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Por Ignacio Bosero | Fotografía: Sol Kutner
Esa misma noche nos secuestraron mientras dormíamos. Fue una ráfaga. Mejor dicho: un malón furioso. Nos sorprendieron en nuestras habitaciones, y cuando abrimos los ojos, porque escuchamos ruidos de pasos y golpecitos como de bastón (eran lanzas que daban órdenes organizadas en frentes distintos), ya se había puesto de cada lado de nuestras camas un nutrido grupo de salvajes; nos tomaron de las muñecas y los tobillos y nos metieron en bolsas y subieron a elefantes para transportarnos.
No pudimos hacer ningún frente a tal ola de violencia, que continuó con golpes durante el camino y hurto de nuestras armas. Horas más tarde detuvieron la marcha y nos sacaron al exterior de un campamento hecho de toldos y cañas. Nos desnudaron y ataron a un poste. Fue ahí cuando creímos que, apenas el cacique de la tribu prendió un fuego, era definitivamente nuestro fin. Nuestros cuerpos chamuscados dentro de sus bocas, mordidos por sus afilados dientes, la montaña de huesos desperdigados bajo algún árbol, sería lo único que quedaría de nosotros. El último rastro de nuestras vidas en esa selva. Pero no fue así como sucedió. Encender y dejar el fuego encendido, para prender después antorchas por el recinto, era una tradición, como podía interpretarse. Porque luego se fueron a dormir y nos dejaron con dos cuidadores armado con lanzas y nuestras escopetas. Fue una sorpresa su descuido: sólo dos cuidadores armados para un grupo unido e intrépido. Por la madrugada, cuando uno de los cuidadores pestañeó y cabeceó, y el otro tuvo que hacer esfuerzos para complementar su guardia, sacamos nuestras navajas que llevábamos escondidas en las botas, esquivando las miradas con lentitud, paciencia e inteligencia, mediante gestos de todo tipo para no atraer sospechas. De a poco las sogas lianas comenzaron a ceder. Forcejeamos con el cuerpo y, una vez los tres listos, salimos al mismo tiempo al ataque con las navajas en las manos. Atamos al poste al cuidador que dormía, bajo la amenaza de degollarlo si gritaba, y le tapamos la boca con un pedazo de soga. El otro cuidador, que había quedado impresionado por el ataque veloz y simultáneo, lo secuestramos metiéndolo en una bolsa de arpillera. Luego recuperamos las escopetas, robamos comida, arcos, flechas y más lanzas y partimos.
Durante parte de la madrugada y el amanecer viajamos desorientados entre inmensos matorrales selváticos, barro y ruidos infernales, bajo la queja visceral del salvaje quien no dejaba de moverse y morder.
Hubo un momento en el cual, ya totalmente perdidos y rendidos, entendimos que si liberábamos al salvaje quizá podría ayudarnos a encontrar el camino de vuelta a la choza. Pero había algo más: nos habíamos vuelto cruelmente vengativos, lo habíamos pateado, cacheteado, gritado y acallado, y no podíamos soportarlo más, pesaba sobre nuestras costumbres teóricamente pacíficas. Y físicamente sobre nuestras cabezas.
Carlos, quien conocía su lengua y era el más avezado en culturas salvajes, desató la bolsa, lo liberó, le dio agua, comida y le habló con el mapa en la mano. El salvaje entendió el pedido y con uno de sus dedos señaló por dónde debíamos continuar camino. Devoró la comida, bebió el agua y lloró. Algo más le dijo a Carlos, entre sollozos, que él nos tradujo de inmediato. Le dijo que él era simplemente un miembro de la tribu y no alguien de jerarquía, y que no estaba en sus valores atacar ni matar ni vengarse. Dudamos sobre su verosimilitud: ¿qué hubiese pasado si se despertaba cuando tratábamos de escapar? Mentía por miedo, porque: ¿sabía él, sabíamos nosotros, hasta dónde llegaba nuestra brutalidad? Teníamos la pista de un límite, pero antes habíamos traspasado ese límite. Podíamos haberlo matado, no hubiera sido complicado: apenas un apretón, una fuga de las fuerzas acostumbradas y el otro podía perecer en nuestras manos. Pero esa extralimitación nos había puesto en alerta, y reflexionamos sobre el hecho; en cuanto a él, hubiese cumplido la orden porque estaba sometido a su tribu. No había individualidad en ese acto y contexto, ni conciencia de grupo; tal vez sí posteriormente; ahora.
