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22-04-2025 Notas

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Por Luciano Sáliche

I

Una a una, las maderas del cielo raso van quedando levemente blancas. Digo levemente porque el esmalte sintético no tiene la fuerza suficiente, entonces se necesitan varias manos. Al repetir con concentración la misma tarea aparece el efecto onírico. No es que me duerma, no, es algo distinto. En esa repetición las coordenadas de la realidad se borronean y uno siente que se ha adentrado en un sueño. Lo interesante es la salida del trance. ¿Cuánto tiempo pasó? Esa es la primera pregunta. 

La segunda pregunta, la que hay que eludir siempre, es la misma que se hizo Agustín de Hipona en el siglo V al salir del trance onírico de la lectura: ¿qué es el tiempo? Ahora, con la cabeza hacia atrás y los ojos en el techo, me pregunto cuánto me falta, no a mí en esta vida —espero que mucho, o bastante: lo suficiente para disfrutar de todos mi hijos—, sino para terminar el eterno proceso de convertir esta casa, a la que me mudé hace unos meses, en un hogar. 

Los fantasmas de las generaciones pasadas que habitan estas paredes tienen una mirada diferente del tiempo. Nada empieza y nada termina con una vida: todos, entrelazados, construimos en el acto colectivo. Alguien levantó esta casa, luego se agrandó, luego se destruyó, se volvió a construir, se pintó, se secó, se volvió a pintar y así seguirá mutando. No es algo más que una cáscara. Cuánto me falta, me pregunto. También qué cambiaría si fuera mucho, poco, nada o la eternidad.

II

En el verano italiano de 1988, un alemán nadaba con alegría. Se tiraba al calor del sol y, cuando se le secaba la piel, volvía al agua. No era solo hedonismo, también trabajo. Christian Sommer había llegado a Italia a estudiar Biología. Esa tarde, en la Riviera Ligur, encontró unas diminutas medusas, ejemplares de turritopsis nutricula —antes conocidas como turritopsis dohrnii, descubiertas por otro alemán, August Wiesmann, en 1883—, las metió en un frasco y se fue al laboratorio. 

A los pocos días vio que esos animales ínfimos —miden entre cuatro y cinco milímetros— no estaban, que lo que había dentro del frasco eran pólipos. Primero pensó que alguien habia adulterado el envase, que había implantado nuevos hidrozoos recién nacidos, pero no: eran las mismas medusas que retrocedieron el tiempo en un proceso que el investigador italiano Stefano Piraino llamó “inversión de la vida”. Se las conoce como medusas inmortales.

Diremos que sí, que las turritopsis nutricula son inmortales. Cuando alcanzan la madurez tienen la capacidad de volver a pólipo. Es como envejecer y volver a la infancia en un eterno retorno. Pero pese a esta fabulosa posibilidad de inmortalidad, única en el reino animal, al menos por ahora, la mayoría de estas medusas —leo— “suele caer víctima de las amenazas habituales de la vida del plancton, incluyendo ser comida por otros animales o sucumbir a una enfermedad”.

III

“Te va a cambiar la vida”, me dijo el almacenero de la esquina, que se enteró que volví definitivamente al pueblo. “Acá está todo cerca”, y empieza a hacer cuentas, ya no en la libretita donde anota mil pesos de banana, dos quinientos de queso untable, quinientos de azúcar, etcétera, sino en el aire. Habla de cuadras, no de kilómetros. Habla de segundos, no de minutos.  “Ahora vas a ganar tiempo”, dice. El hombre tiene una verdad concreta en la mano y la muestra. 

Si fuera porteño —y por consiguiente: canchero— le diría: sí y no, maestro. Cualquier padre, madre o tutor que lleva a sus hijos en auto y con exagerada frecuencia a la escuela, al jardín, a fútbol, a ajedrez, etcétera, sabe que ese momento en que va y viene, ese momento de traslado, no es necesariamente tiempo perdido. Incluso todo lo contrario: un recreo rápido, bastante torpe, donde la mente, quizás, con suerte, se repliegue sobre sí misma y encuentre algo de… ¿paz?

IV

El mismo año, 1988, en que el alemán descubrió la inmortalidad de las medusas en Italia, un japonés en Japón, Shun Kubota, llegó a la misma conclusión. Se comprometió tanto en el proceso que empezó a hacerle canciones a estos animales. Ahora recorre el mundo dando conferencias sobre las medusas inmortales. Al terminar le pide al público que aplauda a ritmo, dice “one, two, three” y empieza a cantar en japonés. Hay muchos videos en internet. Es una forma de homenajearlas, dice.

