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Por Ignacio Bosero
El sueño nos absorbió; me desperté malhumorada por una picazón en las piernas un rato después. Me había atacado un zancudo de la selva y poco a poco se elevaban los tubérculos duros y rosados en mi piel. Guru y Carlos se rascaban dormidos. Se despertaron recién cuando la tarde caía y se alteraron al ver sus picaduras. Mientras tanto yo me había encargado de ir hasta la choza; había sacado de mi morral una bolsita con hojas aromáticas y una esponja de zapallo: pensaba ofrecer un baño curativo.
El fuego seguía con vida. Lo avivamos y pusimos ramas y troncos. Calentamos agua en una olla y vertimos las hojas con sal y pimienta. Fuimos al río, nos desnudamos y esponjeamos. Sentí la tentación de manotearle el cogote a Carlos: lo tenía bello y considerable. Guru me hacía cómplice de su misma tentación con miradas obscenas. Pero Guru desnuda era bella también, y tenía un higo carnoso como un hongo africano. Mi lengua pareció alargarse cuando me imaginé pasándosela…Guru y Carlos me miraron extraviados: se apartaron y largaron a correr. Me había convertido en un ciervo, lo entendí al moverme y escapé al primer monte que me apareció apropiado para sentirme a salvo. Apenas me apoyé contra un árbol lloré: seguía siendo Nagobí pero tenía cuerpo animal. Algo me embistió de atrás y pegué un saltito, violentada. Me di vuelta. A mi lado había un ciervo que bamboleaba su cabeza y sus cuernos excitado. Me estremecí; sentí que no tenía escapatoria. Le ofrecí parte de mi cuerpo: cuando quisiera montar para contentarse, le pegaría una patada y saldría corriendo. Se acomodó levemente y montó; la patada demoledora lo hizo replegarse en un grito agónico. Huí.
En la época de la colonia se habían practicado estudios y pruebas con hongos, no del todo contundentes pero sí útiles, que daban cuenta de transformaciones en la selva. Había detalles, dibujos, descripciones en las notas del padre de Carlos; y estaba la laguna. Una nueva embestida por detrás, esta vez más severa: tres ciervos me rodearon. Los machos chocaron sus cuernos y se lanzaron al choque todos contra todos. Aproveché el momento de la disputa y pegué un salto hacia adelante. Gané velocidad con ese impulso y me metí de lleno en un monte; entre los árboles y la vegetación me sentí liviana y ágil, y si bien de cualquier parte podía surgir la boca de un león, los brazos de una enorme boa o las balas de cazadores intrépidos, seguí y llegué hasta el humedal.
Nuestra choza estaba abierta; sólo había dos zorros merodeando que, al no ver a nadie en el lugar, se llevaron las sobras de la comida en la boca. Humeaban las cenizas del asado todavía. Entré a la choza, robé el cuaderno de Carlos y busqué ligeramente los pasajes dedicados a hongos. Eran aburridos y largos; salí del tedio guiándome por los dibujos; entendí que había uno que podía devolverme humana, pero no estaba totalmente testeado. Esa probabilidad era algo inseguro pero sabía dónde hallarlos. Necesitaba ser Nagobí nuevamente si quería perdurar en la selva y recuperar a mis amigos. No muy lejos del humedal crecían racimos en grandes cantidades. Salí hacia ellos.
Tuve miedo pero comí, saboreé y esperé el efecto. Sentí serenidad y sueño por un rato. Después ya no caminé en cuatro patas ni tuve el mismo pelaje fino de ciervo.
Alcancé una liana y me solté hacia otra y otra. El movimiento continuo y su cadencia hacia adelante eran hermosos. Pero por detrás, con la misma liviandad y al mismo ritmo, venía siguiéndome un mono. Aceleré el pasaje. Tal era la velocidad que había alcanzado en un trecho extenso, que los latigazos de las ramas y lianas me rebotaban en el lomo y dolían. Pero sabía que sería peor si el mono me alcanzaba; no sucumbiría, lo entendí, y seguí perdiéndome entre la vegetación profunda. De vez en cuando me detenía y miraba alrededor, tenía miedo de ser cruzada en cualquier árbol, manoteada, embestida, arrastrada a una cueva.
Hubo un momento en que lo perdí completamente y en el horizonte de cielo entre las ramas empezó a aparecer un paisaje agreste con montañas. La extensión tupida y tropical le había dado paso a ese paisaje hermoso por contraste. Tuve la horrible sensación, tal vez por lo abierto del lugar, de que me había perdido por completo y pensé en entregarme al mono… Logré reponerme y avancé hacia el descampado y las montañas. Caminé horas en soledad y silencio. Y en otra parte de la selva, al internarme en un bosque, caí en una trampa de hojas y fui atrapada y trasladada en una jaula hasta cerca de un río. Me ataron a un palo, amordazaron la boca y prendieron un círculo de fuego alrededor. La tribu se reunió dentro del círculo y comenzó a celebrar un ritual, en el cual cantaban, comían hongos y carne, bebían, fumaban y bailaban. Pero eso no era todo: se transformaban todo el tiempo en animales distintos y copulaban desenfrenadamente. Me estaba volviendo loca cuando escuché un repiqueteo en la tierra, gritos humanos y tiros al aire. A caballo y escopetazos Guru y Carlos habían ingresado al ritual. La tribu se dispersó aterrorizada y, animales o humanos, corrieron hacia los bosques. Carlos bajó del caballo, me desató y retiró la mordaza. Salté e hice todo tipo de gestos para llamar la atención y hacerles entender que era Nagobí, su amiga. El resultado fue nulo, ya que sentían que me habían liberado y planeaban irse y abandonarme en la selva, mi supuesta casa. Dudé un momento qué hacer y me lancé a tomar un trago de la bebida del ritual y comer un hongo y carne. Los ojos de Guru Y Carlos estallaron al verme. Era Nagobí otra vez.
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Los chanchos
Etiquetas: Ciervos, ficción, Ignacio Bosero, La Selva
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