostendrá toda su filmografía hasta su última película, Camino a la perdición (Sam Mendes, 2002)
Para ser un actor que se pudiera haber dedicado a vivir de su físico, la pasión de Paul Newman por personajes apasionados y complejos lo han convertido en una leyenda. No obstante, Newman fue un perpetuo insatisfecho movido por una inquietud secreta. Atormentado por ser sólo una cara bonita, pasaría mucho tiempo convencido de deber su éxito a razones equivocadas. Con una ética de trabajo y un espíritu tenaz ha luchado a solas por conservar su integridad y consiguió mantener el equilibrio entre su vida pública y privada. A pesar de la perversidad de algunos de sus personajes, como es el caso de Hud: El más salvaje entre mil (Martin Ritt, 1963) y El buscavidas (Robert Rossen, 1961) él cautivó a un nuevo tipo de público que se identificó con el individualismo y el cinismo de sus antihéroes. No es casualidad que Paul Newman se haya sentido atraído y al mismo tiempo haya conseguido sus mejores interpretaciones con personajes que reflejaron su mismo espíritu políticamente incorrecto.
Su encarnación del preso rebelde en La leyenda del indomable (Stuart Rosenberg, 1967), reflejó a la perfección la actitud desafiante del propio Paul Newman. Su verdadera forma de ser fue no haber abandonado y no perder nunca la esperanza y eso fue lo más admirable de él. Al principio ha caído mal pero una vez que demostró que no se iba a rendir se convirtió en un mito, en un héroe, no solo para su generación sino para todo aquel que se haya encontrado con una película con su rostro. La valiente lucha con la autoridad le llegó al corazón a Paul Newman. La actitud en esa película era la misma que la que mantuvo en vida, en las acciones que tomaba y en todas las cosas que hizo como persona. En su carrera era un tipo de persona que estaba siempre en pie de guerra contra los poderes superiores, era algo en los que creía como actor y en lo que creía también como persona.
La obsesión de Paul Newman siempre ha sido encarnar a los perdedores. Quince años después de La leyenda del indomable hizo de un antihéroe en la película Veredicto final (Sidney Lumet, 1982). Se trata de un borracho perdido que en ese momento de su vida encuentra una forma de salvarse a sí mismo. Aquí Newman interpretó a un abogado agotado y pareció haber adquirido la densidad que le faltaba. “Me parece un personaje muy interesante porque está asustado. Es un alcohólico, está al borde del precipicio en todo momento y ha llegado a un punto donde reconoce que llega a un momento que tiene que hacer algo o no logrará sobrevivir.” Esta nueva interpretación pareció alimentarse de toda una vida, de las experiencias vividas, de los desafíos afrontados, de los éxitos, de los dolores y también de las frustraciones contenidas.
Fuera de la pantalla, Paul Newman se ha puesto siempre del lado de los débiles y se identificó por la lucha del abogado por hacer justicia. Estoy seguro que al final de esta película, cuando habla con el jurado, Paul Newman dice muchas cosas que siente él mismo. Aquella fue una grandísima actuación y sólo necesitó realizar una toma. La identificación de Paul Newman con el sentido de la justicia hizo que pareciera interpretarlo sin esfuerzo, pero el proceso de encarnación de personajes llevados al límite no le resultó nada fácil.
Newman despreció todo lo que significó ser una celebridad, por eso vivió siempre en una ciudad pequeña donde nadie lo molestara ni a él ni a su familia. Para el actor ha sido muy importante mantener su joven espíritu a lo largo de los años. “Veo que voy más despacio en muchas cosas. Cuando corro o hago ejercicios aeróbicos, pero da gusto sentir que estoy en forma en otras cosas y conseguir mantenerme como siempre.”
