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Por Agustín Ciotti
El próximo 2 de abril se cumple el centenario del triunfo de Hipólito Yrigoyen en las elecciones de 1916 y con él el ascenso del primer presidente de la Nación surgido de un partido de masas, la Unión Cívica Radical (UCR), y no de un acuerdo al interior de las clases dirigentes, cuyos delegados habían conducido los destinos del país desde 1853. Sin embargo, la figura de Yrigoyen ha generado fuertes controversias y llevado a varios de los actores importantes de la vida nacional de aquellos tiempos a profundas confusiones ideológicas. El presente artículo explora los casos de dos figuras que a pesar de su reconocida lucidez a propósito de cuestiones vinculadas a los asuntos públicos mantuvieron una postura de escepticismo -y en ocasiones del más encarnizado rechazo- frente a la política del caudillo radical. Se pĺantea entonces el interrogante de cuáles pudieron ser los factores que condujeron a que las divergencias con el radicalismo fueran, en realidad, divergencias con el propio Yrigoyen. Para ello se proponen dos entradas al análisis del ascenso y ocaso del primer radicalismo: una visión europeísta rescatada del trabajo del historiador inglés David Rock y una visión nacionalista de extracción popular, ensayada por el pensador Raúl Scalabrini Ortiz.
Uno de los destacados hombres de los años inaugurales del siglo XX fue Lisandro de la Torre, un dirigente nacido en la ciudad de Rosario, en diciembre de 1868. Graduado de abogado a los 20 años, hacia 1890 se unió a la Revolución del Parque impulsada por Leandro N. Alem, tío de Yrigoyen y fundador de la Unión Cívica Radical (UCR) un año más tarde. Sin embargo, como recordó el historiador Felipe Pigna en un artículo publicado en el sitio web El Historiador, la relación entre De la Torre y el nuevo líder radical ungido luego de la trágica muerte de Alem -se suicidó en 1896- era completamente diferente a la que supo forjar con el creador del partido. Las diferencias entre De la Torre e Yrigoyen habrían comenzado luego de que el segundo se opusiera a la propuesta del rosarino de sellar una alianza táctica con sectores del mitrismo para derrotar las aspiraciones presidenciales de Julio Argentino Roca. «El Partido Radical ha tenido en su seno una actitud hostil y perturbadora, la del señor Yrigoyen, influencia oculta y perseverante que ha operado por lo mismo antes y después de la muerte del Doctor Alem, que destruye en estos instantes la gran política de la coalición, anteponiendo a los intereses del país y los intereses del partido, sentimientos pequeños e inconfesables», declaraba entonces de la Torre.
Otro de los puntos de discordancia entre ambos fue el freno impulsado en 1920 por Yrigoyen, ya por entonces Presidente, a un proyecto de reforma constitucional de la provincia de Santa Fe, cuyo carácter progresista no estaba en duda, desde el momento en que, como recuerda Pigna, «eliminó a la religión católica como credo del Estado, dedicó un capítulo especial a los derechos laborales, creó la Corte Suprema de Justicia y un Jury de enjuiciamiento para los magistrados». Antes, en 1916, De la Torre había sido categóricamente derrotado en las elecciones presidenciales, como candidato del Partido Demócrata Progresista (PDP), que había formado con el objetivo de detener el avance de Yrigoyen.
A pesar de su férrea oposición al sobrino de Alem, De la Torre no apoyó el Golpe de Estado de 1930, de orientación fascista, encabezado por el militar José Félix Uriburu, quien le ofreció hacerse cargo del Ministerio del Interior durante la primera experiencia de gobierno de facto en la Argentina del siglo XX. El rosarino rechazó de plano la propuesta, argumentando que «el programa de Uriburu es más amenazador que el de Yrigoyen», aunque tendría una participación parlamentaria muy activa en los años bautizados como la «Década Infame». Como senador, De la Torre representó los intereses de las fracciones menos opulentas dentro de la clase terrateniente, los «invernadores» según la clasificación definida por los sociólogos Juan Carlos Portantiero y Miguel Murmis (ver Estudio sobre los orígenes del peronismo, 1971), agrupados luego en la Confederación de Asociaciones Rurales de Buenos Aires y La Pampa (CARBAP).
