Blog

Por Luciano Sáliche
I
El sellador en gel que uso para tapar las grietas de la casa no sirve. Es transparente y forma una fina capa que solo disimula la fragmentación. El enduido tampoco: tapa, oculta, invisibiliza, pero la grieta sigue latiendo debajo. No hay forma de borrar el paso del tiempo. El pasado acecha: más se lo reprime, con más fuerza regresa. ¿Qué obsesión tiene esta época con, no sólo embellecer la historia, estetizarla, manipularla para que condiga con el presente, sino directamente anularla? Si la memoria es un mineral radioactivo, ¿qué sentido tiene taparla con azulejos de plástico?
Cuando un veinteañero fan de Javier Milei, el libertarismo y las ideas del libre mercado sale a la calle —a sacar la basura, a comprar tomates, a buscar trabajo—la realidad se le vuelve aterradora. Nos pasa a todos, incluso a los que despreciamos a Javier Milei, el libertarismo y las ideas del libre mercado. La realidad, cuando se nos pone enfrente, cara a cara, los ojos en los ojos, está a un soplido de volverse un cuento de terror. Un terror que no responde solo al presente. Un terror ancestral: son los monstruos que acecharon a las generaciones que nos antecedieron.
Sin embargo, estamos solos. Como si el pasado no nos perteneciera, como si lo hubiéramos superado. En las gigantografías de la autopista, en las eternas tandas publicitarias de la televisión, en los intensos anuncios de las redes sociales, todos nos hablan de un mundo nuevo. Un espectáculo que observamos, no tomados de la mano, sino conectados. Como la evolución de la Pangea, somos una isla que se desprendió del continente y avanza hacia el futuro. Hay un mundo que se fue, insisten. Y un mundo nuevo que ya está en marcha, declaman.
II
“¿Trabajás desde tu casa?”, me pregunta un muchacho que tendrá unos veinticuatro. Sostiene el colchón de un extremo, yo del otro. Lo dejamos contra la pared y volvemos al camión. Arriba, alguien nos alcanza cosas. Ahora nos desliza un mueble enorme que está embalado con papel film. Lo esperamos sobre un gran charco de barro —nuestras zapatillas están completamente marrones, vamos dejando huellas por toda la casa—, lo inclinamos y hacemos el mismo trabajo. “¡No pasa, no pasa!”, gritan desde el camión. Atravesamos el arco de la puerta despacio, con las rodillas flexionadas.
III
Según Google, existe una obsesión por el futuro y tiene dos variantes. Por un lado, la ansiedad anticipatoria; por el otro, la futurofobia. En ambos casos, dice la inteligencia artificial de la gran plataforma total, lo que prevalece es “un miedo o angustia por lo que pueda suceder en el futuro”. Al futuro, entonces, hay que mirarlo con buenos ojos. Elon Musk es el más ambicioso. Su objetivo, llevar a la humanidad a Marte. ¿El porvenir dejó de estar adentro, en los celulares, en las pantallas, para estar afuera, en el espacio exterior? ¿Quién podrá viajar? ¿Realmente se podrá viajar?
Todo indica que el futuro no está ni adentro —desde los ya viejos electrodomésticos hasta la incorporación de computadoras y celulares a la vida cotidiana— ni afuera, sino en otro plano, en la imaginación, en las expectativas, lo que permite que todo siga funcionando igual, con las mismas desigualdades, la misma precarización, pero nadando en un estado mental de placidez —Mark Zuckerberg pronosticó que las gafas inteligentes reemplazarán los smartphones; Bill Gates habló de “tatuajes inteligentes”— y se siga engordando la esperanza por el futuro.
Pero algo se viene rompiendo: las encuestas dicen que en la mayoría de los países occidentales sus poblaciones descreen de la prosperidad. Las expectativas, tarde o temprano, chocan contra la realidad. Ya no importa cómo son las ovejas con las que sueñan los tecnócratas si no hay forma de implantar esa imagen en el resto del mundo, acorralado a ocuparse de algo más urgente que un sueño ajeno. ¿Aún se puede erigir un futuro potente sin ligarlo a las estridencias de la innovación? ¿Cuándo dejará de ser revolucionaria la tecnología para darle ese carácter a la política?
