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Por Leandro Valentín Alvarez
Aunque ya han pasado algunos años desde su estreno, El triángulo de la tristeza (2022) no ha perdido potencia. Su incomodidad persiste, incluso se profundiza, en un presente saturado de imágenes felices y cuerpos obedientes. Hay películas que se vuelven más nítidas cuando se diluye el ruido de su estreno. Esta es una de ellas.
En el universo estético del neoliberalismo, la belleza ha dejado de ser una promesa trascendental para convertirse en una forma de obediencia. No se trata ya de conmover ni de elevar, sino de producir impacto, capitalizar atención, sostener un lugar en la vidriera de lo visible. El triángulo de la tristeza, la película del sueco Ruben Östlund, se mueve con precisión quirúrgica en ese paisaje: examina con humor corrosivo la fragilidad del poder cuando su legitimidad se basa en el deseo, la imagen y el dinero.
En el mundo del modelaje llaman “triángulo de la tristeza” al espacio entre los ojos, allí donde las arrugas del ceño comienzan a delatar el paso del tiempo. Es, si se quiere, la primera señal del fracaso en el mandato de ser eternamente deseables. En esa pequeña geometría se condensa toda la ansiedad de una época obsesionada con el control del cuerpo y la fabricación de una juventud perpetua. La belleza, en este contexto, ya no es un don: es un campo de batalla.
La estética como estructura de dominación
Carl y Yaya, los protagonistas, son modelos que encarnan la versión contemporánea del sujeto performativo. Viven —literalmente— de su apariencia. Su relación es, en el fondo, un pacto de supervivencia simbólica: imagen y capital social se entrelazan en una lógica de competencia permanente. La belleza funciona como capital —diría Bourdieu— pero uno inestable, cuyo valor depende de un mercado que cambia a cada segundo.
En este sentido, lo que Catherine Hakim definió como capital erótico —un conjunto de atributos físicos y sociales que pueden convertirse en poder— adquiere aquí su expresión más brutal: una forma de poder que no se hereda, pero que se ejerce, se negocia y se consume. La belleza no es solo un atributo, sino una herramienta que se administra con la lógica del rendimiento, al servicio de un orden que estetiza incluso la dominación.
La escena en la que discuten por quién debe pagar la cuenta en un restaurante es una miniatura perfecta de ese mundo donde incluso los vínculos íntimos están mediados por la economía. Carl apela a la igualdad, pero se siente herido en su rol masculino cuando Yaya lo desafía. Ella, más que manipuladora, es hábil: conoce las reglas del juego y las habita con naturalidad. Dice preferir que el hombre pague, sin ironía ni provocación, como si en ese gesto se concentrara una verdad heredada. No está claro si tiene más dinero que él, pero lo que sí queda expuesto es que su belleza le permite sostener una posición ambigua, ventajosa, sin necesidad de justificarla. Es un momento incómodo porque revela lo que habitualmente se oculta: la transacción detrás del deseo, la negociación detrás del afecto.
Esta estetización total de la vida ha sido señalada con particular lucidez por Boris Groys. Para él, en la cultura contemporánea, todos los objetos —incluso los humanos— están sometidos a un régimen curatorial. El sujeto ya no se expresa, se presenta. Construye una versión de sí mismo que pueda circular y ser consumida. En El triángulo de la tristeza, esta lógica alcanza su clímax. Los personajes no existen fuera de su performatividad social. Son figuras en una vidriera que empieza a agrietarse.
Millonarios, modelos y mierda
Los personajes secundarios de la película son caricaturas tan grotescas como precisas del poder global. Un oligarca ruso que hizo su fortuna vendiendo fertilizantes (mierda, como él mismo dice) se pasea con su familia como si el barco fuera un feudo. Una pareja de ancianos británicos, fabricantes de armas, despliega ese cinismo educado que les permite contar, entre sonrisas, que abastecen a ambos bandos de los conflictos armados. El capitán del barco, un alcohólico marxista que cita a Lenin y se niega a cenar con los pasajeros, funciona como una pieza suelta en esa maquinaria de lujo e hipocresía.
La violencia de clase en el crucero no es solo económica o jerárquica: también es afectiva. En una escena previa, la tripulación recibe la orden explícita de no decir nunca que no. “Complacer a los pasajeros” es parte del contrato y la promesa de propinas lo vuelve un incentivo económico. Por eso, cuando una pasajera le exige a una camarera que interrumpa su tarea para zambullirse en la piscina y “disfrutar”, la escena no parece un gesto amable ni un capricho aislado, sino un mandato. La camarera ríe con una incomodidad que la película no subraya, pero deja temblando en el encuadre. No se trata de descanso, sino de sumisión alegre. Una obediencia maquillada de felicidad. Es la estetización del goce como deber, incluso para los cuerpos subordinados.
