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05-03-2025 Notas

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Por Manuel Ventureira

LLENAR ESPACIOS

Asoma, quizás, otro principio general: un trauma nunca puede ser recordado sino en algún lugar. Experta en armar escenografías, sin intenciones meramente decorativas (como tanto se acostumbra a ver en el cine francés contemporáneo), Mia Hansen-Løve sabe llenar espacios con objetos que pueden evocar, simultáneamente, lo familiar y lo irreconocible, el pasado y la ilusión de un porvenir, la pertenencia y el despojo. Quizás por otro influjo rohmeriano, en el podio de esos objetos significantes están, a la cabeza, los libros —prolijamente dispuestos en los anaqueles improvisados de un microscópico studio parisino; colmando el antepecho de una ventana en desuso o el hueco de una escalera en una antigua casa de campo—; luego vienen los cuadros y, por último, las flores. Además de exhibir los rastros de sus moradores, estos elementos escenográficos son los primeros en acusar las secuelas de una debacle familiar. ¿De qué sirve una biblioteca repleta de clásicos de literatura alemana cuando uno sufre de una enfermedad neurodegenerativa y ha perdido la vista, como Georg, el anciano interpretado por Pascal Greggory en Un beau matin? ¿Cómo no tirar a la basura un hermoso bouquet de flores cuando provienen del marido que acaba de dejarnos después de 25 años de vida en común, como hace Nathalie, otra profesora de filosofía, encarnada por Isabelle Huppert en L’avenir (El porvenir, 2015), film en el cual, asimismo, los libros —El mundo como voluntad y representación de Schonpenhauer y el ensayo Difícil libertad de Emmanuel Lévinas— aparecen como rehenes de las disputas post-separación? 

Sin embargo, se sabe que no hay objeto menos reminiscente —ni menos energético— que un libro, un cuadro o un perfume; y en Hansen-Løve —como en la termodinámica— la energía y la memoria no se pierden, se transforman. En Un beau matin, los antiguos alumnos de Georg se reparten los libros que las hijas de este último no pueden o no quieren guardar. En L’avenir, Fabien —el discípulo de Nathalie— se queda con Pandora —la gata de la madre de aquella, recientemente fallecida— y ofrece a Nathalie una colección de libros infantiles sobre filosofía, regalo de Navidad para su nieto recién nacido. 

 

Renacer

“Nada se pierde”. Apenas termino de redactar estas palabras, pienso que tal vez lo que he venido postergando no es el texto sobre las películas sino el tema. Como un analizante que despilfarra años de terapia hasta que un buen día descubre, en la máscara de ese jefe que no reconoce sus méritos, el rostro de su propio padre, sospecho que si no puedo escribir sobre Mia Hansen-Løve es porque no me atrevo a escribir (sobre) la pérdida. O, lo que es lo mismo, (sobre) la muerte. Bueno, pero ¿la muerte de qué? ¿De todo lo que creímos alguna vez que duraría? ¿Un matrimonio, una amistad, una vocación, un padre o una madre, la juventud, la alegría, el prestigio, el dinero, la cordura? ¿Todo lo que alguna vez creímos haber poseído? 

¿Un ideal?

Poco antes de cumplir 32 años tengo mi primer colapso nervioso, pico de estrés, burn-out, como queramos llamarlo. El síntoma: una contractura cérvico-dorsal que me deja postrado durante una semana. Me prescriben algunos medicamentos para paliar el dolor —antiinflamatorios y miorrelajantes de los duros—, quince días de reposo laboral y diez sesiones de kinesiología (prorrogables por otras diez más). Entretanto, lo que antes de la lesión muscular era un problemita de insomnio recurrente —el segundo, o primer síntoma—, que el psiquiatra resuelve con un hipnótico leve, se convierte en un cuadro melancólico grave que deriva en un tratamiento con ansiolíticos, antidepresivos y antipsicóticos. 

Caigo en un agujero, como solía decir Freud de los enfermos melancólicos, ese agujero cavado por ellos mismos por donde se derrama toda la libido. De repente soy un personaje de Mia Hansen-Løve. (Cuanto menos, soy consciente de que comparto, con esos seres de ficción, el anhelo de una vida alternativa, consagrada a la creación artística en, por ejemplo, una granja en el macizo de Vercors —como el Fabien de L’avenir— o la casa-molino de la isla Farö, de Bergman Island.) El trauma que me toca —ese que no me deja dormir durante meses; el mismo que, una noche fatídica, tensa cada uno de los músculos de mi espalda— no viene al caso. Lo que cuenta es que yo lo percibo como tal, y que no puedo salirme de mi angustia, casi como si ella me estuviera destinada. Frente a mí, se abren dos alternativas: puedo ahogarme en esa angustia —intentar suicidarme, como Camille; lograrlo, como Grégoire; perseverar en la heroína hasta que un día el cuerpo diga basta, como hace Víctor—, o puedo seguir viviendo; puedo considerar, como Nathalie, que la muerte de mi madre y el final de mi pareja no fueron mi propia muerte, sino las condiciones que hacen del futuro una realidad no determinada por el pasado, posible, contingente. Puedo salir de viaje, como Gabriel, con la vista clavada en un nuevo horizonte; puedo hacer muchas cosas, pero lo que sin dudas debo hacer, si quiero seguir viviendo, es renunciar, como Paul, a mi ideal (que, de nuevo, aquí no interesa). En otras palabras, debo afirmar el principio de realidad, debo poder estar en paz con el estado de cosas que no puedo controlar. 

Aceptar(se), reconstruir(se), reinventar(se) —expresiones new age para decir “terminar un duelo”—, son las nociones básicas de supervivencia que cultiva ese pelotón de melancólicos rehabilitados que son los héroes de las películas de Mia Hansen-Løve; héroes o anti-héroes resueltos a elegir, entre el ideal y la muerte, la vida, conscientes como son de la necesidad de matar sus ideales; porque hacer un duelo no se trata simplemente de aceptar que hemos perdido a alguien, sino de entender qué es lo que se fue con esa persona —cuáles eran los sueños que alentaba—, y ser capaz de encontrar, en el mundo real, el deseo que sepa reemplazar esos sueños, y brindar el coraje necesario para volver a la vida. Son seres de cine tan vívidos que yo, espectador, lo daría todo por saber morir como ellos.   

 

 

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