Desde su bancada De la Torre se oponía al proyecto de un cierto grado de desarrollo de la industria, en tiempos en los que la crisis de la balanza comercial advertía sobre el inminente fin de la hegemonía del modelo económico agroexportador, porque creía que una transformación en tal sentido sólo beneficiaría la continuidad del dominio de los «criadores», los grandes hacendados, cuya representación ejercía la Sociedad Rural Argentina (SRA). También se lo recuerda por las denuncias en el Senado sobre el carácter fraudulento y entreguista del Pacto Roca-Runciman, un manotazo de ahogado destinado a retener a Gran Bretaña como socio comercial estratégico, a pesar de que las condiciones económicas del mercado mundial habían cambiado irreversiblemente. Sus informes salpicaban a los ministros de Hacienda y Economía, Luis Duhau y Federico Pinedo, respectivamente, y durante una escandalosa sesión en el Senado, en 1935, resultó asesinado su compañero en la Cámara, Enzo Bordabehere.
Otro personaje relevante que se volvió acérrimo adversario de Yrigoyen fue el director del diario Crítica, Natalio Botana. Fundado en 1913 y reconocido como un pionero en la inclusión de rasgos propios del sensacionalismo de William Randolph Hearst y Joseph Pullitzer, frente al radicalismo Crítica dejaba entrever en sus líneas un claro sesgo conservador. Como mostró la investigadora Silvia Saítta, desde sus primeros años, los agravios al ascendente partido radical lanzados desde el periódico eran moneda corriente, así como las advertencias a los conservadores sobre las catastróficas consecuencias que padecería el país si no se unían para evitar el triunfo de Yrigoyen (ver Regueros de tinta. El diario Crítica en la década del ’20, 1998). Incluso el diario llegó a sugerir una alternativa de práctica fraudulenta para impedir que el radicalismo venciera en las urnas.
Saítta reafirmó años más tardes que el diario de Botana fue “uno de los actores centrales en el golpe (de Estado) de 1930 y también uno de los primeros en sufrir las consecuencias de ese mismo golpe, ya que el diario es clausurado” (ver “Crítica fue un actor central en el golpe de 1930”, en Revista Ñ, 8 de octubre de 2013). A pesar de que el trabajo de Saítta alimenta un retrato de Botana que lo emparenta con un caudillo conservador y golpista, el investigador Carlos Ulanovsky recuerda que la obra del fundador de Crítica contempló también gestos de reivindicación hacia las clases oprimidas. “Ayudó con trabajo a anarquistas perseguidos (…) y a los parientes de los fusilados Severino Di Giovanni y Paulino Scarfó; durante la Guerra Civil Española volcó su diario en favor de la causa republicana, se opuso permanentemente a Hitler y a Mussolini (…); apoyó la liberación de Augusto César Sandino en Nicaragua; encabezó campañas internacionales desde Crítica exigiendo la anulación de la pena de muerte de Sacco y Vanzetti y solicitó la libertad del anarquista Simón Radowitzky (quien en 1909 atentó contra la vida del entonces jefe de la Policía de Buenos Aires, Ramón Falcón) (…)”, asegura Ulanovsky, quien reconoce el apoyo a la campaña golpista como «uno de los escasos lunares que afean la trayectoria de Botana” (Ver Paren las rotativas, 2005).
Reformismo y paternalismo: hacia una posible respuesta
Las condiciones sociodemográficas de la Argentina de comienzos del siglo XX ya se han mencionado en esta misma publicación en alguna oportunidad, aunque no por ello deja de ser necesario recordarlas resumidamente: desde 1860 comienza a consolidarse el Estado-Nación argentino, sobre la base del intercambio comercial de productos agropecuarios y ganaderos con la principal potencia capitalista de la época, Inglaterra. El modelo liberal era posibilitado por la concentración de tierras bajo la modalidad del latifundio, lo que permitió el surgimiento de una élite terrateniente.