Lo que está en juego ahí es el consumo forzado de la felicidad, algo que también forma parte del régimen estético contemporáneo: la obligación de gozar, de mostrarse contento, de experimentar bienestar aun en condiciones de explotación. La camarera no puede negarse, no porque tema un castigo, sino porque la escena está montada como una orden disfrazada de privilegio. Esa sonrisa forzada, esa sumisión vestida de espontaneidad, es una imagen feroz que revela el fondo violento del placer obligatorio.
Todo en el crucero está calculado para sostener la ilusión del placer infinito. Pero esa escenografía empieza a descomponerse. Cuando una tormenta azota al barco y el rolido afecta el sistema digestivo de los pasajeros durante la cena del capitán (a la que todos asisten vestidos de etiqueta), la película alcanza su punto de mayor desborde. Los vómitos, los inodoros expulsando su contenido, el derrumbe escatológico de los cuerpos perfectos: todo eso que la curaduría estética había ocultado regresa con crudeza. La náusea no es solo fisiológica; es una forma de verdad.
La isla, el reverso del simulacro
El naufragio los arrastra a una isla aparentemente deshabitada. El viejo orden colapsa. Ya no importa quién tiene más dinero, quién viste mejor o quién tiene más seguidores en redes. Sobrevive quien puede pescar, prender fuego, organizar al grupo. Y en ese nuevo escenario, Abigail, una empleada del crucero que antes limpiaba baños, reúne esas condiciones para convertirse en la jefa. El poder se reconfigura en función de la necesidad.
Carl, despojado de su rol masculino y estético, se convierte en el amante de Abigail. Ya no es deseado por su estatus, sino por su cuerpo como objeto de uso. La inversión es total, pero no emancipadora: simplemente revela la lógica brutal del deseo cuando deja de estar amortiguada por los dispositivos del capital. En ese intercambio hay poder, pero no justicia.
La revelación final de que nunca estuvieron completamente aislados, que detrás de la montaña había un resort todo el tiempo, es un golpe maestro. La ilusión de ruptura se desvanece y con ella, la idea de que en el caos puede surgir algo nuevo. Yaya, al ofrecerle a Abigail un rol de subordinada una vez “restaurado” el orden en el regreso a la civilización, restituye la lógica de clase sin pestañear. El gesto es brutal: la revictimización del sujeto que había logrado por un instante ocupar un lugar de poder. Abigail, en ese momento, queda ante una disyuntiva que la cámara resuelve con ambigüedad. ¿Volverá a ser sirvienta o hará algo irreparable para conservar su poder?
Donde la imagen se quiebra
En un tiempo en el que todo puede ser estetizado, Östlund nos recuerda que lo real persiste. No como verdad moral ni como retorno de lo sagrado, sino como resto que no encaja, que no puede ser capturado por el dispositivo estético. El vómito, la violencia, el hambre: eso que no puede ser editado ni convertido en contenido. En esa lógica, El triángulo de la tristeza dialoga con Groys y Baudrillard, pero también con cierta tradición grotesca europea que va de Rabelais a Buñuel. El exceso corporal no es solo repulsión: es una forma de verdad.
Östlund no ofrece redención, ni revolución, ni utopía. Solo una carcajada lúgubre frente al colapso de un mundo que sigue operando como si nada se hubiera roto. Como si el simulacro aún estuviera intacto. Y, sin embargo, algo se resquebraja. No en las élites, que siempre encuentran nuevas formas de reconfigurar su poder, sino en el espectador, que se ve obligado a preguntarse de qué lado quiere estar en el crucero.
En ese gesto hay ecos de otras ficciones —como Parásitos de Bong Joon-ho— que, desde registros distintos, plantean una misma incomodidad: la imposibilidad de escapar del orden de clases, incluso cuando este parece tambalear.
No hay fuga posible del orden de la imagen, salvo en sus fracturas. Lo que resiste es eso que no entra en el marco: la ambigüedad del deseo, los cuerpos en ruina, el malestar que no se puede monetizar. En ese sentido, El triángulo de la tristeza no es una denuncia sino una escena. Un espejo deformante donde se revela, sin posibilidad de consuelo, lo que ya sabíamos, pero preferimos no mirar.
Tal vez por eso, aunque hayan pasado algunos años desde su estreno, la película sigue vigente. Porque no responde a una moda estética ni a un discurso coyuntural, sino a un malestar más profundo: el de una época que vive atrapada entre lo que muestra, lo que oculta y lo que está dispuesta a hacer para seguir siendo vista.
Etiquetas: Belleza, Bong Joon-ho, Boris Groys, Catherine Hakim, Cine, El triángulo de la tristeza, Leandro Valentín Alvarez, Parásitos, Ruben Östlund