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Por Ignacio Bosero | Fotografía: Víctor Bosero Barbieri
El barro se fue convirtiendo en un dolor de cabeza. ¿Cuánto hacía que estábamos en el humedal? ¿Semanas? ¿Meses? Las chozas se estaban pudriendo con las lluvias torrenciales; el agua se filtraba por el techo y las goteras y chorritos nos despertaban por las madrugadas. El clima pesado daba desgano, la comida escaseaba. Había que convencer a Carlos de salir a cazar esa misma tarde si el diluvio paraba.
Al volver a la choza, encontramos a Carlos cortando cebolla y pescado. “¡No, basta! ¡No podemos más!”, le dijimos al ver que repetiríamos el menú por octava vez. “¿No?”, preguntó Carlos. “¡No! Cortala”. “Tienen razón: yo tampoco aguanto más”, dijo. “Salgamos a cazar si para, ¿sí?”, le pedimos. “Si para cargamos las escopetas y salimos”. “¡Ay! ¡Me comería un chancho entero!”, dijo Guru. “¿Sos capaz?”, le pregunté. “Es una expresión”. “¿De que sos capaz?”. “No, es una expresión”. “Claro: No serías capaz”. “No, pero estoy tan hambrienta que sería capaz sin darme cuenta”, agregó. “Mm, no sé”, le dije. “¡Está parando! ¿Dónde está Kamil?”, dijo Carlos, a los gritos. “¿Hoy no es su día libre?”, dijimos. “Ah, sí”. “Es tan impulsivo Kamil”, dijo Guru. “Sí, me gusta su instinto salvaje”, le dije. “Sí, él podría hacer cualquier cosa…En este momento puede estar nadando en el río, cubierto su cuerpo de algas y juncos, desnudo, o trepado a algún paredón de piedra poniendo a prueba su fuerza”, dijo Guru. “¿Envidiable, no?”, comentó Carlos. “El sería capaz de comerse un chancho entero”, le dije a Guru. “Mm, no sé si para tanto”, me respondió. “Vamos a buscar las escopetas”, ordenó Carlos.
La literatura de viajes es diversa como la efusión de aromas que la selva libera. Pero no sé si alguna habrá descrito un cielo tan limpio como el que se abrió esa tarde bajo nuestras cabezas. Su celeste total se ofrecía para una caza grande. Salimos con machetes, escopetas, linternas y un mapa del humedal y alrededores de la selva.
Anduvimos varias horas por distintos frentes y nos sorprendió la ausencia de animales. O volvíamos a pasar hambre o explorábamos una zona que no figuraba en nuestros mapas pero que tal vez podía alimentarnos. “¿Cruzamos?”, preguntó Carlos, y señaló una línea de frontera en el mapa con una ramita. “Sí, yo cruzaría”, dijo Guru. “Yo no sé”, dije yo. “¿Qué hacemos?”, preguntó Carlos. “¿Vos cruzarías?”, le pregunté a él. “Sí, tenemos las escopetas”, dijo él. “Bueno, crucemos”, dije.
Atravesamos unos matorrales y escalamos unas piedras. A medida que avanzábamos, la vegetación se ponía cada vez más tupida y sólo veíamos al tiempo que macheteábamos. Íbamos haciendo camino: no había uno trazado por el hombre… A la media hora de andar entre ramas, enredaderas y piedras, se abrió un campo de árboles muy altos y dispersos entre sí. No muy lejos vimos agua y bultos de animales. Nos aproximamos despacio. Para no perturbarlos nos escondimos detrás de unas piedras. Le apuntamos a dos chanchos. Estábamos preparados para disparar cuando los animales se convirtieron en humanos y comenzaron a copular. Nos envolvió un coro de gemidos y cantos. A cada orgasmo las mujeres ponían un huevo; los hombres los agarraban y abrían. De su interior salía un bebé que se entregaba a la madre; el bebé se prendía a la teta.
