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10-03-2025 Notas

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Por Guillermo Fernandez

Desde el célebre verso con que el poeta latino Quinto Horacio Flaco, llamado por el vulgo Horacio (I AC), en su Oda XI preconiza sobre la importancia del presente, de ese momento que conviene detener, se han puesto en marcha una cadena de significantes que valorizan el paso por la vida y, por ende, lo inevitable de la muerte. De esa manera, el carpe diem configuró no sólo un imperativo verbal, sino también una regla de conducta. 

¿Qué atrajo del sintagma? ¿Por qué el hombre se aferró a la sentencia para sostenerse en la vida? ¿Horacio quizás sospechó que la muerte podría frenar una “pulsión” tan primaria como el disfrute?

Luis de Góngora en el siglo XVII, escribe su famoso Soneto CLXVI acentuando el tópico de la belleza: el tiempo es una metáfora de la belleza y del deterioro. El vino que Horacio aconsejaba a Leucone no desperdiciar; el poeta español lo traslada al cuerpo, que nunca puede “competir” contra lo inalterable. 

Lo rápido del presente trae como contrapartida la noción de “aprovechamiento”, un no dejar pasar y un disfrute con lo mundano. Horacio no ha sido un artista de lo efímero; por el contrario, él ha indagado sobre lo más profundo de la existencia: saber detenerse en lo cotidiano y en advertir acerca de que el “instante” puede llegar a ser una sustancia con mucha más actualidad que el presente. 

El Siglo de Oro español retrata perfiles como contornos de hombres y mujeres que tienden a desaparecer con el tiempo. Nada dura; ni siquiera toda la lectura de las novelas de caballería de Alonso Quijano, que desaparecen cuando él se topa con la realidad y en la segunda parte de su novela, en la que él se desvela por “deja de corregir” a su escolta. 

Hay una pregunta que conviene realizar a esta altura de las reflexiones. 

¿El tiempo, esa acumulación de sucesos, puede llegar a convertirse en un fantasma? ¿Una cruel sombra que persigue la voluntad y acecha la voluntad de perseguir un destino? Si el todo “pasa”, se diluye entre los dedos de una mano, ¿en qué consisten las metas, los propósitos que hacen que los humanos nos pongamos de pie? 

Resulta difícil en estos tiempos, en los que resulta complejo encontrar horizontes, pensar en las admoniciones paganas de Horacio, preocupado por las buenas reuniones; o la idea de la disolución del cuerpo “en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada” gongorino; o la idea de gobernar Barataria para sujetarse a la literatura cervantina.

El siglo XIX no dejó de ocuparse, a su manera, de la fugacidad. 

Los tópicos de la literatura siempre se han sostenido a través del tiempo. El poeta irlandés Oscar Wilde también se ocupa del deterioro en El retrato de Dorian Gray (1890) y busca una respuesta en lo inalterable del arte para detener la transformación temporal. 

De alguna manera, el fin estético supera el ocaso del cuerpo. En esta obra de Wilde se observa el combate del artista, como el de la permanencia. Seguro que, en su prosa, resonaban los resabios de Cervantes. 

Si hay algo que detiene la secuencia interminable de las horas es la fijación de la composición del creador. 

El cine de los últimos tiempos hizo hincapié en la inalterabilidad y en el riesgo de la ciencia como recurso que intenta reponer la descomposición natural. Entre los directores que abarcaron el problema de la degradación y de la lucha del hombre para superarla, se pueden citar dos filmes: Crímenes del futuro del canadiense David Cronemberg (2022) y La sustancia de la francesa Coralie Fargeat (2024).

¿Cuál es el plus de estos dos filmes? ¿Son realmente disruptivos con el eje que se viene tratando?

Hay dos dilemas, entre los tantos que atenazan al hombre contemporáneo: la biotecnología y la ética. 

Ambos filmes los abordan “sin maquillaje” y con distintos enfoques respecto de la permanencia; no obstante, los dos recurren a la práctica quirúrgica como recurso. 

Cronemberg apunta a la idea de ensayo y error sobre el hombre, en una especie de taxidermia con el fin de “ayudar” a la especie en extinción. No escatima en imágenes para mostrar la “impiedad” del laboratorio al que se somete el sujeto. 

Por otro lado, Fargeat se coloca del lado de la perfección, que también es una “cadena de sustituciones” en las que se reemplaza lo viejo, aquello que ya no es útil a la imagen visual, por aquello que puede conquistar el mercado. Ella tampoco ahorra tácticas para “desacomodar” al espectador. 

¿En qué ha derivado el “carpe diem”, ese echar mano al disfrute latino?

Se puede llegar a pensar, sin temor a la certeza que, si hay algo que el hombre ha querido evitar en la antigüedad, en los dorados años de la poesía española, en la composición de la lírica europea del siglo XIX es la mirada sobre lo horrible, sobre el desencanto de la celeridad. Puro desafío. 

En los momentos actuales la advertencia cuenta con otro matiz. 

Es el de una terrible responsabilidad: el enigma de la permanencia que parece conllevar el de la decisión sobre la vida ajena. 

De última, la ética es uno de los tantos destinos que atañe al hombre y no hay mirada esquiva. Por suerte. 

* Portada: «Dinamismo de un ciclista» (1913) de Umberto Boccioni

 

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