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14-03-2025 Notas

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Por Enrique Balbo Falivene

Lo que está en el sujeto está en el objeto,
y algo más; lo que está en el objeto está
en el sujeto, y algo más.
Johann Wolfgang von Goethe

 

Afirman los manuales de protocolo que todo anfitrión deberá considerar los siguientes aspectos: sabrá, aun ante desconocidos y por atávico instinto, dónde sentará a los invitados (en cuanto al número Philip Stanhope, más conocido como Lord Chesterfield, sostiene que no debería ser inferior al de las Gracias ni exceder el de las Musas; en realidad la frase es de la Grecia antigua, pero se ha atribuido al autor quizá por el cinismo poético de sus escritos); el primer plato habrá de mitigar el apetito, pero no apagarlo, y animará la conversación; el segundo, aun tratándose de aves, carnes o pescados, completará el hambre sin presentar fatigas, dejando en el paladar un regusto para el postre. El azúcar hará su trabajo en la sangre, indicará con breve lasitud y muy escogidos silencios que la cena está llegando a su fin. Cumplidos estos preceptos y suponiendo el óptimo resultado de los mismos y el buen hacer entre los fogones el anfitrión, en la solitaria cabecera de la mesa, podrá preguntarse si su nombre habrá revelado en los comensales los misterios que encierra toda vida humana.

Porque si presentarse y estrechar la mano es un asunto tan serio como una pala que horada la tierra uno debe cuestionarse, en algún momento de su madurez, cuando su nombre ya ha sido forjado, es a qué responde ese nombre. Para los que tenemos una edad y si hemos leído a los estoicos, los nombres como Aníbal, César, Augusto, o Alejandro, nos causan un profundo respeto que luego naturalmente desaparece; a la inversa ocurre lo mismo cuando alguien joven se presenta bajo el Johnny, Brian o Scarlett.

Borges sostiene que su nombre tiene que haber sido una broma de su padre; Jorge Luis tiene una asonancia incómoda, no es Jorge ni es Luis y hasta resulta molesto de pronunciar; el autor, que conoce bien lo que produce la palabra y el resabio que los fonemas dejan, prefiere que lo llamen por su apellido; es, como sus relatos, breve, histórico y lleno de contenido. 

Ola Oliver y Anthony Hudson tuvieron un hijo al que llamaron Saúl. El muchacho pronto empezó a juguetear con la guitarra, a dejarse una pelambrera, vestir pantalones de cuero y pendientes tribales en las orejas. Con el tiempo formó su primera banda y se hizo llamar Slash porque ya se sabe que Saúl se puede acomodar bien a un candelabro de siete brazos, pero muy mal en la cubierta de un disco. Brian Warner es Marilyn Manson y Peter Hernández, aunque así inscripto, pero en su casa lo llamaban Pedro, es Bruno Mars. Y no sigo porque la lista de mutaciones en el mundo de la escena es infinita.

Mi abuelo y sus amigos se citaban por los apellidos y si éste era demasiado común le anteponían la profesión, que resultaba unida como un grado militar: herrerogarcía, carniceromarinetti, mecánicobianchi. Y fue precisamente mi abuelo el que me descubrió a Cabrera, al que llamó el fondista porque Cabrera vino al mundo con bigote, sin nombre ni sobremesa para frivolidades.

A Delfo Cabrera (Armstrong, Santa Fe, 2 de abril de 1919-Alberti, Buenos Aires, 2 de agosto de 1981) le podemos suponer que empezó a correr para olvidarse de quien era porque quizá Delfor devino en Delfo por una omisión del funcionario que lo registró, o una mala dicción de su padre calabrés al castellano. Él y el resto insisten: en la escuela, en su licencia de atleta, en el carné de conducir es siempre Delfor y así estampa su firma. Nunca olvida la r.

¿Y para qué correr? Con lo hermoso que es no hacer nada para luego tirarse a descansar. Si a los humanos se nos han dado las piernas será para caminar; los que suelen correr, empujados por la coyuntura, son los ladrones y policías, los malos toreros y los bomberos. Cabrera no atiende razones, no escucha a nadie: Cabrera corre. En su breve aldea rural de la provincia de Santa Fe, de sólo tres mil habitantes, corre. Ejecuta los trabajos rurales y corre. Estiba sacos de maíz, de harina, carga camiones, labra la tierra, fabrica ladrillos y corre. Integra la cuadrilla que traza caminos y carreteras para volver corriendo a su casa del barrio Sur entre los trigales eludiendo a saltos las vizcacheras o las tumbas del cementerio. Admira desde la radio las proezas de otro gigante, Juan Carlos Zabala, medallista olímpico en el treinta y dos, en Los Ángeles, al que apodan Zabalita, el ñandú criollo, que tiene la soberbia de cachetear la nuca de los rivales cada vez que los adelanta. Cabrera quiere ser Zabala, Delfo quiere dar curso a su nombre.