V

A Ernst Haeckel le sobraba tiempo. Es más: ni lo quería. Acababa de morir su esposa, Anna Sethe, a los veintinueve años. Durante los días siguientes estuvo “muerto por dentro y para todo”. Se quejaba de que las horas pasaban «lentamente». La vida, pensaba con gran acierto, es demasiado larga. Pero un día, en la ciudad de Niza, observando unas medusas, se produjo lo que para él fue un milagro: se volvió a conmover con la naturaleza. 

Se sentó, sacó su libreta, el lápiz y las dibujó detalladamente, envuelto en el trance onírico del tiempo. “Disfruté de varias horas felices observando el juego de sus tentáculos, que colgaban como rubios adornos para el cabello del borde de la delicada tapa del paraguas y que, con el más suave movimiento, se enrrollaban en gruesas y cortas espirales”, escribió. A una de esas especies la bautizó con el nombre de su esposa: cyanea annasethe. 

¿Quién diría que los animales que lo sacaron a Haeckel, como escribió Ned Pennant-Rea, de su “malestar suicida”, que le devolvieron la fascinación naturalista, serían los mismos que, bajo su piel gelatinosa, guardaban el secreto de la vida eterna, la inmortalidad, el fin del tiempo?

VI

“Ya casi no leo”, me dice un amigo. Está hablando de libros. Guarda nostalgia de cuando el mundo giraba entre días y noches y él se estaqueaba en un sillón destartalado a leer novelas. Detrás del argumento de la falta de tiempo está la falta de concentración. Su cuerpo y su mente envejecieron pero el mundo no, sigue girando con el mismo vigor, como en los días de lectura, entre días y noches, y ahora, él, mi amigo, se amura al sillón, otro sillón, más nuevo, a mirar videitos en Instagram. 

VII

La concepción del tiempo que tenía Jacques de Molay era circular. Un tiempo que siempre resuelve los enigmas, que siempre desata los nudos, que siempre ajusticia. En la hoguera, a punto de ser quemado junto a 53 caballeros templarios, Molay, último gran maestre de la Orden del Temple, señaló al Rey Felipe IV y al Papa Clemente V. Los hombres cubiertos de oro y glamour apenas sonrieron. El veredicto incluía sacrilegio y adora ídolos paganos como Baphomet y Lucifer: herejía. 

Molay dijo que sí, que era culpable, pero esa confesión fue bajo tortura (36 murieron en el proceso). Cuando pudo, se retractó, pero ya era tarde. El tiempo se diluía, quizás para él, en su paso por la Tierra, pero el mundo seguía girando, porque las cosas no estaban resueltas. Por eso los señaló, gritó sus nombres y dijo: “Dios sabe quién se equivoca y ha pecado y la desgracia se abatirá pronto sobre aquellos que nos han condenado sin razón. ¡Dios vengará nuestra muerte!”

“¡Aquellos que nos son contrarios van a sufrir!”, dijo entre las primeras llamas. “¡Traidores a la palabra dada, os emplazo a los dos ante el Tribunal de Dios! A ti, Clemente, ¡antes de cuarenta días!, y a ti, Felipe, ¡dentro de este año!” El fuego aplacó los gritos desgarrados de los caballeros templarios que retornaron en forma de venganza divina ese mismo año, 1314, cuando a Felipe IV lo fulminó un derrame cerebral y a Clemente V lo partió un rayo.

VIII

Son las diez de la mañana de un domingo de abril. Afuera, el sol acaba de explotar y yace derretido en el patio. Una mariposa —que primero fue un huevo, luego una larva, después una pupa y finalmente este vistoso insecto simétrico— se posa sobre el respaldo de una reposera oxidada. En general, viven entre dos y cuatro semanas, y están los extremos: las monarcas llegan a los nueve meses, las efímeras viven un día. Curioso: el precio de su belleza es la fugacidad. 

Adentro, en la pieza de mis hijos a medio pintar, hace un frío otoñal. Cuánto me falta, me vuelvo a preguntar, no a mí en esta vida —espero que mucho, o bastante: lo suficiente para… etc.—, sino para terminar el eterno proceso de convertir esta casa en un hogar. Tengo las manos bañadas de un gris noctámbulo y la sensación de que el proceso durará para siempre. Quizás nunca termine. Estúpidamente optimista, me digo: peor sería que nunca haya empezado.

* Portada: Las medusas de Ernst Haeckel. Esta ilustración forma parte del libro «Obras de arte de la naturaleza», publicado en 1904.

 

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