Miramos hasta que una especie de niebla cubrió todo. Carlos pareció perturbado y tiró varios tiros al aire, poseído; salimos del lugar corriendo.
Esa noche volvimos a comer sopa de pescado. Luego, le dimos masajes a Carlos para calmarlo. Cuando se durmió nos quedamos despiertas. Hablamos. Sentíamos que los días se parecían y el lugar nos atrapaba.
Al despertar, vimos que Carlos escribía en su libreta y repasaba las notas del cuaderno de su padre melancólico y europeo y fumaba tabaco armado con hojas de plátano. ¿Buscaba inspiración? ¿Se laceraba? Solíamos perderlo en ese trance donde parecía ser completamente dueño de sus propios martirios y sueños. Nada teníamos que hacer. De modo que salimos a caminar por la selva: buscábamos alivio frente al hambre, el calor y el aburrimiento. Paramos cerca de un río calmo y transparente y nos zambullimos. Ese chapuzón fue útil para poder continuar el camino y beber agua. Doblamos por un sendero, atravesamos unas playas de piedras y otro camino de pasto seco y amarillo y otro de tierra, más sombreado por los árboles, ya una especie de bosque, cuando se nos cruzó a toda velocidad un chancho jabalí y luego un puma, que lo perseguía…Siguieron por el bosque hasta que por suerte los perdimos de vista. Pasaron algunos minutos donde lo único que hicimos fue empuñar fuerte las escopetas, por las dudas que el puma volviera a pasar y, no contento con su presa, quisiera atacarnos. Nos subimos a un árbol y desde allí vimos algo que no esperábamos. Un poco más adelante se abría una extensión barrosa, un pantano quizá, donde varios chanchos jabalíes merodeaban. Al parecer el puma se había ensañado con uno sin ver los restantes. No eran tantos pero sí podíamos hablar de una familia entera de seis o siete. Parecía un milagro que no se hubieran perturbado para nada con la presencia del puma y los gritos del jabalí. Con ese frente tan auspicioso para nuestra comida, tuvimos hasta la suerte de elegir qué chancho queríamos matar. Bajamos del árbol, nos acercamos despacio al lugar y disparamos al mismo tiempo. Mi chancho no cayó al instante como el de Guru, resistió un poco más y tambaleó. Volví a dispararle para rematarlo pero la vista se me nubló y caí al suelo.
Pudo haber pasado lo peor: matar a mi amiga. Eso fue lo primero que pensé luego de abrir los ojos y sentir el olor a pólvora en el aire y los tubos calientes de la escopeta en mis manos. A pesar del desmayo, el tiro había sido certero, liquidando al chancho. El humo se fue fugando lentamente entre los matorrales y árboles, hacia arriba, como una nube cortada entre el claro celeste del cielo que por momentos se veía en la selva. A poca distancia de nosotros, un panal de bichos voladores sobresalía de un árbol. Era un bulto deforme, una panza hinchada en movimiento continuo. Parecía descontrolado, a punto de estallar. “La humedad se nos vino encima”, me dijo Guru. Yo la miré, todavía atontada, y ella después me tiró agua en la cabeza y me arrastró unos metros para moverme lejos del panal. El agua fría me hizo despertar. Salí del mareo y seguí a mi amiga que avanzaba por el bosque para levantar los chanchos. Los cargamos en los hombros y salimos rápido para la choza. Entre risas, soñábamos ya la noche alegre. Carlos gritó “¡hurraaa!” al vernos, y nos ayudó a descender al suelo los animales. Kamil se encargó mientras limpiábamos los chanchos de prender un fuego poderoso; una vez listos, los estaqueamos y dejamos que se asaran. A la hora de la cena fuimos depredadores. La mesa era una montaña de huesos y restos de pieles, se escuchaban las aves cantar…Al terminar y quedar con la panza llena, sin lugar para más nada, ni para una uva, me di cuenta de que sin darme cuenta me había comido casi un chancho entero.
Etiquetas: ficción, Ignacio Bosero, La Selva, Los chanchos, Víctor Bosero Barbieri
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