Se inscribe en una primera carrera oficial, en el treinta y tres, por su cuenta, sin entrenador, sin plan ni método. Llegará segundo porque, confesará después, su timidez le impide ganarla. Empieza a creer que puede tener un buen desempeño como fondista, pero la situación en su casa se ha puesto difícil, su padre ha muerto y hay seis bocas que alimentar. La casa de los naranjos, así llamada porque su padre plantó ese frutal a cada nacimiento, se está sumiendo. Aun así, Cabrera salta al vacío y se va a Buenos Aires, al club San Lorenzo bajo la tutela de un ilustre del atletismo, el entrenador Francisco Pancho Muro. Va a ganar la maratón de los barrios en el treinta y siete y a partir de aquí empieza a suceder triunfos. Pero el atletismo es una actividad no rentada. Se afana y consigue un puesto remunerado en los bomberos de la Policía Federal y, con enorme tesón, trabaja nueve horas diarias más las guardias y entrena. Cabrera corre con frío y calor, bajo la lluvia, con zapatos, alpargatas o zapatillas rotas, como el guatemalteco Mateo Flores que ganó la maratón de Boston en zapatos de vestir, o Lorena Ramírez, rarámuri de los Tarahumaras de Chihuahua que corre en sandalias. Cabrera es como ellos en otro paisaje, es el viento que azota la aldea rural, es el fuego de enero entre los trigales, es todo inmigrante y todo obrero que se ve obligado a forjar la patria.

Al acercarse los juegos de Londres Cabrera presenta una dificultad: ha ganado tres cuartos de las competiciones, o logrado segundos y terceros puestos, pero no consigue pasar las pruebas para ser incluido en la delegación argentina. Da igual, Pancho Muro confía en él y lo lleva junto a Guíñez y Sensini. Viaja en tercera clase con sus compañeros y boxeadores, los tenistas y nadadores van en primera. Sus zapatillas están destrozadas, las ata y remienda con esparadrapo. 

El día de la carrera, en la que Cabrera va a estrenarse porque nunca ha corrido 42 kilómetros, forja un plan que ha desarrollado con Muro. Sale el último y lleva su ritmo hasta el kilómetro veinte, después empieza a apretar y al mojón de los treinta ya está segundo. Guarda un resto para el sprint final, tiene al primero, el belga Etienne Gailly, a la vista y, diría después que podría haberlo adelantado antes de entrar al estadio, pero prefiere dejarle ese honor porque ve que está roto. Cabrera entra a Wembley ante 82.000 espectadores con su zancada rítmica, con las zapatillas gastadas que parecen elevarlo del tartán, con la mítica camiseta cruzada con la bandera celeste y blanca en el pecho con el dorsal 233; Cabrera cruza la meta en 2 h, 34’ y 51.6’’. Sonríe, su cuerpo es ancho, no parece un corredor, los trabajos rurales, el esfuerzo, las numerosas penurias, la ausencia permanente de recursos, lo han moldeado así. Cabrera gana la maratón y la Argentina, que no estaba en ninguna de las quinielas, coloca por primera vez en la historia de los juegos a tres corredores, Cabrera, Sensini y Guiñol, entre los diez clasificados. Este hecho no va a repetirse hasta Pekín 2008 con los etíopes, aunque sin el oro. 

A la vuelta en el pueblo al que las noticias tardan en llegar, pero explotan con alegría, se preparan homenajes y banquetes. Cabrera atiende a todos con la medalla dorada en el pecho y con la humildad de siempre recuerda y agradece a quienes lo ayudaron. En los años sucesivos seguirá corriendo con sendos triunfos. También había adherido al peronismo en forma activa y en esto va a ser consecuente. Para el peronismo Cabrera representa el ideal del movimiento, el ascenso social desde la nada, el apoyo al deporte como eje de fuerza en la formación de la clase obrera, el entusiasmo dinámico por un ideal. La fundación Evita le va a regalar una casa y hasta lo proponen como Secretario de Deportes. Cabrera es para Perón el patrón que el resto debe tratar de emular.  

Y como todo lo bueno se acaba a Cabrera le va a llegar el principio del fin con la Revolución Libertadora del 55. Aramburu y Rojas lo tienen claro; Perón es despojado de todo y los peronistas habían de ser perseguidos. Cabrera se queda sin trabajo en el cuerpo de bomberos, le cierran todas las puertas y hasta tratan de quitarle la casa. Más tarde le llegará, como a Borges en un ignoto mercado de aves de la avenida Córdoba, la humillación. Va a ser nombrado recoge papeles y basurero del Jardín Botánico. Afirma sin estridencias que será el mejor pincha papeles de la Argentina.

Cabrera resiste y se afirma aún más en el peronismo, no ceja como no ocultaba sus ansias de correr bajo cualquier circunstancia, es el tesón personificado, es una roca contra lo que alguien bien denominó el genocidio deportivo de la Revolución Libertadora

Al término de su carrera va a participar en unas trescientas competiciones oficiales de las que va a ganar el ochenta por ciento (de las primeras 134 resultó ganador en 128). Va a morir en el 81, con sólo 62 años, en un accidente de tráfico a la vuelta de un homenaje que le hicieran en la ciudad de Lincoln, a la altura de Alberti, en la provincia de Buenos Aires. En realidad, lo van a matar. Quien lo atropelló, un militar apellidado García, golpeó su coche desde atrás, y lo abandonó tirado en una banquina. Con los años y la apertura democrática, sus hijos van a iniciar un juicio que van a ganar.

En la memoria colectiva Cabrera representa el esfuerzo, la lucha contra todos los obstáculos, políticos, económicos y sociales. Supo sobreponerse a todo y a todos en una Argentina con sus convulsiones políticas y sus venganzas, siempre consiguió sacar la cabeza fuera del agua. Nunca renunció a su peronismo ni lo ocultó, aún en los tiempos peores no conoció la genuflexión. En un país que no supo continuar la estela deportiva de grandes corredores de antaño, Delfo o Delfor Cabrera, siempre tuvo en su corazón y en sus piernas todo lo que iba a perecer resucitándolo. 

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