IV
Una noche de calor de 1888 en New Jersey, Philip Diehl se despierta todo transpirado. Abre los ojos de golpe y se incorpora sobre la cama. Su pesado cuerpo ario está agitado. Tiene la mirada perdida en un recuerdo del pasado. Emerge de un pozo ciego la olvidada sensación de sus días en Dalsheim, en lo que fue la Confederación Germánica: el frío nocturno, la belleza de dormir tapado hasta la coronilla. Baja al sótano —rechina la madera de los escalones a cada paso—, donde tiene su taller, y se pone a trabajar. Una idea lo mantiene poseído.
Philip Diehl llegó al puerto de Nueva York luego de una gran travesía oceánica. Trabajó en distintos talleres mecánicos hasta que entró en la Singer Manufacturing Company. Empezó como aprendiz y terminó con un puesto jerárquico en la sede de Chicago. A principios de la década del ochenta se instaló en una ciudad llamada Elizabeth donde hizo dos grandes aportes. El primero: mejoró la lamparita de luz eléctrica de Thomas Edison con su lámpara incandescente de inducción. El segundo: mejoró la máquina de coser incorporándole motores eléctricos.
Ahora, en el sótano, mira el ventilador. Era un artefacto novedoso: en él se asoma —así lo vendía la publicidad— un nuevo mundo. Diehl descreía de esos mesianismos. Seis años atrás lo había patentado un neoyorquino criado en cuna de oro: Schuyler Wheeler. Diehl se seca la transpiración de la frente con una toalla que colgaba de la silla, le pone tres aspas al motor de una máquina de coser y lo amura al techo. Al ver que funciona, sube a su habitación y lo atornilla al techo. Por la ventana se filtra un pequeño amanecer. Se acuesta a dormir y sueña, otra vez, con su Dalsheim natal.
V
La primera noche nos encuentra a todos agotados. Son varios días, muchos, largos, juntando cosas en cajas. Ahora queda sacarlas y darle una nueva entidad. ¿Cuánto material puede acumular una familia? En la pausa aparece la trascendencia: ropa de hermanos, cuadros de tíos, ollas de abuelas. Todo va formando una cadena de significados que este presente atrapa de un rapto, pero que viene de antes, mucho antes, de atrás, de los costados, de arriba, de abajo. Entre bolsas y cajas, nos acostamos. Prendo el ventilador de techo. Sueño con este mismo lugar, cuando era chico. Me pregunto qué cambió y qué permanece.
VI
Cuando el futuro se ennegrece, el pasado brilla. Pero es un destello opaco, melancólico. Así aparece la nostalgia. ¿Qué sería lo contrario? Su antónimo, leo en el diccionario, es alegría. Pero el antónimo de alegría no es nostalgia, es tristeza, también pena. En un foro alguien pregunta cuál es el opuesto de la nostalgia. Alguien responde: “La gratitud y la aceptación del momento presente. La nostalgia conlleva una sensación de recuerdo nostálgico de algo del pasado. Por lo tanto, lo opuesto sería habitar el momento presente con todo el ser en un estado de aceptación agradecida”.
Otra respuesta, más concisa, más lúdica: “Nostalgia es el amor por el pasado, por lo que el opuesto de nostalgia es: una gran expectativa por lo mejor del futuro. En otras palabras: futurismo”. Una chica propone una lectura diferente. Dice que si su raíz etimológica es algia: dolor, y nosta: casa, nostalgia es “el sentimiento de querer volver al hogar”, pero en un “sentido metafórico más amplio”: “el deseo de volver a algo del pasado que una vez estuvo en tu corazón”. Entonces, sugiere, lo opuesto a la nostalgia es “el deseo de alejarse de casa (y de uno mismo)”.
