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29-04-2025 Notas

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Por Pablo Manzano

I.

Sólo dos cosas (ya es hora de asumirlo) importan en estos tiempos: pasarlo bien y tener buena conciencia. Este hedonismo vital y moral adquiere carácter performativo en la gacetilla que cada cual dirige a diario. Una masacre palestina seguida de (apenas horas después) tus viajes y paisajes, o el mega concierto multimedia al que asististe esta semana («Épico», sueles titular). Tu evocación sincrónica de los femicidios cada 8 de marzo y, en la siguiente story, el evento gastronómico que gozaste ese mismo día con tu gente en un restaurante de una ciudad de marca. La noticia de una represión policial que, afirmas, te hizo derramar lágrimas, dando paso casi de inmediato a cualquier cosa graciosa de esas que se comparten en redes. Un reel de tu festivo consumo LGTB+ y tu repudio (que se sepa) por Musk y Trump. La memoria histórica de pañuelo blanco (o una reivindicación de pañuelo verde), y a continuación tu selfie frente al espejo antes de una fiesta (no solo de coquetería política se vive). Podría seguir, pero sería de nunca acabar. Cierro el párrafo con un posteo retro de 2017: «Me llamo Fulano de Tal y mientras les preparo sushi a mis hijes no dejo de pensar dónde está Santiago Maldonado». Épico.

 

II.

En su producción y oferta, las plataformas de películas y series también combinan placer y autocomplacencia. En las ficciones los fetiches de la reciente moralidad (diez años, quince) ya se han convertido en lugares comunes y estereotipos. Divismo victimista, demagogia de género, santurronería política, feminismo fast food, empoderamiento afrodescendiente (no se puede ser más Netflix). Guiones con una (buena) intención demasiado obvia. Diálogos para autorizar y desautorizar, para instalar códigos de una clase media occidental, urbana, educada, endogámica, hedonista y con buena conciencia (más que concientizada) que olvida una y otra vez con quienes comparte urna en una democracia capitalista. ¿Envejecerán tan mal estas ficciones de hoy como lo hicieron las películas (y novelas) masculinas de los años noventa? De momento cumplen con una función, no solo de entretenimiento, también farmacológica: que te sientas bien. Poco importa que, pese todo este regodeo del mainstream cinematográfico en «visibilizar», en marcar lo que está bien y lo que está mal, los matones recalcitrantes de siempre, lechosos y anaranjados, sigan siendo los verdaderos empoderados en este mundo. Como poco importa que la vocal “e” carezca de poder alguno para incluir a nadie en la sociedad, ya que esa “e”, por el solo hecho de que la incorpores, ya tiene un poder mágico y serotonínico en tu cerebro.

 

III.

La primera vez que oí hablar de neuroplasticidad (esa palabrita) fue en boca de una diva de la ética periodística, un tirapostas fumador en tiradores, de figura rolliza (no lo llamaré «gordo», ya que tampoco dice «gordo» el hijito de Strassera para referirse a un juez de 170 kilos en Argentina 1985 –parece que en los años 80 ya cuidaban el lenguaje). A este periodista estrella, que en paz descanse, le escuché decir que la meditación (aunque en realidad dijo mindfulness) propicia cambios en el cerebro y te hace ser mejor persona. Desde entonces me he encontrado con el mismo optimismo (opio del pueblo, diría un personaje de Kundera) en varios artículos de neurociencia dominical (por su tono de homilía y porque suelen publicarse ese día de la semana), siempre ilustrados con fotos de alguien en posición de loto que te recuerda la importancia de vibrar alto, el breathwork, las organic vibes, el adiós a los patrones limitantes, soltar, sanar y brillar. En estos publirreportajes nunca falta una cita de Ramón y Cajal (siglo XIX), aquello de que cada cual puede esculpir su cerebro. Aunque hoy la expresión en boga es «hackear el cerebro». Es decir, controlarlo y potenciarlo, aprovechando su capacidad para cambiar y adaptarse (en respuesta a experiencias, aprendizajes, lesiones o enfermedades), con el fin de ahuyentar sentimientos negativos.

Paréntesis: con negativo no se hace alusión a lo que te puede suscitar gente como Trump o Musk, que en realidad te hacen sentir más bien que mal, ya que poder detestarlos en comunidad te provoca el mismo grado de gozo que unas buenas vacaciones (que solo podrían arruinarse si Instagram te prohibiera compartir esos momentos de disfrute). Hay otra clase de sentimientos negativos (a los que tampoco aluden los artículos de domingo) que no se dejan compartir a nivel colectivo, y que tienen que ver con la desolación o, algo menos naturalizado aún, la infelicidad. Como escribió Lobo Antunes, la mayoría de la gente es demasiado ordinaria como para ser verdaderamente infeliz. Lo suscribo con orgullo de cretino y añado: demasiado poco adulta, quizá, como para entender y no desaprobar la infelicidad ajena. Sin duda la infelicidad no sería lo que es si no fuera por los imperativos de plenitud.

