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Por Leandro Valentín Alvarez
En febrero de este año publiqué en Polvo el artículo Cuerpos incómodos en la ciudad del orden. Entonces me preguntaba por los modos en que el discurso del orden se impone en Buenos Aires y cómo ese orden implica la exclusión o el disciplinamiento de ciertas personas, especialmente aquellas que no encajan con los modelos de productividad, silencio o decoro que la ciudad tolera.
En aquel texto señalé dos formas opuestas de vincularse con las personas en situación de vulnerabilidad. Una es la del Gobierno de la Ciudad, que las expulsa de los lugares donde viven en la calle —sin ofrecer una alternativa que garantice su derecho a la vivienda digna— y que ahora, además, las amenaza con multas por hurgar la basura: un castigo simbólico y material a la pobreza, tan punitivo como demagógico, porque para ellas esas sanciones son, sencillamente, impagables. Todo bajo la excusa de “recuperar” el espacio público. La otra es la de ciertos jueces y fiscales que se acercan a los barrios más carenciados para escuchar qué se necesita. Ahí los reciben curas que, además de mostrar su obra, les advierten que el problema no son solo las carencias materiales, sino las organizaciones narcocriminales.
En esto último hay una inversión de la lógica habitual. No son los fiscales, jueces y defensores quienes esperan en sus despachos, sino que, por iniciativa propia, se acercan a los márgenes. Lo hacen sin coordinación plena ni respaldo institucional claro, pero con la convicción de que el derecho debe salir a buscar a quienes han sido dejados atrás.
Esta alianza entre operadores judiciales e Iglesia trascendió las fronteras y despertó el interés de la Deutsche Welle, que retrató cómo se produce este acercamiento. El diagnóstico eclesiástico va más allá de la asistencia: el problema del narcotráfico no es únicamente el consumo —que no es menor en comunidades devastadas por el paco—, sino su capacidad para ocupar el lugar que deja vacante el Estado. Cuando el empleo formal escasea o se ofrece en condiciones de precariedad extrema, aparecen los préstamos informales, el trabajo como “soldaditos” o el narcomenudeo de subsistencia.
El cierre en 2024 de 81 Centros de Acceso a la Justicia (CAJ) dependientes del Ministerio de Justicia de la Nación es uno de los ejemplos más claros de este repliegue estatal. El argumento oficial fue que se trataba de “otra caja política”, que eran “ineficientes” y que “acumulaban empleados sin demostrar resultados”. Sin embargo, una verdadera caja de la política sigue intacta: los Registros Seccionales de la Propiedad Automotor, que dependen del mismo Ministerio y cuyos titulares —basta ver los apellidos— revelan su naturaleza.
Según la propia web del Ministerio, los CAJ disueltos en CABA eran los que funcionaban en las villas y recibían el 42% del total de consultas. Esto demuestra que no eran oficinas burocráticas sino espacios de articulación, escucha y orientación en barrios donde la Justicia no tiene sede ni rostro. Ahí se asesoraba sobre cómo denunciar violencia doméstica, obtener documentación de identidad, reclamar una cuota alimentaria o exigir una indemnización por despido. También realizaban mediaciones comunitarias, un mecanismo clave para resolver conflictos de manera dialogada y, así, contribuir a disminuir la violencia. Su cierre no solo privó a esas comunidades de un servicio esencial: reveló una concepción del derecho como privilegio administrado a distancia.
El proceso descripto en aquel artículo no se revirtió, sino que se aceleró y se volvió más brutal. En los últimos días, por ejemplo, el Gobierno de la Ciudad decidió multar a quienes revuelvan la basura. No es una medida ambiental ni de higiene urbana: es convertir en infracción el gesto desesperado de quien busca entre los residuos. La pobreza deja de ser un problema social para transformarse en un problema estético. De hecho, la vocera oficial Laura Alonso lo anunció con un cinismo difícil de exagerar: se multará a quienes les “gusta hurgar la basura”. Como si fuera una excentricidad y no el último umbral de la necesidad. Es la misma lógica que el Papa Francisco denunció y llamó “cultura del descarte”: convertir en residuo a quien no encaja en la maquinaria productiva.
