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Por Pablo Milani
Con el advenimiento de la democracia se comenzó a ver un mundo que antes no se veía, o mejor dicho, no se dejaba ver porque no se podía. Los años ´80, ya con Raúl Alfonsín como Presidente de la Nación electo, fueron al principio una algarabía sin barreras y esto transformó ciertas costumbres que estaban adormecidas. En consecuencia, fueron épocas de gran aventura y atrevimiento, de gran fervor con el entusiasmo de estar inventando algo en el mundo del espectáculo, y Antonio Gasalla, ya con muchos años de experiencia en teatro, y siendo un lector voraz, conformó una distinción especial en ese cambio desde la televisión. Los ´90 confirmaron, en pleno hedonismo y descontento social, que para hacer humor lo más efectivo era meterse de lleno en la clase media, un extracto social en decadencia permanente en estas tierras que atentaba contra los principios para la cual había sido interpretada. Según la definición del sociólogo alemán Max Weber, una sociedad se rige por tres dimensiones paralelas: la económica, la política y la social. Justo allí fue donde se desarrolló el humor de Antonio Gasalla, un hombre que entendió el idioma de la casa argentina como nadie. Quizás eligió personajes femeninos porque desde el lado de la mujer, es la que más sufre día a día esa capacidad para amortiguar los vicisitudes y dificultades de toda familia de clase media en declive. El actor no sólo fue el ideólogo de todos sus personajes, sino que fue el encargado de escribir los guiones, y muchas veces, hasta dirigir sus proyectos. Esto fue gracias a su inteligencia sobrenatural y mirada acerca de un país que tenía mucho material para abordar, siempre y cuando fuese desde el lugar correcto, y eligió decir su verdad desde la periferia. Sus personajes hablaban de la política de ese momento pero sin meterse en lo ideológico, sino más bien, mostró esa distribución eternamente desigual entre Estado y sociedad desde el humor. Fue esa misma clase media que se sentaba frente al televisor cada día para reír y sentirse identificada con cada uno de sus personajes.
A mediados de la década del ´60 se dio una búsqueda de identidad en el espacio del arte, de querer encontrar cada uno su propio camino y descubrir su lugar en el mundo. Por un lado, coincidió con el Mayo Francés, aquella cadena de protestas estudiantiles en París con frases como “Prohibido prohibir”, “Olvídense de todo lo que han aprendido. Comiencen a soñar”, o “Seamos realistas, pidamos lo imposible.” Y ahí se dio una revolución cultural en el mundo entero. Fue Andy Warhol que a través de la plástica abrió una gran puerta a que todo pueda ser identificado como arte. Desde aquí, la intervención de la artista Marta Minujín, fue muy importante. Por otra parte, el escenario más significativo en la ciudad de Buenos Aires fue el Instituto Di Tella, sobre la calle Florida, en “La Manzana Loca”. Un espacio de investigación cultural como nunca más se volvió a repetir. Esto desencadenó en un quiebre a la hora de comunicarse con el público. En sus palabras, Antonio Gasalla dijo que ser un artista, es ser sobre todas las cosas un creador, aunque el que empieza a reclamar en hacer algo distinto siempre es el público. Es decir, sin ellos, uno no puede modificar nada. En ese momento el público empezó a necesitar que los artistas se comuniquen de otra manera y nosotros lo hicimos desde los sótanos, porque nadie nos dejaba actuar en los teatros.
Antonio Gasalla entendió cómo abordar un sistema que venía descomponiéndose por años. Él mismo empezó a intervenir en el mundo actoral y de café concert compartiendo escenarios junto a artistas como Carlos Perciavalle y Edda Díaz en una época de gran efervescencia cultural pero también de gran represión como fueron los años ´60 y sabía perfectamente qué le pasaba a esa gente que había crecido entre la represión de Onganía y la última dictadura militar. Pero también fue el responsable de meterse en la cabeza de los jóvenes de mi generación, aquellos que nos tocó ser adolescentes en plena era Menem y estábamos un poco desorientados pero a la vez nos movíamos con cierta inocencia. Fuimos los que vimos a nuestros padres desvanecerse, quedándose sin trabajo y mutar hacia otro extracto social, el de una clase media con incertidumbre y falencias, con calles y rutas cortadas por piquetes, el reclamo de mejores condiciones salariales, cierres de fábricas y falta de nuevas alternativas de progreso. En ese entendimiento y desentendimiento del mundo había una inconclusión que teníamos que desenredar nosotros mismos, y el humorista con su forma verborragica de contar la Argentina nos despejó el camino.