Retomando, la negatividad en el marketing de la neuroplasticidad dominguera son las rumiaciones asociadas a la depresión diagnosticada, institucionalizada, medicada (que al tener mejor lobby que la simple y compleja infelicidad está más naturalizada, aceptada, tolerada). «Ya que el cerebro tiene la habilidad de ver lo negativo como positivo, y al revés –dice un experto–, hackearlo favorece cambios en las conexiones neuronales y por tanto en pensamientos, sentimientos y conductas». Esto no solo permitiría alejarse de los estados de depresión y ansiedad, sino también aumentar la atención y capacidad de concentración. Pero ¿cómo ser tu propio hacker? «La forma más sencilla es con esfuerzo, constancia, persistencia, autodisciplina, entrenamiento, superación». ¿Ha dicho sencilla? «Es una superhabilidad que se puede desarrollar durante la vida adulta», añade este entusiasta neuroplástico. Luego despliega un catálogo de eslóganes humanistas y recomienda persistir en el consumismo romántico: vivir siempre (a pleno) en busca de lo nuevo, lo diferente, «desafiarse a hacer algo nuevo cada día». Viajar (¿Acaso hay alguien que no pueda permitírselo?). Leer, escribir. «Mantenerse intelectualmente activo, no dejar de ejercitar la mente». Hacer actividades deportivas y culturales. Aprender a tocar el piano. Comer rico. Y por supuesto la meditación: «El mindfulness o conciencia plena es tener la mente en el momento presente para evitar enredarse con pensamientos negativos». La conclusión es que esta clase de experiencias y aprendizajes transforman la expresión de los genes (ya diremos más sobre eso) y estos modifican el patrón anatómico de las conexiones entre las neuronas. El resultado es un cerebro hackeado y potenciado.

Por muy necio que uno sea, no se puede negar el carácter potenciador de todo lo anterior. De hecho, he oído que hay personas que salen a correr y se sienten mejor, ni siquiera parece afectarles verse embutidas en los diseños y colores de la ropa deportiva (o portar esos cascos para montar en bicicleta que tan felices lucen). La meditación sin duda también ayuda; yo consigo meditar diez minutos seguidos, y luego consigo estar más concentrado, silenciar el resentimiento y hasta ser mejor persona (por otros diez minutos) ¿Qué más? Leer, escribir para Revista Polvo, sí, eso me mantiene a flote (más allá de que alguien me lea o no). Está claro que todas estas actividades son beneficiosas. Lo que ocurre es que, como dijo Miles Davis (o algún otro genio dotado para la música pero con una inteligencia limitada y tendencia a tratar mal a los demás), el día tiene muchas horas. «No existe un techo en el potencial que cada persona puede alcanzar –insiste el doctor motivacional–. Con constancia cada cual puede progresar en su capacidad cerebral hasta el último día de su vida». Pero en realidad sabemos que con los años no nos volvemos precisamente más listos, que no escribimos mejor que antes y que un cerebro más joven y bien nutrido de data nos pasa por encima. En realidad, sabemos que con los años el cerebro es un órgano más fácil de jaquear que de hackear. Vale, no vamos a dejar que nada nos deprima, menos un domingo. Más neurocoaching: «El científico español Ramón y Cajal consideraba que cada ser humano tiene la capacidad de esculpir su cerebro para su mayor bienestar y que la clave para hacerlo está en la neuroplasticidad». Al fin y al cabo, solo tres cosas importan en estos tiempos (es hora de asumirlo): pasarlo bien, tener buena conciencia, ser optimistas.

 

IV.

Un ejemplo muy citado cuando se habla de plasticidad neuronal tiene que ver con la adaptación sensorial. El cerebro reorganiza sus recursos para compensar la pérdida de un sentido como la vista, al cambiar la distribución y excitabilidad de las sinapsis en ciertas áreas. Que ante semejante desgracia las experiencias táctiles y auditivas empiecen a colonizar la corteza visual es algo maravilloso (o por lo menos un consuelo de domingo). Robert Sapolsky (Brooklyn, 1957) nos recuerda sin embargo que la tan celebrada neuroplasticidad es algo más amplio, con aspectos no menos relevantes, como la cantidad y los tipos de adaptación y cambio que puede experimentar el cerebro de cada persona.