Pero medidas como esta y el cierre de los CAJ, aunque distintas, responden a una misma matriz: transformar en problema penal lo que antes se reconocía como problema social. Ya no se oculta la pobreza ni se la desplaza, sino que se la castiga. La ciudad del orden deviene así ciudad del castigo. No se sanciona al que delinque, sino al que recuerda que el sistema fracasa. Al que evidencia que hay quienes no acceden al mercado ni al derecho y solo existen en los bordes.
Este desplazamiento tiene consecuencias profundas. Cuando el Estado se retira de los espacios de cuidado y, al mismo tiempo, endurece las normas que rigen el espacio público no se produce un vacío, sino una sustitución. El lugar del Estado lo ocupa otra fuerza: el narco. Y el lugar del derecho como herramienta de equidad lo ocupa una moral punitiva que define qué vidas merecen ser vistas y cuáles deben ser sancionadas por molestar.
La ciudad deja de pensarse como escenario de convivencia para asumirse como decorado. Una ciudad sin pobres, sin olores, sin residuos. Pero también sin preguntas. La multa a quien revuelve basura —antesala casi segura de una condena por “resistencia a la autoridad”— no busca reparar un daño: busca evitar una imagen.
No es una reacción nueva. Es la respuesta más fácil, casi instintiva, del Estado cuando enfrenta un problema: un espasmo que impone una sanción. Es el camino más corto para aparentar que se está trabajando un problema. Esta vez, la amenaza es una multa; otras veces, el aumento de penas privativas de la libertad. Es lo que suele llamarse demagogia punitiva.
Surge entonces el dilema: si una mayoría respalda políticas que expulsan o castigan a los pobres, ¿qué debe hacer el sistema de justicia? En la teoría clásica, el Poder Judicial es contramayoritario, es decir, un contrapeso de los poderes electivos. Pero esto no implica que exista un único Poder Judicial. La imagen de un bloque monolítico es un espejismo. Como señala Ezequiel Kostenwein, “lo judicial” se construye con trayectorias, compromisos y tensiones distintas: hay jueces y fiscales que bloquean derechos y otros que intentan garantizarlos. De ahí la paradoja: actores políticos con visiones opuestas se quejan de lo mismo cuando sus agendas chocan con los tribunales. Ayer fueron cautelares contra la Ley de Medios; hoy, contra las reformas económicas. La queja es idéntica: solo cambia la dirección de la flecha.
Frente a eso, la respuesta es clara: los operadores judiciales no están para “representar” a nadie, sino para proteger derechos. Esa es la brújula: menos obediencia a la coyuntura y más fidelidad al principio. Un sistema judicial sensible —no meramente formal— que ponga límites, exija razones y resguarde a quienes no tienen fuerza electoral. No todos lo hacen; muchos, incluso, actúan en sentido contrario. Pero si molestan a unos u otros, que sea por eso: por cumplir la tarea de garantizar derechos.
La función de los operadores judiciales, por lo tanto, no es sumarse al corrimiento hacia el castigo estético ni administrar la limpieza de lo social. Es, en cambio, poner límites a la desmesura punitiva, devolver densidad, mirar hacia donde no se quiere mirar. Cuando eso se abandona, el derecho deja de ser un lenguaje de igualdad y se convierte en el código disciplinario del paisaje urbano. Y esa transformación, aunque se disfrace de neutralidad, tiene efectos materiales: vidas que quedan cada vez más lejos del centro, de la ley y de nosotros mismos.
Ya no importa solo quién carga con el castigo, sino quién lo habilita, lo impulsa y lo celebra. Porque la ciudad del castigo solo puede sostenerse si, antes, hubo —y hay— una ciudad de castigadores.
* Portada: «El mundo prometido a Juanito Laguna» (1962) de Antonio Berni
Etiquetas: Antonio Berni, Buenos Aires, Ciudad, Ezequiel Kostenwein, Justicia, Leandro Valentín Alvarez, Papa Francisco