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Por Luciano Sáliche | Fotografía: China Soler
Para hablar de redes sociales y hacerlo de forma sencilla se podría comenzar dando un nombre: Mark Zuckerberg, el creador de Facebook. El proyecto comenzó en el 2004 como una plataforma de intercambio entre estudiantes de la Universidad de Harvard, luego creció y se expandió por todo Estados unidos, Canadá y Reino Unido. Pero el verdadero boom se dio cuando en 2007 se tradujo a diversos idiomas creando una red internacional e hiperglobalizada. De hecho, en la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA, en la materia Taller de Procesamiento de Datos, fue el 2008 el año en que se dejaron de lado las viejas concepciones de la temática para analizar en profundidad fenómenos verdaderamente trascendentes como Facebook. Zuckerberg es hoy la persona más joven que aparece en la lista de milmillonarios de la revista Forbes, con 34.200 millones de dólares.
Pero, ¿qué pensaría Mark Zuckerber al ver la tapa del nuevo libro de Sebastián Robles que, debajo del título, aparece dice: Facebook también puede convertirse en un recuerdo? Probablemente, su fortuna creciendo segundo a segundo en su cuenta bancaria responda por sí sola con un “qué importa”. Lo cierto es que Facebook es una red social como tantas otras –Instagram, Twitter, Tinder, Spotify, por nombras sólo algunas- que viene a satisfacer una necesidad humana específica. Una red social más, que de un momento a otro podría desaparecer, como lo hizo el ya olvidado MSN Messenger y su hermanastro retrasado ICQ. Esa es tan sólo una de las múltiples conclusiones que exhala el último libro de Sebastián Robles, Las redes invisibles (Momofucu, 2014).
Exceptuando las colaboraciones en antologías, Las redes invisibles es el segundo libro de Robles –Los años felices (Pánico el pánico, 2011), el primero- y se configura a partir de diez cuentos donde cada uno narra la existencia de una nueva red social ficticia: una red social donde los enfermos terminales pueden contar sus últimos días de vida; una red social donde perros y gatos, mediante un chip, pueden comunicar sus pensamientos y relacionarse, para luego dominar el mundo; una red social donde los usuarios encuentren su alma gemela, esté donde esté; una red social con niveles jerárquicos donde para subir es necesario crear nuevo sentido. Todo, guiado por un hilo ficcional muy estimulante.
La literatura, ya todos lo sabemos, es una esfera artística que refleja lo que sucede en la sociedad; por eso, su relación con las costumbres culturales se vuelven fundamentales. La mejor manera de leer cualquier libro es preguntarse qué nos dice de nuestro presente (del presente en que fue escrito). Siendo las redes sociales, pero internet en el sentido más amplio, el objeto de estudio de este escritor, surgen miles de interrogantes. En esta entrevista intentamos acotar el universo y hacerle sólo algunos. Las respuestas de Sebastián Robles valen la pena, tanto como leer el libro.
En Mamushka, tercer relato del libro, se lee que “las biografías transcurren afuera” de la red social. Si bien ya muchos han puesto en jaque la idea de que la virtualidad y la realidad no son cosas opuestas, ¿cómo pensás esa delgada línea que separa el adentro y afuera de internet?
Llegamos a lo digital con la carga de una vida y una experiencia afuera, pero una vez que entramos ya no existe manera de salir o mejor dicho, ya no hay adónde. Narrar la trayectoria de una persona en una red social es también narrar su biografía, porque la red social es la escenografía donde, si uno presta atención, puede leer una vida entera. El ejercicio en Las redes invisibles era pensar a las redes sociales no como un reflejo ni como una sinécdoque, sino cada vez más como la vida misma, mientras que el espejismo es lo que todavía llamamos “afuera”. Es una apuesta extrema pero creo que vamos hacia eso.
En el mismo cuento, la forma de pasar de nivel es decir algo que no se haya dicho antes, dar un sentido inexistente hasta ese momento. ¿Cómo analizás la proliferación de discursos acríticos en la web?
La web es, al menos en potencia, una cantidad infinita de discursos. Como en la biblioteca de Babel, todo está ahí. Entonces, cuando aparece un discurso que va en un sentido, inmediatamente uno puede esperar que aparezca otro en un sentido contrario. Y luego otro que se oponga a estos dos, o que los complemente, y así. Mamushka pretende dar cuenta de esa dinámica. En un espacio infinito, sin polos fijos, es difícil elaborar un discurso crítico. Incluso, desde luego, en esta entrevista. Todos somos escritores y todos somos trolls. Somos la melodía y el ruido de línea. Lo que yo valoro es la búsqueda de nuevas formas, como en el caso del protagonista del cuento, aunque esto sea una ilusión, una empresa condenada al fracaso. Me parece más digno fracasar en ese camino que quedarse para siempre en el mismo nivel, repitiendo las palabras de los que estuvieron antes, o de los que todavía están y gozan de alguna jerarquía.
Hay algo que me cautivó en Las redes invisibles y es el juego en el lenguaje: la escritura chat mucha vez con errores de ortografía o escritas como se pronuncian. Pese a que el lenguaje es un sistema en constante mutación, imagino que para un escritor tomar esta decisión es todo un dilema…
Fue una decisión bastante meditada que incluso conversamos con Lola Copacabana y Hernán Vanoli, los editores de Momofuku. Una escritura más cuidada, en el caso de los comentarios que se reproducen “textualmente” en algunos de los relatos, no resultaba verosímil. Lo único que hay de esos personajes es el texto, porque ellos mismos son esos textos. Un error de ortografía, una coma mal puesta o una gramática deficiente definen a un personaje. Así que optamos por dejar esa escritura, que por otra parte es habitual en la web.
