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Por Enrique Balbo Falivene
Debería empezar con un párrafo largo y desde el principio, pero tratándose de un relato breve será mejor hacerlo por el final: me quedé solo, sin pareja, familia, amigos y hasta el gato que un día entró a dormir plácidamente en la cama en que mi mujer iba a sucumbir, desapareció. La casa se me vino encima, descuidé todo y a todos. No me importó, o en realidad debería reconocer que no sé cómo ocurrió tan rápido; la vida, lo que estamos acostumbrados a llamar vida, ese viaje desde la cuna a la tumba apenas iluminado por un tenue rayo de luz, se me escapó en un golpe de viento. El entorno se esfumó; hasta las estaciones cambiaron misteriosamente entre estas paredes, en las propias vísceras de la casa, justo debajo de cada dintel, de cada cuarto: cuando el anuario marcaba el cenit del verano dentro hacía un frío intenso, doloroso; cuando la humedad mojaba las calles aquí parecía todo reseco, sin alma, como si nadie hubiera habitado la casa nunca. Y el olor, ¿cómo podía oler todo tan mal si no había vida que se pudriera?
De mis hábitos, que inevitablemente tuvieron que cambiar, conservé una comida diaria y la caminata de los domingos, muy temprano, cuando no hay nadie en las calles. Esta estrategia mediocre es también un plan necesario de oscuras intenciones; la primera evitar a la gente y, la segunda, a los perros. El pueblo está plagado, callejeros y semisalvajes, han ganado las plazas adueñándose del territorio. Se agrupan en las esquinas, son manadas de machos con un líder que ordena los ataques. Muerden a ciclistas, caminantes, mujeres, niños, a otros perros que incursionen en sus dominios. No se puede hacer nada contra ellos, más que huir o sacudir algún palo para amedrentarlos. Igual, en descargo de las bestias, diré que si me tocara vivir a la intemperie, a expensas de que alguien me arroje algo qué comer, mordería a todo el mundo.
Ese fin de semana el calendario me favoreció, el 25 de diciembre cayó en domingo, las calles estaban desiertas por la fiesta doble, la resaca de la noche buena y sus fastos, junto al dominical descanso.
Salí desde la calle San Lorenzo hasta la plaza Colón donde di tres vueltas sin ver un solo perro. De allí por la calle Pueyrredón a la desaparecida Estación Norte del tren, hoy reconvertida en la terminal de autobuses más fea del mundo, para acometer la plaza España y retomar la amplia avenida Sóarez, hacia una de las entradas de Chivilcoy. No vi un solo animal en todo el trayecto de casi cincuenta minutos. Las calles solitarias y en silencio, como si mi casa, con su profunda putrefacción, se hubiera proyectado al exterior. Al volver advertí a unos doscientos metros el primer perro. Caminaba pegado a la pared, tenía la cabeza con la mirada fija hacia delante, no parecía tener prisa ni buscar comida o refugio. Sin duda era un solitario, como yo, que vagaba por la ciudad en busca de nada. Decidí seguirlo, con cautela por temor a que se revolviera y me atacara. Como su andar era acompasado y lento, pude acercarme y reducir la distancia casi a la mitad. Se veía seguro, sus patas eran curiosamente finas, su cuerpo robusto, su cabeza más bien grande. Giró en la avenida Irigoyen para emprender la San Lorenzo, y ya conseguí distinguirlo con nitidez. Era de un pelaje oscuro casi ceniciento, la cola era larga y poblada, el hocico desde mi distancia, unos cincuenta metros, me pareció grueso y puntiagudo, las orejas las llevaba bien tiesas, sin movimiento. Como la calle que caminábamos era la mía, pensé que al pasar por mi casa seguiría en su rítmica trayectoria y yo entraría a salvo de mi imprudencia. Pero al llegar a la puerta se detuvo, quedándose unos instantes como congelado, luego se giró para mirarme. Ya estaba a escasos veinte metros. Tenía el hocico y el pecho bañados en sangre que aún goteaba; ese animal, soberbio, legendario, que había dominado los bosques y la estepa, que respondía a un linaje ancestral -y esto lo puedo aseverar de manera inconfundible porque algo atávico me paralizó-, era un lobo. Sus ojos se clavaron en lo más profundo que un hombre pueda imaginar. Pensé que iba a atacarme y que aun corriendo lo que mis piernas me permitieran no iba a conseguir escapar. Pero el animal después de evaluarme se dedicó con sus patas a rascar y golpear la puerta de mi casa. No supe qué hacer hasta después de un breve instante que alguien desde dentro abrió. El lobo emitió un gruñido, se relamió la sangre y entró.