Lo pateamos. Sin querer. El salvaje le soltó a Carlos nuevas súplicas y otras palabras, una tras otras, nervioso, que nuestro compañero oyó cada vez más sorprendido. Le dijo que la tribu de ellos había sido tomada por otra tribu y que tenían a sus familias presas en una zona de difícil acceso de la selva. Su tribu no era de por sí violenta, le aclaró.
“¡Lo intuía!”, dijo Carlos. “¿Cómo?”. “Es como si uno tuviera una dinamita en la mano y supiera que no va a explotar nunca: intuición”. “No me alegra la comparación, ¿pero qué intuías? ¿Qué no mentía?”, le preguntó Guru. “Que había algo impropio de esa tribu, tomado, uno se da cuenta en la rareza del ambiente luego de años de andar por latitudes y culturas diversas”.
Carlos contaba esto cuando el salvaje lo interrumpió como si entendiera su percepción, y describió cómo le habían robado todas las provisiones acopiadas y sometido a linchamientos y rituales sexuales.
“¡Malditos perversos!”, protestó Guru.
Liberamos totalmente al salvaje de la bolsa. Así como estaban las cosas, convenimos en que se uniera a nuestro cuerpo para salvar a su tribu de las infectas manos de la otra tribu. Lo instruiríamos como uno más del grupo, siempre que él estuviera dispuesto; parecía estarlo.
Cuando llegamos a nuestra choza lo vimos a Kamil cocinando en una olla gigante una suculenta sopa que inundaba de olor toda la casa. El cuidador se había salvado del secuestro por vivir en casa aparte.
Guru cerró la puerta de nuestro cuarto, miró al cocinero y le dijo: “Anoche nos secuestraron”. “Me lo imaginé: ¿venganza?”. “Probablemente”. “¿Quién es ése?”, dijo Kamil, mirando al salvaje. “Era el cuidador de la tribu… lo secuestramos al liberarnos”. “Mmm, tiene buen olor y aspecto, un poco penetrante pero…”, dijo Guru, acercando la nariz y los ojos al vapor que largaba la olla. “Hay para el invitado, ¿que se llama…?”, preguntó Kamil. “Frenelio”. “¿Qué plato es, mi cocinero?”. “Sopita de cola de lagarto”. “¿De dónde la sacaste?”, dijo Carlos. “De mi granja de animales, quedate tranquilo”.
Como el hambre nos invadía, servimos en unos cuencos y nos largamos a comer. Mientras saboreaba y masticaba el plato, pensé en Kamil y en los hongos. En mi recuerdo había quedado depositado un pasaje del cuaderno que sugería la posibilidad de transformarse a un cuerpo común. No había múltiples detalles sobre lo que esto quería decir salvo que incorporaba más de un cuerpo humano, ¿pero qué era un cuerpo común? Tuve que imaginarlo entonces como un cuerpo hecho de todos los cuerpos, unido de una manera espiritual y sofisticada, donde podía confluir tanto la inteligencia como la destreza y sensibilidad de cada uno. Sería un cuerpo desproporcionado, gigante, con forma humana y multisexual. Pero la calidad de la transformación, en el sentido de cierta coherencia entre pensamiento común y a la vez diverso, la fuerza multiplicada y el sexo, era algo remoto como el ser humano que saldría o no de la poción de hongos que Kamil prepararía.
El enigma del cuerpo común me entusiasmó y fantaseé un hermoso mestizaje. ¿Tendría esta disposición por mis recientes transformaciones? Haber tenido cuerpo de cebra y de mona, fue haber gozado de una experiencia única, de por sí compleja, y a veces desamparada, pero rica; posiblemente quedaban resabios gustosos en mi cuerpo. Además, esta transformación múltiple, si la llevábamos a cabo, sería distinta: ya no hablaba sólo de un cambio en el cuerpo, sino total. Si dábamos con el cuerpo común, la experiencia amorfa se libraba a la turbulencia física y mental que pudiera ejercer el efecto de los jugos de hongos. Era un azar completo. Había la sola certeza de que podíamos cambiar a un cuerpo colectivo: sabíamos qué hongos mezclar. El grupo juntaría el objetivo de la transformación para redoblar la potencia y el deseo de librar a la tribu sometida. Nada decía que, por otro lado, al no haber contraindicaciones, la mezcla pudiera derivar en una forma desconocida. En ese caso había un peligro: ¿cómo controlaríamos las fuerzas? O mejor dicho: ¿quién las controlaría?