La contracara de este fenómeno era la existencia de un campesinado empobrecido por el bajo costo de la mano de obra. Al mismo tiempo, se registraron por aquellos años flujos inmigratorios intensos, provenientes de diferentes países europeos, a tal punto que, como indicaron Jorge Rivera, Aníbal Ford y Eduardo Romano, hacia 1869, la Argentina contaba con una población de apenas -teniendo en cuenta su amplia extensión territorial- 1.737.000 habitantes, de los cuales el 12% eran extranjeros, mientras que en 1914, la proporción era exactamente inversa: el total de habitantes era de 7.875.000, de ellos 2.358.000 (30%) eran extranjeros (ver Medios de comunicación y cultura popular, 1985). También para 1910 se había concretado un relativo crecimiento industrial en algunas ciudades importantes del país gracias a un flujo de capitales europeos en calidad de préstamos. Esto posibilitó que se produjeran olas de migraciones internas, del campo a la ciudad, pero también contribuyeron a este nuevo escenario las magras condiciones de vida del campesinado.
David Rock, historiador británico que escribió sobre el radicalismo, advirtió que si bien se trató de la primera fuerza política nacional impulsora de movilizaciones populistas en América Latina sus orígenes lo encontraron como un partido formado por una minoría desprendida de la élite (sectores menos favorecidos dentro de la misma), y no fue sino en los años posteriores que ensayaría un acercamiento a las clases populares (ver El radicalismo argentino 1890-1930, 1972). Hacia 1889 un grupo de opositores al presidente Juárez Celman formaron la Unión Cívica (UC). En 1891, la UC se divide y una de las fracciones resultantes fue la UCR, presidida hasta su muerte por Alem. En los primeros años, la UCR fracasó en su intento de llegar al poder por la vía revolucionaria.
Con la sanción de la Ley Sáenz Peña (Sufragio universal, secreto y obligatorio) de 1912, los radicales avanzaron a pasos agigantados en sus conquistas populares. Según Rock, Yrigoyen, que había estimulado la fundación de “clubes partidarios”, que más tarde se harían llamar “comités”, en diferentes puntos del país, comenzaba a incorporar nuevos afiliados de las clases medias urbanas, la mayoría hijos de inmigrantes, profesionales con título universitario. Los hombres de negocio que habían fracasado en sus emprendimientos se unieron a la propuesta de Yrigoyen, y vieron en la política una nueva oportunidad de alcanzar el ascenso social que desde hacía tiempo les era esquivo.
Yrigoyen logró acceder a la Presidencia en las históricas elecciones nacionales de 1916, pero Rock cree que ni entonces, ni antes -durante el período que va desde la sanción de la Ley Sáenz Peña hasta las elecciones- el líder daba muestras de contar con un programa político explícito. Por lo demás, no se advertía intención alguna de modificar la estructura económica del país. Sí, en cambio, de ratificar la economía agroexportadora. Rock cree que un sello distintivo de la práctica gobernante de Yrigoyen fue la creación de la figura del caudillo de barrio, con el supuesto fin de brindar servicios a sus respectivos vecindarios en aras de seducir al electorado. Rock, quien se pronuncia crítico de todas estas acciones, entiende que el éxito de la organización del partido pretendió sustituir el “inexistente programa político”. Para el autor el carácter reformista y continuista del gobierno de Yrigoyen quedaba al descubierto en la medida en que al poder económico que conservaba la antigua oligarquía se le oponían sectores recientemente incluidos, que habían apoyado su candidatura, pero que con el correr del tiempo desarrollaban sus propios intereses y no estarían dispuestos a tolerar nuevamente un gobierno netamente favorable a los sectores terratenientes.
Una de las formas que, según Rock, encontró Yrigoyen para hacer equilibrio en esa línea delgada fue el patronazgo, es decir, el aumento del número de vacantes de cargos burocráticos y profesionales para reafirmar su alianza con las fracciones que lo habían llevado al poder. Este sistema, insiste, sólo pudo implementarse a partir de 1919, cuando las importaciones y las recaudaciones fiscales comenzaron a subir. De lo contrario, cualquier aumento del gasto público hubiera significado la necesidad de aplicar un impuesto a las tierras. El patronazgo respondió, recuerda el historiador, a que la mayoría conservadora le impedía a Yrigoyen imponer reformas tributarias en el Congreso.
Su evaluación del primer gobierno yrigoyenista (1916-1922) apunta que los radicales nunca se propusieron atacar los intereses de la élite, ni mucho menos apostar a un cambio realmente profundo de la estructura económica del país. Así, cuando Yrigoyen dejó el poder, el sector exportador continuaba dominando la economía, el régimen de las tierras no había sufrido alteraciones y la dependencia respecto al capital británico persistía. Esta situación explica que el sucesor de Yrigoyen en 1922 fuera un hombre de su partido pero ligado a la oligarquía, Marcelo Torcuato de Alvear. Por lo demás, estos detalles indicaban que la estrategia del gobierno descansaba sobre la idea de lograr una integración política y una situación de armonía de clases.