El cerebro también puede cambiar en respuesta a ciertos traumas y trastornos haciendo que el hipocampo se atrofie, se encoja, alterando el aprendizaje y la memoria (esto también es neuroplasticidad). Sapolsky se centra en factores determinantes relacionados con el entorno: tu ambiente fetal y social, tu crianza, tu infancia, tu adolescencia… Si los adolescentes suelen ser como son (y no tan santurrones como el hijito de Strassera en Argentina 1985), es porque la corteza frontal, un freno clave en el control de los impulsos, no es del todo funcional a esa edad. «Es la región cerebral menos moldeada por los genes y más moldeada por el entorno –dice Sapolsky–. La adolescencia es la última etapa en la que el entorno y las experiencias van a moldear tu cerebro y determinar tu versión adulta». (Esto también es neurociencia, aunque quizá no tan dominical).

Entonces, no es solo que cada cual pueda esculpir su cerebro (palabra santa de Cajal), sino también que el cerebro que hoy tienes fue esculpido (hackeado) por factores sobre los que no tuviste ningún control, lo que determinó cuán amable, inteligente, relajado, motivado o disciplinado has llegado a ser en esta vida. No es solo que el mindfulness, las clases de guitarra, los viajes, el deporte, la cultura, la cata de todo lo nuevo transformen la expresión de los genes, sino también que los genes regulan la facilidad o dificultad con la que tu cerebro cambia en respuesta a esas actividades de agenda completa. Para Sapolsky, los genes se manifiestan según las señales del entorno, que los activa o desactiva. Esta variabilidad genética, en función del entorno, contribuye, por ejemplo, a la síntesis de la bendita serotonina y otros neurotransmisores, lo que explicará las diferencias individuales si hablamos de los sospechosos habituales en materia emocional: ánimo, actitud, comportamiento, pensamientos, sentimientos… Todo muy pertinente para estimar (voluntarismos al margen) cuán alegre o triste podrá ser una persona, o si podría superarse con algo de resiliencia (otra palabrita).

 

V.

Como has visto y verás, hay diversas maneras de hackear tu cerebro para que (nada más importante) puedas sentirte bien contigo mismo/a/e. Desde presentar y hacer circular a diario tu mejor versión contemporánea respecto de placeres y valores, hasta meditar, huir de la rutina y experimentarlo todo al máximo, pasando por tu entrega total al mainstream de las ficciones autocomplacientes. Sin olvidar los fármacos para la señalización de un neurotransmisor, o bien para bloquear su síntesis, liberación o acceso a un receptor.

Desde hace una década, además, se han sumado otras alternativas de hackeo, como técnicas para estimular la zona correcta del cerebro, que permiten reprimir (o inducir) emociones. Los tratamientos más audaces se han realizado con electrodos (o chips, no entiendo muy bien) en el cerebro, conectados a un miniordenador implantado en el pecho. El ordenador detecta si algo no va bien y envía suaves descargas que paralizan el área responsable de la depresión. No es que hasta ahora haya sido un éxito ni mucho menos, sin embargo varios pacientes en Estados Unidos e Israel han reportado la ausencia mágica y repentina de aquellos pensamientos oscuros de toda la vida. Se conoce el caso de un paciente que tuvo una recaída; al ser examinado se comprobó que la batería del ordenador estaba agotada. Se la cambiaron, y volvió a experimentar un bienestar antes desconocido.

Son más comunes, sin embargo, otros tratamientos menos invasivos (y menos polémicos) a través de la estimulación transcraneal. Aquí se usa un casco con electrodos que consigue inhibir o estimular ciertas actividades cerebrales. Aunque de momento los resultados tampoco son para tirar cohetes, una periodista de la New Scientist que se sometió al experimento dijo que nunca antes se había sentido tan centrada. «Fue casi una experiencia espiritual. No es que me sintiera iluminada. Más bien tuve la sensación de que por primera vez en mi vida mi cerebro por fin se callaba. Fue decepcionante cuando me hicieron quitar el casco».

Por ahora estas técnicas de hackeo solo consiguen potenciar el cerebro y aumentar las capacidades de concentración por un corto periodo de tiempo. Pero quién sabe (más allá de los impedimentos actuales) cuál será el escenario a largo plazo. Se dice que la meta es un cambio o desplazamiento de la estructura cerebral que podría producir una nueva revolución cognitiva. Seres modificados mediante la técnica, capaces de alcanzar su bienestar y su máximo potencial sin haber tenido que pasar ni cinco minutos por el tedio de concentrarse en su propia respiración (ni consumir neurociencia de domingo). Seres emocionalmente distintos, ni tristes, ni cabreados, ni gregarios, ni identitarios, que podrían hacerte parecer obsoleto/a/e, con tu hedonismo talibán y tu buena conciencia.

 

 

 

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