Porque Antonio Gasalla, un actor ecléctico y audaz, entendió que para tratar el presente también había que estar conectado al pasado y fue a través de sus personajes donde supo reflejar la idiosincrasia de los argentinos e iluminar esa parte de la historia que perdía la esperanza de un mundo mejor. En contraposición, es conocida su tensa relación que tuvo con la prensa y con algunos de sus compañeros con los que trabajó producto de su personalidad exigente y perfeccionista, esto lo llevó a distanciarse de gente del espectáculo como es el caso de la actriz Juana Molina. En los albores de la historia, la democracia prometía eso de que con la democracia se come, se cura y se educa. Quizás se le había exigido mucho a ese momento, seguramente porque eran muchas las deudas por saldar, pero no alcanzó y la economía no logró solventar a una gran parte de la población postergada. Aun así, el humor del actor permaneció indestructible de lo que la sociedad estaba viviendo en ese momento. Dicho de otra manera, su humor era serio, hecho con la realidad argentina, tan ácido como oscuro. Vivió una época en la que si no existía algo, había que inventarlo y él tuvo las herramientas para hacerlo. Aquella libertad creativa tuvo como resultado un sinfín de noches memorables desde la pantalla boba con gente nueva en su equipo y el resultado fue extraordinario. Porque sus personajes también hablaban de los grandes temas de ayer, hoy y de siempre; la soledad, los miedos, la paranoia, la declinación de la vida y la injusticia de cómo la gente mayor es relegada constantemente. Aunque uno de los personajes emblemáticos del actor nacido en Ramos Mejía fue Mamá Cora en la película Esperando la carroza (Alejandro Doria, 1985). Sólo diez minutos le bastaron a ese genial personaje para meterse para siempre en el inconsciente de los argentinos. Mamá Cora cambió su forma de encarar la vida, en la película es una señora de avanzada edad en la que se olvida de cosas y se equivoca permanentemente. En cambio, el personaje que va a desarrollar después, la abuela, es totalmente lo contrario, ella puede con todo y es un poco el motor para la gente de la tercera edad de no claudicar en la última parte de la vida. En él hay una cantidad de elementos que conforman un estado de ánimo, como una especie de mezcla entre adentro y afuera. La sociedad argentina, en esa mezcla de ironía, maldad e inocencia fue clave para la interpretación de cada uno de sus personajes. El hombre que supo retratar tanto la sensibilidad como las inconsistencias de una sociedad cada vez más castigada por las propias incongruencias del devenir circundante. Entre sus personajes, interpretó a Soledad Dolores Solari, una mujer con múltiples fobias y manías, la inolvidable Flora, la empleada pública, o Yolanda, una señora mayor que le hacía creer a la familia que no podía caminar, entonces la tenían que atender todo el tiempo, entre otros. El personaje de la abuela en el programa televisivo de Susana Giménez batió records de audiencia por más de una década y en el teatro tuvo un éxito rotundo por años en sus dos versiones, con Más respeto que soy tu madre, una obra escrita por Hernán Casciari, entre otras. También se destacó en el cine en La Tregua (Sergio Renán, 1974), la ya mencionada Esperando la carroza, Dos Hermanos (Daniel Burman, 2010) junto a Graciela Borges y el impactante papel dramático del padre Antonio en La Cola (Enrique Liporace y Ezequiel C. Inzaghi, 2012).
Nacido en Ramos Mejía, en el conurbano bonaerense, el actor mostró desde tempano una pasión inquebrantable por el cine, llegando hasta ver diez películas por semana. En lugar de seguir el mandato familiar y sumarse a una carrera universitaria, (aunque llegó a cursar hasta el tercer año de Odontología), el humorista decidió seguir su vocación artística. Estudió en la prestigiosa Escuela Nacional de Arte Dramático donde conoció a su futuro compañero de escena y amigo, Carlos Perciavalle. Juntos, en los inicios de su carrera, formarían un dúo inolvidable en la historia del teatro y la comedia. Antonio Gasalla falleció a los 84 años en la ciudad de Buenos Aires, el lugar que lo vio crecer y el hombre que hizo pensar a una sociedad hasta convertirse en uno de los actores cómicos más importantes y fundamentales de la argentina.
Etiquetas: Antonio Gasalla, Max Weber, Pablo Milani