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05-03-2025 Notas

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Por Joaquín Rodríguez Freire

Los New York Dolls fueron una fuerza irrefrenable de la naturaleza; una puñalada en el corazón de un rock and roll que se volvía elitista y espectacular. Tocaban fuerte, tocaban rápido. Eran ruidosos, pero también elegantes. Detrás de los tacos, el rouge y los batidos grotescos, emulados hasta el hartazgo por las bandas en los 80, yacían cinco hijos de una ciudad maldita, que hablaban el idioma de la calle.

Con David Johansen y Johnny Thunders a la cabeza, las muñecas trajeron información del futuro usando herramientas del pasado. Su música se parecía más a aquel rock and roll que había puesto al mundo de cabeza en la década del 50 que a los dotes de Mercury, la sensualidad empalagosa de Plant y el virtuosismo de Blackmore.

Rápido, furioso, desprolijo: así era el cóctel. Cualquiera podía hacerlo y no, todo eso a la vez. El aullido neoyorquino cautivó a cantidad de artistas tan talentosos como disímiles entre sí. De los Ramones a Kiss, de Aerosmith a Morrisey, todos bebieron del cuenco de David y su crew. Por fuera del continente estético, el grupo configuró un artefacto más similar a una pandilla que a cinco super estrellas.

La voz blitzkrieg de Johansen y sus aires bluseros fueron pervertidos —en el buen sentido de la palabra— por la guitarra podrida de Thunders, más interesada en marcar el pulso que en los fuegos de artificio tan comunes entre sus colegas de la época, una rara avis en una fauna que buscaba destacar. Después, por separado, ambos edificaron interesantes discos solistas, que sin embargo no llegaron a empatar lo hecho por los Dolls.

Nadie salió ileso del primer álbum de las muñecas. Bastaba con poner la púa y escuchar el grito de «Personality Crisis» para saber que ahí pasaba algo distinto. «Trash», «Jet Boy», «Subway Train» y hasta la balada «Lonely Planet Boy» pusieron de relieve a un grupo que se nutría del glamour de Marc Bolan y sus coterráneos ingleses, pero también de Chuck Berry, Little Richard y de aquellos pioneros que abrieron el juego. Reflejo de ello es, por ejemplo, la inclusión en su placa debut de «Pills», un tema de Bo Diddley.

A esas influencias, los Dolls les sumaron la peligrosidad de una ciudad hecha canción. Hablaron del subte, de travestis voladores, del amor y de las drogas, todo con un código chocante y atractivo por igual, donde la sensualidad y la marginalidad se batían a duelo. Después, como una estrella, colapsaron, cortesía de la gestión Malcolm McLaren, futuro CEO de los Sex Pistols.

En el sentido contrario de muchos de los grupos que los sucedieron en el género, la banda desistió de las proclamas antisistema e intentó narrar la realidad que la rodeaba con una cuota de desfachatez; si se podía bailar, tanto mejor.

No ocuparon los primeros puestos en los charts ni llenaron estadios, pero bastó con la mitología construida sobre aquellos escenarios terrosos y un par de discos para dejar una marca. Hoy, apenas horas después de la muerte de Johansen, obituarios con firmas pesadas exponen la importancia de los New York Dolls en la historia del rock and roll.

El Chino Biscotti, baterista de Cadena Perpetua y reconocido coleccionista musical, fue certero en su despedida. «Se están muriendo mis amigos», dijo en las redes sociales. Se están muriendo nuestros amigos.

Qué mal.

 

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