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14-02-2025 Notas

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Por Diana Rogovsky

Es enero y entonces tomar un café de especialidad en una de las veredas amplias y sombreadas de mi ciudad antes de encarar una serie de averiguaciones tediosas, limpieza exhaustiva de papeles y libros polvorientos, insectos y ácaros sumada a la atención de tratamientos veterinarios de mascotas, lo que se traducirá en una sudoración intensa y embotamiento veraniegos, se vuelve imprescindible. Son las 11. Una breve cuota de placer antes de la laboriosidad extenuante. 

En la cazuela de la vereda se destacan una palmera y un ficus de más de 6 metros de altura. Pequeñas sillas de metal verdeturquesas y bancos o mesas con bandas de madera transversales, inestables, envolviendo a los árboles, al lado de los muros y la caseta del gas más una barra que enfrenta la vitrina a la calle completan el local. Está lleno, como de costumbre. Se encuentra en una zona residencial, de clase media acomodada. Prolija, agradable, con encanto. Enarbola una arquitectura menos cocoliche que otros barrios. El café es pet friendly. 

Las facturas, panes, scones y chipás son deliciosos y los chicos que atienden cancheros y desenvueltamente amables. A mi lado una chica lee un libro de diseño. Una pareja enfrente intercambia impresiones y aspiraciones respecto de una entrevista de trabajo en un lenguaje mezcla entre Linkedin e Instagram. Las personas más lejanas, ya mayores, cuentan de las vacaciones de unos terceros en México y el Caribe para celebrar un aniversario. Se escucha todo pues estamos muy cerca. Por mi parte, mando audios que los demás escucharán acerca de una tesis doctoral. 

Las ropas de todos son blancas, amplias, de colores pastel o camisas a rayas celestes y llevan sandalias limpias o alpargatas nuevas. Las personas están bronceadas con el cabello bien organizado. 

No es que extrañe el café ácido de algunos lugares de antes, muchas veces quemado, los jarritos blancos estándar y el olor rancio del bar confitería, sin embargo, me siento un poco extranjera. 

Es un café al paso. No está hecho para permanecer. He venido antes y sé que volveré, para alistarme entre tarea y tarea en mi día de productividad. 

Me viene a la mente, horas más tarde, una entrevista a una especialista en la historia del mate que compara su uso al del café en nuestro país, desde los tiempos virreinales hasta hoy. Ambas tradiciones y culturas, la de la yerba mate y la del café, han prendido entre los criollos. 

Parece que el aliciente, la pausa y la conversación, la vereda o la cocina del hogar nos necesitan y las necesitamos para que sea posible proseguir el día, y la noche. Ir con la luz y el calor del sol, ir en contra del sol. 

Es como si confiáramos en la palabra y la productividad pero hasta un cierto punto en el que nuestros cuerpos nos reclaman algo más ya que se avecina una pérdida de esas convicciones. Hace falta atenuarla.

 

 

 

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