VII
Cuando murió Julio Verne, su hijo Michel aprovechó. Ya era escritor, ya había publicado varios libros, incluso tenía la aprobación de su padre, incluso su entusiasmo. Cuando su padre murió, se dedicó a administrar su obra inédita. Publicó varios, entre ellos La agencia Thompson y Cía. Investigaciones posteriores compararon los manuscritos y llegaron a la conclusión de que Julio Verne había escrito la mitad y que el encargado de terminarla fue su hijo. Michel entendió que presentar esas novelas como suyas no iba a darle tanto rédito. Solo el personal. Prefirió el económico.
Hoy esa jugada resulta imposible: los “hijos de” anteponen su ambición. Carentes de talento y de impronta propia, explotan la herencia —un nombre conocido, facciones familiares, despreocupación económica— a cambio de visibilidad y aceptación. ¿Por qué hay tantos herederos —nepobabies, les dicen— intentando acariciar algo del reconocimiento que sus padres lograron décadas atrás, en otro mundo? Esto debe decirnos algo de nuestra relación con el pasado. Quizás no sea tan nuevo ese mundo donde muchos de sus referentes son fallidas secuelas del pasado.
VIII
Se cree que el mayor bibliómano de la historia fue Antoine-Marie-Henri Boulard: algunos dicen 600 mil libros, otros 800 mil. Era un escribano que llegó a alcalde de uno de los municipios de París en tiempos de Napoleón. “Época de grandes revoluciones, expropiaciones, secuestros y robos: entre las cuales Boulard se movió ágilmente salvando enteras bibliotecas”, cuenta Antonio Castronuovo en Diccionario del bibliómano, publicado originalmente en Italia en 2021 y traducido en diciembre pasado por Diego Bigongiari para Edhasa. Boulard guardaba sus libros en las diez casas que tenía.
Cuando murió, en 1825, sus herederos resolvieron el traspaso generacional de una pasión compleja de esta forma: pusieron todo a la venta. Hicieron varias subastas entre 1828 y 1832 que funcionaron como una inyección violenta de títulos en las librerías de París, lo que hizo bajar abruptamente el precio de los libros y así se mantuvo durante años. “La obsesión de un coleccionista calmó al mercado en desventaja de los libreros, pero permitió a muchos lectores comprar libros a pocos francos, con evidente ventaja para la cultura de una ciudad y de un pueblo”, escribe Castronuovo.
IX
¿Cuál es ese mundo maltrecho, ajado y antiguo que ha desaparecido, que hemos dejado atrás, que ya no sirve, que atrasa? ¿Cómo amontonar tantas cosas, tantas experiencias, tanta cultura, en una caja ridículamente diminuta: el pasado que se fue? ¿Qué somos nosotros sin historia, sin memoria, sin la evocación, siempre difusa, siempre narrativa, siempre arbitraria, de lo que fuimos: una cadena sin fin de ayeres más o menos tristes, más o menos alegres: la historia viva que nos electrifica? ¿Qué clase de vida es el eterno presente, la proyección colorida de un futuro que nunca llega?
Pienso en todo esto mientras clavo la pala entre los yuyos. La embestida parte ramas y plantas crecidas. El verbo es: desmalezar. Luego cargo la carretilla —el calor ya no quema; está cayendo el sol en Chivilcoy—, llevo el yuyerío a la calle, y vuelvo. Repito el procedimiento con la idea de que esta casa, que tiene unos setenta años —una casa, como todas las casas, donde ignotas personas batallaron contra los inmensos monstruos de la angustia—, siga cambiando de piel, siga mutando hasta transformarse, si el azar lo permite, tal vez algún día, en mi hogar.
* Portada: «Mudanza» (2014) de Cinta Vidal
Etiquetas: Antoine-Marie-Henri Boulard, Antonio Castronuovo, Cinta Vidal, Elon Musk, Futuro, Michel Verne, nostalgia, Philip Diehl