En su búsqueda de un socio para la película Butch Cassidy and the Sundance Kid (George Roy Hill, 1969), un western irónico y sofisticado sobre dos famosos bandidos estadounidenses, Newman insistió por un actor aún poco conocido, como Robert Redford y lo consiguió. Los dos actores interpretaron desde el principio una simbiosis que benefició mucho al rodaje. En Redford, Newman encontró un alter ego, un socio a quien pasarle el relevo. Es un punto de inflexión en su carrera y compartió con el director George Roy Hill una visión del cine artesanal en la que la creatividad y la cordialidad iban de la mano del negocio. Esas eran las condiciones ideales para Paul Newman. Alguien con el que encontró un interlocutor directo a sus incesantes sugerencias. Pocos años más tarde, Newman, Redford y Roy Hill repetirán la experiencia en El Golpe (1973), una película de gánsteres llevada al terreno de la comedia. Redford ofreció el espectáculo con su reluciente vestuario ante la mirada ladina y contenciosa de Newman. La alquimia volvió a funcionar y la película fue todo un éxito. A pesar de la amistad que los unió por siempre, El Golpe fue su última colaboración en conjunto, ya que Robert Redford se vio desbordado por las ofertas y Newman encontró una nueva actividad que prevaleció sobre todas las demás.
Descubrió los coches de carrera durante el rodaje de la película 500 millas (James Goldstone, 1969) y poco tiempo después, a sus 47 años, cuando sus pilotos se retiran empezó a prepararse para competir a nivel profesional. Es algo muy primitivo y también de alto riesgo pero precisamente fue eso lo que lo atrajo. “Para mí fue una catarsis maravillosa encontrar algo que no tiene nada que ver con el cine. Además, los autos son algo verdaderamente emocionante. Yo creía que cuando te hacías viejo ibas más despacio pero ahora, cuanto más viejo me hago, voy cada vez más rápido.”
Newman empezó a competir profesionalmente en 1977 manejando a más de 200 km por hora. A pesar del peligro de la competición la tragedia le sobrevino de donde menos esperaba. En 1978, su hijo Scott, murió de una sobredosis de drogas tras llevar mucho tiempo complicado. Poco tiempo después estableció la Fundación Scott Newman para ayudar a luchar contra el abuso de drogas. Este fue el comienzo de un nuevo capítulo en la vida de Newman, la de recaudar fondos para causas benéficas.
En 1986 Newman estaba listo para emocionar y emocionarse por última vez. Una puesta a punto que le permitió sacar a la estrella que llevaba dentro y demostrar en el tipo de actor en el que se había convertido. Para eso recuperó uno de sus papeles más memorables, el del empedernido jugador Fast Eddie Felson, 25 años después. Y para llevarlo a escena Newman fue dirigido por Martín Scorsese, que lo conquistó con Toro Salvaje (1980). El sueño del director de tener al ídolo de su adolescencia en una de sus películas, se convertía en realidad. El tema de la película sólo tiene el rostro del actor y el tiempo transcurrido. En palabras de Scorsese: “Es la historia de un hombre que ya pasados los 50 años en cierto modo cambia la idea de su forma de vivir. Es sobre todo un tipo que se da cuenta de que sus valores han dado un vuelco.”
En un plano secuencia hipnótico Scorsese sintetizó aquello en lo que se había convertido Newman, una presencia. Ya no observado sino observador, Newman indaga su entorno como si intentara medir la distancia entre el mundo y él. Pero el papel de patriarca que encarnó en Camino a la perdición (Sam Mendes, 2002) constituye un final crepuscular y será su última aparición en pantalla.
Paul Newman fue un actor, filántropo y empresario estadounidense que dejó una huella imborrable en la historia del cine y en la sociedad. Con una carrera que abarcó más de seis décadas, Newman demostró ser un actor versátil y talentoso, capaz de interpretar papeles dramáticos y cómicos con igual maestría.
Además fue un opositor vocal de la guerra de Vietnam y apoyó a varios candidatos políticos progresistas. Una de las facetas más admirables de Newman fue su compromiso con la filantropía. En 1982 fundó la empresa Newman´s Own, que produce salsas y otros productos alimenticios y dona todas las ganancias a organizaciones benéficas.
Si nos detenemos a mirar sus películas quizás no sea un actor descollante, pero con su talento logró crear una identidad, una forma de ser y actuar única, y junto a su forma de vivir no sólo para sí mismo sino también para los demás, logró un impacto positivo en el mundo y su verdadera grandeza se encuentra allí, en la suma de las partes, algo mucho más grande que sus ojos y su sonrisa inigualable.
Etiquetas: Cine, Pablo Milani, Paul Newman