En Animalia, uno de los personajes pregunta: “¿Qué es el lenguaje sino una red social?” Más allá de lo ficcional, ¿podrías ampliar esta idea?
En el cuento la analogía funciona para dar pie a la entrada de los animales, en particular de las mascotas, a las redes sociales. Más que leer al lenguaje como una red social, que me resulta un ejercicio un poco trivial, me interesa el sentido inverso, es decir: leer a las redes sociales como lenguajes con una ortografía y una gramática específicas. “¿Qué sabe el pez del agua donde nada toda su vida?”, se pregunta Einstein, y lo mismo podría aplicarse acá. Desde el momento en que escribimos un mail, redactamos un tuit o subimos alguna información a Facebook, estamos hablando un lenguaje que es el producto de una empresa privada con intereses específicos. No importa cuál sea el contenido de esos mensajes. La gramática es poder. ¿Cuántos petitorios en change.org hay que firmar para cambiar el mundo? ¿Cuántas declaraciones exasperadas de principios vamos a hacer en Facebook antes de darnos cuenta de que no le importan a nadie? Son preguntas irrelevantes porque, aunque tengamos las mejores intenciones, estamos en un medio cuya última justificación es el exhibicionismo y la autosatisfacción narcisista. Este es el lenguaje en que hablamos, estas son sus reglas y su gramática. Entonces, una vez que se realiza la declaración, ya no importa lo que pase: todo se queda en el universo del discurso porque en la web es lo único que hay. Ni siquiera tenemos cuerpo. Somos, como decía antes, solamente texto. El desafío, más que denunciarlo, es aprender a convivir con eso, encontrar espacios de espontaneidad, hablar sin ser hablados.
Es claro que las redes sociales son algo que aumenta las posibilidades de interacción democrática dado que todos tienen una voz pero, ¿no es acaso la reproducción de las formas dominantes ya existentes previas a su invención, como la farándula, medios informativos, deportistas, artistas? ¿Cómo pensás la cuestión de la democratización en internet?
Si internet democratizara algo, ya sería ilegal. Prefiero llamar a ese efecto “ilusión de democratización”. Pero tampoco pienso que la web se limite a reproducir formas dominantes que ya existían antes. Si todos tenemos voz en todo momento para opinar acerca de cualquier cosa, entonces esas voces tienen menos valor. Esto se puede ver bien en un ejemplo macabro, que es el de los fundamentalistas de Isis, esos jóvenes de ascendencia árabe criados en países de Europa, que conocen o creen conocer bien la dinámica de YouTube y las redes sociales. El año pasado les bastó subir el video de una decapitación para aparecer como la barbarie, la contracara de Occidente. Hoy mismo, sólo unos meses después, leo en el diario que acaban de publicar otro video con la decapitación de veintiún egipcios. ¿Por qué? La web los está asimilando, los metaboliza, se están transformando en parte del paisaje, así como tantas otras aberraciones que vemos habitualmente. La escalada en la crueldad es la búsqueda de una atención que ya no es probable que vayan a recuperar, al menos no de esta manera. Son un problema geopolítico, de las potencias que tarde o temprano los van a aniquilar, pero se diluyen en términos de relevancia en las redes sociales, donde compiten –y pierden– contra las fotos porno robadas del celular de alguna actriz de Hollywood.
En El recurso humano (Milena Caserola, 2014) de Nicolás Mavrakis, uno de los personajes asegura que no hay algoritmo para comprenderlo todo. Siguiendo el caso de tu relato Mon Amour, la red social que puede hallar la pareja perfecta para cualquier persona, ¿creés que en algún momento la ciencia encontrará el algoritmo para explicar nuestras más íntimas decisiones?
Creo que alcanza con la ficción de ese algoritmo. ¿Importa saber si Dios existe para entender las cruzadas? Hubo hombres que creían que sí y que actuaban en consecuencia. Con los algoritmos pasa lo mismo. Menos importante que su existencia es que nosotros creamos en su posibilidad. ¿Cómo saber si las ventanas, la infinita basura, la publicidad, las actualizaciones de estado que se abren en mi navegador son producto del azar o de un algoritmo que toma en cuenta todos mis movimientos y me cataloga como un determinado tipo de consumidor? El efecto en mí es el mismo tanto si existe como si no. Lo que habría que pensar es el estatuto de la ficción en la web, que empresas como Google y Facebook parecen querer erradicar a toda costa. Y más importante: ¿dónde estamos dispuestos nosotros a trazar una línea entre la realidad y la ficción?
¿Disfrutás más de leer o de escribir?
Son momentos distintos. El de la lectura es más placentero. Leo muchos libros a la vez y no tengo problema en dejarlos de lado si no me gustan. La escritura, en mi caso, suele ser más esforzada y desesperante. Pero también la disfruto. Tengo períodos de lectura y de escritura y voy alternando. Leo muy poco mientras escribo y cuando estoy leyendo mucho suelo no escribir. Es como si no pudiera dedicarme a las dos cosas a la vez. Aunque en un sentido más amplio también podría decir: leo y escribo todo el tiempo, porque estoy todo el tiempo en la web, y disfruto tanto de una cosa como de la otra porque son parte de lo mismo.
¿Qué le recomendás hacer a alguien que nunca leyó un libro?
Que haga germinar un poroto, consiga una mascota, asesine a alguien, vea una película, se enamore o se dedique a mirar cualquier cosa que tenga principio y final.
Etiquetas: Internet, Las redes invisibles, Libros, Literatura, Redes sociales, Sebastián Robles
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