La revolución trunca
La visión de Raúl Scalabrini Ortiz sobre la magnitud histórica de la figura de Yrigoyen dista bastante de la de Rock. Para Scalabrini, Yrigoyen era decididamente un “revolucionario integral”. Basaba su caracterización en que desde su perspectiva «la oligarquía impuso un orden legal y un orden jurídico extraordinariamente liberales para el poderoso y extraordinariamente tiránico para el disminuido de riquezas» y que frente a semejante estado de cosas no existía margen de justicia posible para las clases populares: había, entonces, que destruir ese orden, revolucionarlo, y para Scalabrini ése era el propósito de Yrigoyen (ver Yrigoyen y Perón, 1948).
Es cierto que coincide con la apreciación de Rock de que, finalmente, Yrigoyen no logró avanzar en la destrucción del poder oligárquico. En su consideración, el líder radical cometió “dos errores políticos”: el primero fue «detener su obra revolucionaria en el umbral del Parlamento», lo que permitió a un Senado conservador obstaculizar sus pretensiones; el segundo fue no atacar el poder económico de la oligarquía, que durante el gobierno radical conservó “sus tierras y sus diarios”. El pensador trata de justificar esta insuficiencia conjeturando que «posiblemente Yrigoyen (…) creyó que bastaba con la nobleza de sus propósitos y la generosidad de sus anhelos para disuadirlos (a los miembros de la oligarquía) y hacerlos cejar en su enconada oposición». Al mismo tiempo, admite que esos «errores» crearon las condiciones para el golpe del 6 de septiembre de 1930, que terminó con su segunda presidencia, que había iniciado apenas dos años antes.
El contraste entre ambas posiciones desaparece en un punto: la irrupción del yrigoyenismo en la arena política nacional no bastó para cerrar el ciclo de la dominación oligárquica y únicamente la crisis del capitalismo mundial de los años ’30 obligó a reestructurar el andamiaje económico de la Argentina, resignar la hegemonía de las exportaciones del agro y abrir la puerta al desarrollo de la industria con el fin de reducir el volumen de importaciones, que a partir de los años de la recesión comenzó a afectar negativamente el saldo comercial nacional. Las reservas -y, en muchos casos, resentimientos- hacia la figura de Yrigoyen provenían, como suele ocurrir con los líderes de masas carismáticos, tanto de sectores progresistas como reaccionarios: los primeros no escondían su desilusión frente a las esperanzas iniciales de cambios más profundos, mientras que los segundos, con la excusa de que el presidente radical practicaba un manejo verticalista e irresponsable de los intereses nacionales, no dudaron hacia finales de la década del ’20 en aprovechar la circunstancia de su debilidad física (sus problemas de salud lo obligaron a delegar sus funciones al vicepresidente Enrique Martínez) y política (el cambio del contexto económico internacional comenzaba a limitar su campo de acción) para apostar a la vía militar para recuperar el control del Estado, que habían perdido en las elecciones de 1916.
El hecho de que el programa yrigoyenista no concretara una transformación verdaderamente estructural de la sociedad argentina del amanecer del siglo XX -sobre todo, en lo que respecta a la distribución de las tierras y la matriz productiva-, sumado al estilo de conducción heterodoxo del Presidente -su falta de predisposición para las apariciones públicas le valió el mote de El Peludo, en alusión a un animal proclive a vivir oculto- podrían explicar en muchas de las personas de aquel tiempo actitudes como las de Botana, quien a pesar de haber destinado en algún momento las páginas de su diario a la defensa de causas obreras anarquistas y a la oposición al nacionalsocialismo europeo, su rivalidad con Yrigoyen lo llevó a aceptar la salida fascista de 1930. Para Scalabrini, la restauración conservadora que sobrevino no bastó para sepultar por completo a Yrigoyen, y el día de su muerte, el 3 de julio de 1933, un millón de personas lo escoltaron en su ruta hacia el entierro «con ese dolor de pueblo que ha perdido a un amigo».
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