Cuando lo mencioné el grupo lo recibió con poco agrado; el salvaje se alteró y sospechó que éramos una secta. Pero Carlos le explicó y entendió el propósito. Insistí en la prueba y aventuré que Kamil compondría un calmante que actuaría de vigía si el cuerpo se descontrolaba y ramificaba. Kamil podía hacerlo, pero no daba garantías. “Me da miedo”, dijo Guru. “Podemos probar: tal vez tengamos beneficios inauditos”, dije. “¿Y si pasa lo contrario? Y tenemos tragedias inauditas”. “Qué pesimista”. “Me da miedo no volver”, dijo Carlos. “¿Y si pasa que nos degüellan y esclavizan? ¿Qué es peor?”. “Probemos”, dijo Carlos que dijo Frenelio. Nos miramos. “Probemos”, dijimos.
La noche era el momento ideal para el experimento. Decía el cuaderno que se activaban sentidos que durante el día se adormecen. En la selva, por lo demás, la noche es una vía de fuga para los sentidos alterados, todas las ventanas de la vasta vegetación se abren como frutos maduros cuando golpean contra la superficie de tierra o plantas vivientes. La humedad favorece alucinaciones, el sonido del agua de los ríos se vuelve el de un océano bravío, los ojos felinos se encienden como faros en la noche urbana. Ocurre que hay tantos animales que salen como tantos que se guarecen, lo mismo sucede con las tribus…
Unidos en un ritual, con un cuenco que empezó a pasar de mano en mano, cantamos una canción para calmar los nervios y aliviar el corazón:
“Siga con sus cosas
que seguro son sus cosas;
llame a la esperanza,
sin importar la balanza”.
El efecto –según Kamil– podía ser lento pero prolongado. Su empeño en las drogas había sido metódico. Y el progreso comenzaba a sentirse eróticamente como en un sueño. Nos desnudamos, besamos y acariciamos, primero lentamente, después algo más rápido. El cuerpo lo sentíamos (también yo lo sentía y lo comprobaba con los demás cuerpos) caliente. Extremadamente caliente como en un baño sauna. Los órganos sexuales nos crecieron notablemente: se ensancharon, hincharon y abrieron. La boca crecía de tamaño cada vez más. Los brazos se volvieron flexibles, sin peso, al igual que las piernas. Las orejas se levantaron y a partir de ahí emergieron nuevos sonidos, infinitos; la cabeza volaba como un globo. Carlos, quien era el dominaba los ricos lenguajes del mundo, de pronto se volvió una boca entera, sacó su lengua y se tragó a Frenelio, quien se había encogido y convertido en una oreja del tamaño de una pelota de fútbol. Frenelio había demostrado captar mediante los sonidos de la naturaleza los caminos de la selva; así nos había guiado de vuelta hasta nuestra choza: oyendo. De su tremenda transformación se formó la auténtica mezcla de Carlos y Frenelio, pero gigante. Abracé a Guru; la abracé con una suavidad extrema y sentí que entró en mi cuerpo. Yo misma, Nagobí, sentí despertar ese sentido personal que tenía para incorporar y asimilar la vida de los demás: sus dramas, sus gestos, su inteligencia o prudencia, así como su erotismo y destino. Nos acoplamos al sexo del gigante (tal cosa se dio por atracción); un magnetismo formidable que sentí como el traspaso de energías abundantes y positivas. Del mismo modo era el cuerpo de Guru, siempre probando desbordarse, entrar en territorios desconocidos, había ingresado así a mi cuerpo e ingresábamos así al cuerpo común para constituirlo. Constituirnos en uno.
Poco después ya éramos el cuerpo común. El primer paso en la selva fue conmovedor. Él ánimo de nuestro cuerpo era entero. Nos esperaba la tarea de darnos acceso en la espesura de la selva, hasta donde estaba aislada la tribu de Frenelio.
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Las transformaciones
Etiquetas: ficción, Ignacio Bosero, La Selva, Sol Kutner